En casa no importa si el pan ganado con sudor y renuncias se entrega en la mano o en la boca, lo importante es que haya para todos. ¿El Fin de la Ortodoxia?
Si los templos están vacíos y los ritos despojados de personas, quizá sea porque hace un rato que dios había dejado de estar presente en ellos. Porque quizá salía con nosotros del secreto de nuestras habitaciones para acompañarnos por la calle, y al llegar a los templos se quedaba afuera esperando a que entráramos, hiciéramos nuestros gestos y repeticiones, y saliéramos de nuevo. Allí, en la puerta, nos tomaba del brazo y nos acompañaba de vuelta a casa, o al trabajo, o al parque, a la realidad, donde los rostros no son de estatuas, los saludos no son viejos latinismos, y los abrazos no son de paz, pero la portan. ¿Y la Fe? ¿Y la piedad de los sencillos? ¿No escuchaba dios entonces sus oraciones? Claro, todas, como siempre lo ha hecho. Escuchaba los suspiros en la desesperación, las confesiones entre amigos en las esquinas, las llamadas telefónicas desnudando la esperanza, y las voces suplicantes junto a velas encendidas pidiendo que algo malo deje de suceder. Solo que nunca le otorgó más importancia a la vela, o a la estatua, o a la repetición, que a la sinceridad, la esquina o la lágrima. Ya se lo había dicho a la Samaritana: Ni en Jerusalén (templo Judio) ni en Garizim (Santuario Samaritano) sino en espíritu, en el respirar, el sollozar, el gritar; y en verdad, en honestidad, en simplicidad, en autenticidad. Ya era claro, pero no quisimos escucharlo.
Si en los tiempos de pandemia los fieles apenas alcanzan a ver el pan eucarístico en streaming, si requieren tener una conexión a internet - ¿Cuántos pobres del mundo no la tienen? - o un smartphone - ¿se muestra dios en tantas pantallas fabricadas con mano de obra explotada y esclavizada? - para poder vivir el acontecimiento central de la fe, o ese acontecimiento no puede seguir celebrándose así, y no puede seguir siendo la eucaristía un rito presidido por un pequeño grupo de privilegiados, o el pan partido de Jesús siempre estuvo en cada creyente que supo vencer su propio egoísmo, donarse por otro, entregar lo más útil de su tiempo, de su afecto, de su conocimiento o su talento, para que en la vida de otro ser humano haya paz. Tal vez proexistir siempre fue lo sagrado, porque no hay mejor epíclesis que la vida entregada a cada instante en lugares que no requieren ornamentos. Porque en casa no importa si el pan ganado con sudor y renuncias se entrega en la mano o en la boca, lo importante es que haya para todos. Tal vez sea todo, porque la fracción del pan de los primeros cristianos no era distinta de su ser hermanos, de su ser discípulos, y de su hacerse cargo unos de otros. Nunca fue un derecho exclusivo, fue un compartir generoso y radical, que el rito de la misa difícilmente provoca, aunque intente celebrarlo, y mucho menos en banda ancha. Fue claro, lo sabíamos, cuando tantos de nuestros países tan tradicionalmente católicos no dejan de estar sumidos en corrupción y violencia de estado, mientras quienes los dirigen asisten católicamente a misa y nuestros jerarcas les ofrecen té y bendiciones. Lo sabíamos, pero no quisimos reconocerlo.
Si nuestra enseñanza, nuestros compendios doctrinales, nuestra permanente vigilancia moral, hace tiempo que entró en el campo del SPAM, si nuestros mensajes son desechados como "correo no deseado" por las personas del planeta, y por muchos de los bautizados que no logran del todo entender lo inentendible de la metafísica Tomista o de la aversión a la diversidad, si nuestra fe en tantos lugares del mundo sigue sostenida en frágiles devociones que no resisten un mínimo razonamiento adulto, si hay que tener una buena dosis de superstición para poder tener fe en las apariciones de aquí y de allá, las visiones, los secretos, los mensajes encriptados, las amenazas de apocalípsis que nunca logran acertar en sus fechas, las túnicas, las gotas de sangre peregrina, ¿es posible que la ortodoxia insista en escribir todos los días artículos, columnas, videos, memes, libretos de televisión en los que la culpa de la falta de fe es de la gente que no logra entender como semejante colección de cosas inverosímiles puede ser confiable para aportar sentido a la existencia?. Pero los tiempos dieron un giro inesperado y aunque insistan en leerlos como parte de un complot de dios contra el pecado, la realidad es que una lectura despierta, nos haría reconocer que fue vencida la soberbia conservadora y que la altivez de la apologética nos ha dejado con las manos vacías, que nunca ha dejado de estar la sabiduría del lado de los pobres y de los sencillos, que de haberles entregado al dios de Jesús en vez de los secretos de Fátima, tendríamos otra Iglesia y otro mundo. Pudimos haberlo hecho, pero nos conformamos con documentos que solo servían para hablar entre nosotros.
Si la desigualdad que empuja a millones a la pobreza, a la indigencia, a la desprotección, no fuera mucho más peligrosa que el virus que hoy nos ha puesto contra la pared. Si no fuera el consumismo voraz y el capitalismo indiferente el gran soberano de las relaciones entre las personas, muchas veces auspiciado por homilías y declaraciones eclesiásticas de no hace mucho, el número de personas recuperadas sería infinitamente mayor, pues ese Reino de dios que se hace presente en atención hospitalaria y bienestar comunitario, no sería una noticia de heroísmo - que gracias al cielo existe - sino lo esperado y lo cotidiano. Y de no serlo, no sería únicamente la voz del papa Francisco o algunos clérigos y laicos aislados, las voces que se alzarían proféticas para que el mundo se harte de una buena vez de un poder ejercido desde el ego y la codicia. Pero no, la ortodoxia prefiere seguir aplaudiendo a los grandes destructores de las posibilidades de supervivencia de sus pueblos, porque ocasionalmente hacen discursos contra el aborto. Su hipocresía es cómplice. Sus rezos vacíos. Sus llamados a la obediencia a esas autoridades una cachetada a la buena noticia. Pero es lo que hicieron: emprender una cruzada contra las teologías de los pobres, mientras daban su apoyo incondicional a los Epulones del siglo XX. Fuimos testigos, pero apagamos con tradiciones y piedad la sed de justicia de los humildes.
Si los que se permiten que esta situación de pandemia, cuarentena, aislamiento, distanciamiento social les haga preguntas cruciales sobre la política, la economía, la comunicación, los derechos de los seres humanos en todo el planeta, concuerdan en que no regresaremos ya a la normalidad de lo que conocíamos y que otra sociedad va a tener que emerger de todo esto, ¿estará la agrietada institución eclesial dispuesta a dejarse interpelar por la realidad, a dejarse cuestionar por el dios que está hablando en esta historia como habló a los israelitas en la suya? ¿tendrán los pastores de nuestras diócesis la valentía apostólica de mirar a esta realidad a los ojos y dejar que evidencie todo esto gastado y vencido que por inútil debe empezar a ser dejado atrás para que como comunidad vivamos una verdadera conversión desde la permanente cuaresma de este aislamiento? ¿seguirán poniendo remiendos en el viejo vestido de su autoridad, que tan bien usan para ahogar las voces proféticas pero no para extirpar de entre nosotros la maldita plaga del abuso a los menores? ¿insistirán en sus dignidades luego de que sean los pobres los que le den al mundo lecciones de solidaridad y resistencia?.
Una iglesia distinta tendría que surgir de toda esta experiencia. La de los sobrevivientes. La de los resucitados. Comunitaria y Eucarística para que la fraternidad ocupe el lugar central que siempre debió tener en la enseñanza cristiana, pues hasta la saciedad se ha dicho que no hay forma de pronunciar "Padre nuestro" sin mirar al lado y decir "hermano mio". Una iglesia en la que se nos enseñe a vivir como hermanos y hermanas en medio de la dificultad y de la dicha, en el que la amistad sea catecismo. Una que recupere el rostro del dios de Jesús, ese que lo perdona todo, es que tiene entre sus predilectos a los desposeídos y a los que sufren, ese que no pide membresías para entregar su paz y su alegría, el que toma a los que nunca pertenecieron ni pertenecerán a una estructura, los que no son eminencias, ni directores, ni "servidores" - palabra que en muchos lugares significa una élite - y los pone en medio de todos para recordarnos que son los más importantes, y que es con ellos con quienes dios teje el futuro del mundo y de la iglesia. Una que no convierta el "ve y no peques más" en una advertencia, sino en una buena noticia: "ya no tienes que vivir como si no fueras amada, como si no fueras amado", en el que la moral consista en entusiasmarnos con la felicidad, en convencernos de que estamos hechos de algo mejor. Una iglesia que no le tenga miedo a lo distinto, ni a pensar distinto, ni a creer distinto, ni a sentir distinto (gracias Cortés) en la que sea posible la autenticidad y la libertad sea dogma de fe.Esa Iglesia que ya viven muchos, que predican obispos, que enseñan presbíteros, que animan catequistas, y que especialmente hacen vida los laicos, particularmente tantas mujeres, esa que lleva un buen tiempo resistiendo las criticas y la obstinación de la ortodoxia vencida, de la ortodoxia caduca.
Esa Iglesia distinta que necesitará ese mundo que también será distinto.
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