En la triple frontera
Bajando por el Amazonas peruano se llega a Santa Rosa, que es una isla adonde ingresas con los pies mojados para que sospeches dónde te has metido. Los dos o tres restaurantes turísticos y la oficina de Migraciones no mitigan la sensación de pobreza que te invade a medida que recorres la calle paralela al río y ves las casas de madera, las hamacas, la mugre afincada, las credenciales de la miseria. Al menos hay capilla del Vicariato, pero está ocupada por el abandono y la desolación, deteriorada, acechada por la ruina. Qué lugar. Acá no hay casi nada.
Tras visitar a Maneca, que es la laica responsable de este puesto, buscamos un bote-taxi que nos cruce al otro lado. Los apenas cinco minutos de navegación resultan ser una distancia humana sideral: de repente te ves en lo más parecido a una ciudad desarrollada desde Iquitos. Leticia, en territorio colombiano, está compuesta por calles rectas que se cruzan perpendicularmente y no tienen nombres, sino números. En la plaza adornan plantas bien cuidadas, hay tiendas pitucas y supermercados, todos los motoristas llevan casco, no se ve basura por el suelo... Otro nivel de vida ahí al lado, otro país enfrente nomás, otro genio, otra moneda, otro mundo.
Los jesuitas viven en la calle 10, y ellos nos reciben en su casa, que nos parece un hotel de cinco estrellas hasta con wifi (qué lujo asiático). Valerio, Alfredo y Pablo dinamizan en esta frontera la REPAM, la Red Eclesial Panamazónica, que es una forma nueva de ser iglesia en la Amazonía, defendiendo los derechos humanos, territoriales y culturales de los pueblos indígenas, el medio ambiente, el buen vivir, el agua, los árboles, el desarrollo sostenible y la vida de esta región de más de 7 millones de kilómetros cuadrados en ocho países. Los jesuitas son unos verdaderos tromes por su conocimiento y su compromiso, y están volcados con la red (http://redamazonica.org/), que me ha parecido, en un primer golpe de vista, un filón, una oportunidad ilusionante para el trabajo misionero en nuestra selva.
Al día siguiente pasamos a Brasil. Que nadie piense en controles aduaneros o puestos de sellar pasaportes, nada de eso: se agarra una calle (la "Avenida Internacional") y sin más se ingresa en el país de la samba sorteando unos carteles. Y todo cambia en apenas 50 metros: ahora el idioma es el portugués, la moneda es el real y no el peso, las calles son amplias pero tal vez menos elegantes, se ven carros de cuatro ruedas, hay aeropuerto y una Mansão de Chocolate que me quedo con ganas de investigar. Tabatinga y Leticia son una sola ciudad dividida mágicamente por una línea imaginaria que origina dos países contiguos muy distintos, tal poder tiene la mano humana muñidora de fronteras.
El obispo es gallego, muy simpático, y en lugar de cruz pectoral lleva colgados del cuello dos USB. Cuando llegamos ya están con él las cinco nuevas hermanas brasileñas que van a trabajar en la misión de Islandia. Pertenecen a cuatro congregaciones diferentes, son de distintas edades -incluso generaciones- y solo dos hablan español. "Qué valor tienen", pienso mientras subimos al bote con todas sus maletas. Pero aún me queda la sorpresa mayor de este viaje; lo cuento en la siguiente, que esta entrada ya es mu larga.
César L. Caro