No somos un asunto marginal dios nos toma en serio

A dios hay que tomarle, beberle, sentirle, palparle en serio.

Para tomarle en serio no hace falta tener todas las respuestas de los catecismos, pero sí quizá plantearse las preguntas que desafían esas respuestas.

en serio

dios nos toma en serio, no somos un asunto marginal en su agenda
, ni tenemos un diminuto espacio entre sus preocupaciones. No sé exactamente cómo lo hace y con frecuencia me lo pregunto, pero cada una de las ocho mil millones de personas que habitan el planeta le resultan urgentes y prioritarias. ¿Por qué lo creo? La razón bíblica sería que la historia no está tejida desde la indiferencia o la apatía, sino desde la absoluta compasión de un amor cercano y personal al que le resulta imposible seguir de largo ante el sufrimiento, la carencia o la vulnerabilidad, y encuentra fascinante hacer brotar exponencialmente el fruto de cada pequeño talento y cada posible sueño que pueda hacer del mundo el cielo.

La razón histórica sería que si el egoísmo, el rencor y la mentira no se han devorado entero este mundo es porque, con todo y su escándalo, su poder es limitado y caduco, mientras que la bondad, el consuelo, el perdón o la autenticidad hacen que todo sea posible, porque son capaces de vencer la destrucción. Basta con mirar el milagro cotidiano de quienes sobreviven a diario entre la asfixia y mantienen genuina la sonrisa. Las vidas reales siempre van a desafiar las estadísticas.

dios nos toma en serio. No nos trata con la simpleza y la facilidad de los clichés, de las frases mágicas que lo resuelven todo, como lo pretenden ciertos sectores de la iglesia que en eso han convertido su palabra; mucho menos con la sospecha de nuestra ignorancia que tienen las predicaciones asustadizas que en todo ven planes macabros seguidos por mentes débiles.No nos menosprecia, no nos subestima, no nos considera incapaces de tomar la vida en nuestras propias manos, no nos reduce a la tontería esa de un pulso suyo con satanás.

Para dios somos vitales, somos cruciales en su pensamiento, en su sentimiento, en su intención. Palabras que pueden sonar demasiado humanas para hablar de dios a aquellos sistemas ideológicos que se hacen pasar por doctrina y que nos ofrecen una trinidad aristotélica a cambio de sumisión y obediencia; pero palabras que no son para nada ajenas al Yahveh de la revelación, el de quienes atraviesan su desierto con maná y fuego, sin latinismos ni anatemas, el de toda persona que decide conquistar una libertad que ningún poder - ni el eclesial - está dispuesto a reconocerle. Y por ser eso que somos para dios, nos toma en serio, se compromete e involucra con nuestra vida abrazándonos en cada aliento, y sosteniendo nuestras fuerzas paso a paso en los caminos que vamos trazando con cada gesto, con cada decisión.

Por eso a dios hay que tomarle en serio, y al hacerlo, la fe se vuelve un asunto que nos atraviesa desde las entrañas hasta cada palabra, cada contacto, cada acción, cada lugar. Pero no se trata de que sea un ‘asunto importante’ de esos que generan preocupación, hacen arrugar las cejas, logrando que la religión se vuelva una constante presión interna por resolver cosas y solucionar problemas, no. La seriedad del lugar de dios en nuestra vida es la del aire en nuestros pulmones, así de natural, así de instantáneo, y así de impostergable. Es la del paso del alimento por el paladar, tan espontáneo, tan deseado, tan reparador de nuestras fuerzas, tan imprescindible. La seriedad de la confianza en dios es la del eco de las voces que han dejado adentro de nosotros quienes nos han amado, por ser una casa que siempre habitamos sin importar dónde estemos, por ser tan relevante para hacernos quienes somos, por estar presente de un modo ineludible y siempre anhelado.

A dios hay que tomarle, beberle, sentirle, palparle en serio. Es un asunto de cultivar una mística de la complicidad, una espiritualidad de la reciprocidad, que nos lance a existir desde su compañía, no a argumentar desde las frases sueltas de su palabra; que nos proponga otras maneras de tocar y transformar la realidad, no las viejas maneras de etiquetarla desde el prejuicio religioso; que nos acerque a seres humanos que no se parecen a nosotros, retando así nuestra empatía y nuestra alteridad, ensanchando nuestra capacidad de amar y hacernos prójimos, sin alejarnos de quienes no concuerdan con nuestras estrechas posturas o, peor aún, con nuestras aún más estrechas redacciones teológicas de nuestras estrechas posturas; que nos haga entusiasmarnos con las posibilidades de nuestro talento, de nuestro cuerpo, de nuestra inteligencia, de lo que sentimos, y no dudar de todo y contenerlo todo como si por dentro tuviéramos una fuente de destrucción masiva y no el espíritu que todo lo hizo bien y todo lo hace nuevo.

Para tomarle en serio no hace falta tener todas las respuestas de los catecismos, pero sí quizá plantearse las preguntas que desafían esas respuestas. No hace falta mantener una estricta vigilancia sobre todos y cada uno de los comportamientos con los que podemos cruzar la línea trazada por las autoridades religiosas, pero sí quizá una sensata sospecha sobre las razones por las que hay quienes necesitan la autoridad y la vigilancia para sentirse creyentes. No hace falta en absoluto enfrascarse en estériles y prepotentes discusiones acerca de las afirmaciones y procedimientos religiosos que solo sirven para definir los minutos que alguien pasa en un templo, pero sí ir al fondo del propio corazón - que es tierra buena - para asegurarse de que la semilla de la bondad no crezca sin raíces ni la alegría sea presa de los pájaros del camino. No hace falta, en fin, un solo sacrificio, ni una sola mortificación, ni una sola ascética, ni un ayuno, propuestos desde la idea de un dios que no nos toma en serio, que pide cosas solo para ver si somos capaces de hacerlas, como si estuviera midiendo aleatoriamente nuestra docilidad, pero sí hacer de la vida entera una primicia puesta en las manos de quien necesite el fruto que tenemos para dar. Porque para tomar en serio a dios hay que dar fruto.

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