Respecto a la Amazonía, en Europa se sigue mirando el humo a la distancia, considerando y valorando “lo de allí” “desde aquí” Ver el humo desde lejos
Me pregunto cómo se podría ir logrando que la gente se sintiera parte de un solo mundo, que todo tiene que ver conmigo, que mi manera de vivir influye sobre el presente y el futuro de todos los seres vivientes
Cuando estoy en España siempre me ha resultado muy difícil “explicar la misión”: cómo son las cosas “allí”, cómo es la vida, la gente, en qué consiste nuestro trabajo… Desde la época de los viajes a África (y ya ha llovido) me cuesta comunicar eficazmente la experiencia que vivo, hacer comprender el meollo, los matices y las peculiaridades de “aquello”. En parte porque los clichés clásicos de “los negritos” y “los indiecitos” siguen siendo en buena medida insuperables, pero también porque la lejanía es una cuestión de sensibilidad más que de kilómetros.
Aquello que no tenemos ninguna posibilidad de alcanzar físicamente se nos hace extraño sin atenuantes, por más que andemos saturados de imágenes y en apariencia familiarizados con escenarios, noticias y procesos. Al hablar en varias ocasiones a la gente acerca de la Amazonía detecto una perplejidad que se me vuelve en forma de incomprensión… Caras de asombro típicas de quien se topa de pronto con una rareza o una excentricidad.
Porque claro, no es lo mismo ver los incendios por la tele que tener las llamas delante de ti, y mucho menos oler el humo, sentir el calor o escuchar los gritos de alarma o terror. Igual que la extinción de las tortugas en Ecuador o el regreso del golfista Jon Rahm al “top 10” mundial, la devastación paulatina, premeditada e inexorable del bosque amazónico, visibilizada fugazmente en esos gigantescos fuegos, desaparece de titulares y contenidos periodísticos en menos de cuatro días.
Registro encomiables esfuerzos por contar y esclarecer el ecocidio, profundizando en las causas e ilustrando sobre los corolarios que nos esperan (ver por ejemplo aquí), pero en general constato que la Amazonía es algo remoto y exótico, cuyo destino aparentemente no nos afecta y por tanto no importa demasiado. Repito la famosa frase del Papa “Todo está conectado” (Laudato Si 117) y me siento predicador en el desierto justo cuando la selva parece abocada a convertirse en tal. Al salir de misa alguien simplemente me pregunta: “¿y qué coméis allí?”.
Por eso me duele que incluso los debates intraeclesiales se hayan desviado de manera interesada al tema del celibato o de la ordenación de hombres casados, cuando la intención del Papa al convocar un Sínodo es justamente atraer la atención sobre el drama de la destrucción de la naturaleza amazónica y el peligro tan enorme que acecha al planeta. Los detractores de Francisco tampoco parecen haberse enterado de nada.
En Europa se sigue mirando el humo a la distancia, considerando y valorando “lo de allí” “desde aquí”, y esa inercia produce desastres de inconsciencia, desenfoques e irresponsabilidad. Me pregunto cómo se podría ir logrando que la gente se sintiera parte de un solo mundo, que todo tiene que ver conmigo, que mi manera de vivir influye (efecto mariposa mediante) sobre el presente y el futuro de todos los seres vivientes, sobre la pobreza de las personas, los ríos aéreos, la esbeltez de las palmeras y la amplitud de la sonrisa de los niños.
No lo sé. Pero imagino que tiene que ver con asuntos como la meditación, el espíritu crítico, la armonía entre religiones, la alimentación natural y, por supuesto, la educación. Ajá, ese es el principio y la clave de los grandes cambios: la educación. Y además tal vez los que respiramos aires de dos mundos y tenemos un pie en cada continente podríamos aportar algo original… toca pensarlo más.