Viaje a USA con motivo del premio "Msgr. Anthony Brouwers” 2025 concedido a nuestros misioneros Brian Medernach y Antoinette Lullo Nunca quise ir a L. A.

Gala de entrega del premio Msgr. Anthony Brouwers 2025
Gala de entrega del premio Msgr. Anthony Brouwers 2025 MDA

Realmente estamos acá el obispo Javier, Anna la ecónoma y yo para pedir ayuda: plata y personas. Lo mismo de siempre, ay este vicariato inestable y carente. Pero lo que más me gustó, con diferencia, fue estar entre personas a quienes les importa la misión. Elise, la gente de Mission Doctors Association y Lay Mission Helpers. Sin estos “loquillos” más bien locazos, no serían posibles tantas historias de humanidad, solidaridad y ternura en los cinco continentes. Por ellos sí que ha merecido la pena venir a L. A.

Pero debía ir. Ya no tengo ganas de más viajes, llevo por esos mundos desde el 1 de octubre, solo quiero regresar a mi selva, estar en mi casa, sentarme en mi cuarto, acostarme en mi cama y colocar mi trasero en mi silla. Pero ni modo: ya nos habíamos comprometido desde hace tiempo, y los pasajes estaban comprados, oleados y sacramentados. Loquillo “nunca quiso ir a L. A.”, pero yo acá estoy.

El primer impacto es el clima. En esta región supuestamente tan cálida, donde en las películas todo son palmeras y sol radiante, nos encontramos bajo una fría lluvia que durará tres días, y eso que supuestamente “It never rains in California”, vaya mentiroso ese Albert Hammond. En lugar de pavorosos incendios, tenemos 9 grados de temperatura, mis dientes castañeando y paracetamoles al coleto.

Hemos venido invitados por Mission Doctors Association, nuestro socio americano, los médicos que nos salvan la vida en el hospital de Santa Clotilde y los amigos que nos abren puertas en USA. Brian y Toni, matrimonio de misioneros médicos que trabajaron varios años en el Napo, que nos siguen ayudando y nos acogieron en Chicago en mi anterior viaje, van a recibir un premio que reconoce su trayectoria y su compromiso con la misión. Lindo momento el que vivimos anoche.

En una “gala” (geila) no puedes ir vestido wachiturro, así que, acá en San Gabriel, la comunidad claretiana donde amablemente nos acogen, me han prestado un terno para la ocasión. Es una cena benéfica, el cubierto a 250 $ o así, con los objetivos de recaudar fondos, sensibilizar, y sobre todo hacer contactos y crear vínculos para la misión. Pasan videos de África y de Perú, algunos con imágenes muy impactantes y claramente disonantes con la comida que tenemos en la mesa, mientras las donaciones caen y los discursos y aplausos se suceden. Tomo vino y no puedo dejar de pensar en Skid Row.

Juan Carlos Montenegro es un salesiano laico que conocí de refilón en Tabatinga, y conectamos bien. Él nos mostró el Youth Center que dirige, saludamos a los niños y jóvenes, nos explicaron qué hacen... Después, Juan Carlos nos llevó por Skid Row, lugar en pleno L. A. Downtown (el centro de la ciudad) donde la salvaje desigualdad de este país se exhibe y agrede: en las veredas sobrevive una muchedumbre en improvisadas carpas, guareciéndose de la lluvia y el sol con plásticos, maderas, lo que sea. Basura, drogas, suciedad… es desolador. En lugar de las enormes limusinas donde se movilizan los famosos en las series, se ven autocaravanas desvencijadas que hacen de precarias viviendas a los rostros zombis de la miseria en la tierra de las oportunidades y el american dream.

Skid Row

Pero en realidad estamos acá el obispo Javier, Anna la ecónoma y yo para pedir help: plata y personas. Lo mismo de siempre, ay este vicariato inestable y carente. El Arzobispo de Los Ángeles nos recibió y escuchó atentamente, pero nos espetó que su diócesis, una de las más grandes de EEUU, tiene que afrontar indemnizaciones a víctimas de abusos por una astronómica suma, millones de dólares. La reunión con el obispo de la diócesis de Orange fue diferente; este hombre ya mayor pero muy inspirador nos contó cómo siendo joven sacerdote aprendió español para poder celebrar la misa a los mexicanos cuyo restaurante frecuentaba a la hora de la cena. ¡Qué tipazo! A veces aciertan con los nombramientos.

Y esto nos lleva al tema estrella de las conversaciones de estos días: millones de inmigrantes de este país viven aterrorizados por la loca xenofobia del presidente. La cocinera de los claretianos, mexicana, nos hablaba de que tienen miedo de que los deporten “por nuestra piel”, fue su expresión. En la parroquia están llevando a cabo un taller para informar de sus derechos a la gente. El famoso eslogan Let tus make America great again (“Hagamos América grande de nuevo”) significa en realidad “Hagamos América blanca de nuevo”. Estamos en la cuna de los derechos civiles, pero parece que teletransportados al siglo XVIII.

Ya tengo que ir acabando. Dio tiempo a turistear también. Fuimos a las carreras de caballos, donde apostamos 5 $ y ganamos 6, chueca opción para financiar el Vicariato. Paseamos por la playa de Santa Mónica, donde solo me pude mojar los pies a pesar de que había llevado mi bañador. Nos asombramos ante la catedral de cristal. Deambulamos por las afueras de Disney y almorzamos en una bolera. Admiramos el panorama de esta ciudad infinita desde el observatorio Griffith. Comimos cheeseburger y tomé root beer, que me encanta. Incluso merodeamos el Staples Centre, admirando las estatuas de los legendarios lakers Abdul Jabbar, Magic y Kobe Bryant. Y recorrimos Hollywood boulevard, pisando las estrellas y haciéndonos fotos en el Dolby. En la entrada del Teatro Chino están marcadas las manos y los pies de Robin Williams y una frase: “Carpe diem”.

Pero lo que más me gustó, con diferencia, fue estar entre personas a quienes les importa la misión. Elise, Toni y Brian, Elsa, Hortensia, Amie, Laurie, la gente de MDA y Lay Mission Helpers. Sin estos “loquillos” más bien locazos, no serían posibles tantas historias de humanidad, solidaridad y ternura en los cinco continentes. Por ellos sí que ha merecido la pena venir a L. A. ¡Gracias!

Posdata: en California, cierras los ojos y de nuevo te encuentras en México. Escuchas íjoles, comes mole y pozole y suenan rancheras. Este gran viaje terminó así, como empezó, como una antífona, en “el ombligo del mundo”. Y por supuesto, en todo momento, ella: Tonantzin.

Tonantzin

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