Desde entonces somos el sagrario. Llenos de dios
Pentecostés significa que nadie tiene que hacer fila para recibir un trozo de dios. Lo llevamos dentro.
Pentecostés es, como todo en la historia de la fe, asunto de recordar más que descubrir. Del aliento de dios fuimos hechos, y por su respiración hemos llegado a estar vivos. No hablamos de unas partículas de aire divino como principio activo de la existencia humana, que no es la biblia un folleto científico, sino de notar que nuestra vida es una expresión de la vida de dios, que no hay existencia alguna que lo niegue, que todo lo que respira grita que hay mucha bondad detrás de cada instante en que tenemos la oportunidad de ser quien somos, y que esa misma bondad teje nuestros huesos y nuestra piel. Que no estamos hechos defectuosamente, ni con errores de fábrica, ni con una tendencia natural a equivocarnos, sino todo lo contrario. Que podemos confiar en nuestro origen, y con esa confianza trazar y recorrer nuestro camino.
Que somos acompañados íntimamente por dios es algo que también sabíamos, pero que parece que elegimos olvidar. En su mutua presentación con ocasión de liberar a los esclavos israelitas de la cruel opresión egipcia, dios se presenta a Moisés como "Soy el que Soy" que pensado así en castellano del siglo XXI con todas los discursos filosóficos sobre el ser y todos los clichés del coaching ontológico, suena a una especie de trascendencia cuántica de conexión universal. Pero no. En el hebreo bíblico es más simple: Yo soy el que está contigo. Mi ser consiste en quedarme contigo. Vas a ver quién soy en cada momento en que te preguntes dónde estoy, porque estaré allí, justo donde estés tú. Una respuesta necesaria cuando lo que le acaba de pedir a Moisés es que acabe con la esclavitud. Celebrar que tenemos el espíritu, que nos habita el espíritu, que respiramos a cada instante el espíritu, no es otra cosa que recordar que nuestro dios es el que es. Que se queda con nosotros, que permanece, que nada lo hace irse, y que no hay reto ni desafío en el que no lo encontremos justo ahí, en donde estamos. Y también es recordar que nuestra vida tiene sentido cuando elegimos reparar algo de este mundo quebrado por la desigualdad y el odio.
Que somos la casa de dios, su cuerpo, su templo, su lugar, es el centro del mensaje de pentecostés. Que el infinito cabe en nuestros ciento y tantos centímetros, porque lo ha elegido así, y por tanto, que son nuestros hermanos y hermanas el única arca, la única tienda del encuentro en la que podemos entrar para hablar con él cara a cara. El verbo, que al inicio del evangelio de Juan puso su carpa en medio de las nuestras, al final del mismo evangelio hace de nuestras carpas la suya. Somos el encuentro, somos la shekinah. Negarlo es negar la encarnación, y declararnos ajenos y hasta adversarios del mensaje de Jesús. De ahí que la fiesta del espíritu es una celebración de los creyentes de a pie, de los que se sientan en las últimas bancas, de aquellos a los que les incomodan tantos procedimientos y tantas condiciones para acercarse a dios, y los que sospechan de tanta estructura, tanto cargo y tanto título de aparente cercanía con el misterio. Son los marginales los que estallan de alegría, los que ven su agobio inundado de paz, pues nunca más tendrán que hacer fila para recibir trozos de dios, lo llevan dentro, lo portan, y lo reconocen en los otros al verlos vivir.
Feliz Pentecostés, fiesta del dios que nos llena el pecho unas 21.600 veces al día.
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