Tus ojos merecen ver lo que he visto La Carta de Baltasar

¿Y si uno de los magos de oriente estaba casado?

¿Y si escribió una carta a su esposa sobre lo que encontró en Belén?

baltasar
Mi amada Najma:

Junto a cada letra de esta carta te envío paz y el deseo de que el suelo sea siempre generoso con tus pies. Te recuerdo en cada jornada de camino, Veo la línea de tu rostro en cada cada colina, y siento el aroma de tus manos en el aire que entrega cada flor que encuentro en este viaje.

Había querido escribirte días atrás pero mis compañeros y yo tuvimos que cambiar la ruta por la que regresaremos y eso nos obligó a recorrer lugares nuevos y desconocidos a los que espero volver de tu mano. Tus ojos merecen ver lo que he visto.

Desde que andaba con mi padre en las caravanas reales, aprendiendo de él las artes del consejo y la premonición, mis ojos se acostumbraron a la repetición y la rutina. Los hombres que dan órdenes o dirigen pueblos y ejércitos, los que acumulan más allá de lo que se puede disfrutar, los que retienen ideas, conceptos y tradiciones solo con el fin de embriagarse en su propia inteligencia, los arrogantes de la moral, que se usan a sí mismos como vara para medir y descalificar; aquellos son todos iguales, son como huellas del mismo animal. Sus ancestros fueron como ellos y parece que sus hijos también lo serán. Sus palacios pueden cambiar de formas, de adornos o de música en las fiestas, pero lo que atraviesa sus conversaciones, lo que motiva sus decisiones y lo que demuestran sus gestos es siempre lo mismo. Hay un frío desquiciado que les atraviesa el alma y que les convierte en incapaces de ver a las gentes de los pueblos que dirigen, mientras que hacen todo para poseerlas, utilizarlas, coleccionarlas.

Esas gentes invisibles también se parecen entre sí. Como las hojas de las plantas a la madrugada, que todas despiertan con gotas de rocío, las personas de las calles y los pueblos despiertan cada amanecer con una ilusión y una promesa. La ilusión les brota de adentro, el alma sabe lo que le hace falta. Imaginan que será un mejor día y que el futuro va a llegar cargado de respuestas al frío y la sed, a la soledad y el tedio, al miedo que cada tanto tiempo vuelven a sembrar los violentos en el campo de los inocentes. La promesa, en cambio, les ha sido anunciada de muchos modos y variadas formas.

Los reyes aseguran que con ellos vendrá un mejor tiempo, vendrá la lluvia y también la paz. Pero luego saquean los graneros y multiplican las armas y los incendios. Dicen que convertirán su reino en una gran nación pero no dicen que para hacerlo buscarán nuevos enemigos a los que van a aniquilar llevando a los hijos de su reino a morir en la guerra. Prometen paz y causan odio, anuncian grandeza y traen desgracia. Porque no hay rey alguno que pueda cumplir lo que promete. Los ricos demuestran que una vida de posesiones es el regreso al paraíso, y exhiben su comodidad como una visión para los desposeídos: "Deseen esto, y cuando lo alcancen se verán como yo me veo ahora". Pero luego lo acaparan todo, lo encarecen todo y la visión se vuelve un tormento. El mismo tormento que viven en sus palacios, donde todo es apariencia y vanidad, donde no hay cabida a nada que sea genuino, donde la intriga y la envidia lo hacen todo invivible. Porque no hay magnate alguno que pueda cumplir lo que muestra. Están también las élites, que no siempre son poderosos ni acaudalados, pero tienen algo muy deseable para quienes les miran desde lejos: son admirados por su popularidad, o su fama, o por su pretendida sabiduría. Para saber qué hacer, cómo vivir, qué aprender, qué comer, qué te debe gustar y qué no, qué debes pensar y qué no, debes mirarles e imitarles. Y al sentirse tan mirados y admirados terminan convenciéndose a sí mismos que ya salieron de la multitud, que ahora son especiales y que quien se dirija a ellos debe adularles mientras vivan. Hay élites por belleza, por intelecto, por destreza, o por conocer a "las personas correctas" es decir, por vivir de esa misma adulación hacia otros de los que pueden obtener favores. La mentira de su promesa suele ser lo efímero de aquel lugar que ocupan, y lo desesperadamente solos que se encuentran mientras están allí. No puedes saber quién te miente cuando todos te dicen lo que quieres escuchar. Porque no hay élite alguna que pueda mantener aquel espejismo más allá de un instante fugaz.

Y están los religiosos de oficio y de oportunidad. Los que han convertido a los dioses en su propia riqueza, en su propio poder, en su razón para ser otra élite. Cargan las mismas ambiciones, los mismos odios, los mismos defectos que cualquier mortal, pero se anuncian como mejores y más buenos que todos. Dicen haber descifrado el cielo y para llegar allí hay que preguntarles y obedecerles. Dicen que su oído ha llegado hasta las conversaciones de los ángeles y que por eso están aquí para decir qué es de dios y qué es de los demonios. Pero lo único que realmente saben es qué dijo otro religioso de oficio antes que ellos. Lo único que conocen es las tonterías de la tierra y eligen cuáles se les antoja prohibir. Lo único que pueden enseñar es cómo desconfiar de cuanto hay bajo el sol. Sus vestidos son impecables, pero sus intenciones son tan ordinarias como las de cualquiera, solo que para cumplirlas usarán sus templos y rezos, sus ritos y sacrificios, en los que prometen a la gente más sencilla lo que no pueden cumplir. Harán milagros en otros, mientras que quienes los necesitan en verdad solo escucharán que los dioses tienen otro tiempo, y que su pecado les impide ganar tal bendición. Alargan la espera, hacen eterna la resignación, y siendo lámparas sin aceite pretenden compararse con el sol, la luna y las estrellas del cielo. No hay religioso de oficio, ni oportunista de lo divino que pueda cumplir lo que exige a otros, ni alcanzar a rozar la gracia que dicen poseer en exclusiva.

Eso conocía. A eso se acostumbraron mis ojos desde niño, pero amada, amanecer de mis anhelos, lo que he visto en estos días no tiene comparación, no se parece a nada de lo que haya sido testigo sabio alguno que recorriera hasta las más lejanas orillas de la tierra. Aquella estrella que nos llevó hacia el oeste parecía moverse con nosotros sin detenerse jamás, parecía otra promesa más que no llega a cumplirse nunca. La seguimos por días y semanas, y en cuanto vimos el palacio supimos que habíamos llegado. Pero la estrella continuó su rumbo y en el palacio nadie sabía sobre ella. No esperaban ningún augurio, ni deseaban ningún nuevo anuncio. Si alguien nacería no lo sabían ni lo querían, y aunque el rey de aquellas tierras en persona nos pidió que le compartiéramos alguna noticia si llegábamos a encontrarla, todo en su rostro dejaba ver que desconfiaba de nosotros, de la estrella y hasta de su propia sombra. "Somos sabios y adivinos" decíamos al llegar a cada aldea, pero no fuimos capaces de entender que aquel palacio no tenía nada para nosotros, ni para las gentes de ese reino. Creímos ingenuamente que la estrella era otra más, brillando para otra élite más, de otra tierra más de promesas incumplidas. Pero esta estrella no era igual, y nos llevó a un pequeño caserío a la salida de un pueblo. Entonces se detuvo. La casa, como la de cualquier artesano o albañil. La familia, sin ningún distintivo real ni linajes rastreables. El niño, la creatura más tranquila y alegre que haya parido mujer alguna desde que hay vida en la tierra. El hallazgo, tan simple y poderoso como el color de los tulipanes sobre el valle o el suave calor de las noches de verano en las montañas: Un rey sin poder pero capaz de todo, es decir: un siervo. Un rico sin posesiones pero que puede darlo todo, es decir: un pobre. Un sabio sin pretensión ni títulos pero que lo enseña todo, es decir: un simple. Un religioso sin ritos ni rezos, abrazando a dios en todo, es decir: un nadie para quien su dios lo es todo. Un cumplimiento sin promesas. Como si los pobres y los hambrientos, los que sufren y los despreciados pudieran ser felices ahora, no mañana, no tras pelear otra guerra, no tras conseguir convertir su aldea en un palacio, no tras lograr la admiración de las multitudes, ahora, con su mirada puesta en los que aman mientras amasan su pan, se ríen juntos y disfrutan el vino. Un dios invisible, que no pide lo que no ha dado antes, que aparece de formas inexplicablemente simples, que no se encierra en lugares santos ni se deja cargar en imágenes de yeso, porque está presente en el viento y la lluvia, porque es la voz en la tormenta, porque es el fuego en el alma y la paz en los abrazos. Un reino que sí puede cumplir sus promesas y anuncios, porque es el reino de lo que ya está sucediendo. Tus ojos, bella mía, tienen que ver esto.

Solo por eso regreso, por ti, para traerte conmigo y andar juntos por otros caminos hasta allí, donde nos lleve de nuevo la estrella, porque no hay ni habrá señor ni rey al que yo vaya a servir que no sea ese impredecible niño que trae todo lo que nadie pudo traer.

Te veo pronto.

Tuyo por la eternidad,

Baltasar.

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