Unos amigos que han hecho un detenido recorrido, por los pueblos de uno y otro lado de la raya entre Galicia y Portugal, me han dicho: “A veces hemos tenido que pasar una docena de aldeas para poder tomar un café porque no hay bar en la mayoría de ellos ni se encontraba gente en las calles para pararse a charlar. Alguien nos dijo: No hay bares porque la administración exige unas condiciones draconianas y, además, no hay gente para llenarlos. Hemos visto casas nuevas fabulosas que han hecho los emigrantes que, salvo algunas que se abren quince días en verano, están vacías todo el año. Con dinero ganado en la emigración, las hicieron los abuelos con la esperanza de que los hijos vinieran con los nietos, al menos los veranos, para estar todos juntos, pero ahora no vienen ni los abuelos porque quieren estar con los nietos que no quieren saber nada de la aldea de los abuelos. ¡Que las vendan!, les sugerimos. ¿A quién?, nos preguntaron. La Iglesia mandó capellanes, los sindicatos liberados, los políticos representantes y los bancos d3elegados pero nadie envió instructores que enseñaran a los emigrantes a invertir su dinero.