Cada casa tiene una memoria de sucesos de los cientos de años pasados, referencias de la memoria nunca escritas que, a veces, desprende un hálito frío como la muerte. El pueblo tiene una tradición oral común que cada casa interpreta a su manera. Los habitantes, a pesar de las diferencias y querellas, están unidos por una honda amistad de cuando todos fueron niños y adolescentes, fraguada en los trabajos comunes del verano y en las largas tertulias y juegos de las noches de invierno. La deliciosa, refinada música del silencio de una solitaria iglesia, un momento de silencio transparente, efusivo, en un rincón del patio lleno de recuerdos de la infancia, la canción de aquel recoveco oculto y fresco del río Eiroá; ese momento que trae los ecos del universo, único e inefable, del acorde íntimo y profundo del alma con el cosmos que hace tolerable o turbulenta la vida, ese algo ajeno al tiempo y al espacio, eso es lo esencial.