Porque su vida hizo posible que dios se hiciera presente allí en donde le encontramos. No podemos fallarles
Todas las cosas que esperamos de dios ya están presentes en aquellos que son su imagen y su semejanza.
Y es que, como todos los regalos de dios, la posibilidad de encontrar un asidero en las tormentas de la vida, de construir una columna firme desde la cual edificar el resto de la vida, de creer sin agotar todas las preguntas, de confiar sin completar nunca las certezas; nos llega de la manos de personas como nosotros, de seres humanos que se atrevieron antes. Nada en esta vida nos llega por fuera de la vida misma, ella es todo el milagro, y toda la esperanza. Y nada hace dios con sus hijos, que no haga a través de sus hijos. Todas las cosas que esperamos de dios ya están presentes en aquellos que son su imagen y su semejanza.
Pero esa fe no es un cúmulo de normas morales, ni mucho menos un conjunto de prácticas rituales. La fe es algo infinitamente mayor que todos los dogmas juntos – se puede dar la vida por una idea, pero no por la infalible redacción intelectual de lo que es apenas un efímero vistazo al infinito – y supera con ironía todas las poses ficticias de una estructura de honores y privilegios. La fe es una fuerza, una vitalidad, lo que sucede en ese instante en el que encontramos una gota más de aliento para no desfallecer ni rendirnos, porque confiamos en que todo esto (los días, las noches, las galaxias, los topos, el algodón y las hojas de papel rayadas) está preñado de bondad, ha sido fecundado con la felicidad misma, no sólo con el anhelo de que exista.
Por eso no podemos fallarles. Ni a la Magdalena, ni a la magnífica muchacha de Nazaret que supo que ya no se trataba de rituales ni procedimientos, sino de hacer lo que dice su hijo (Jn 2); ni a Kefa, al que le arrebataron la vida por contar que Jesús la había ganado para todos sin distinción. Ni a todos los hombres y mujeres que en tantos siglos han creído que ni la muerte, ni el fracaso, ni la desolación tienen la última palabra sobre nosotros.
No podemos fallarles a los que, tan cerca de nosotros, han entregado años enteros de admirable resistencia a una institución recia y rancia que les dio la espalda dolorosamente; porque se atrevieron recordarles a jerarcas, santidades, excelencias y eminencias, que sus privilegios, sus exóticos ropajes, sus inentendibles declaraciones, y sobre todo su imperturbable soberbia no tienen nada que ver con el mensaje de Jesús, ni con su buena noticia, y que si un día llegaban a interesarse por encontrarlo en realidad, tenían que tomar el camino de los pobres y de los excluidos que muchos de ellos habían ayudado a despojar, con su hipocresía y su complicidad con el poder y la codicia del mundo.
No podemos fallarles porque su vida, su voz, su búsqueda y esa generosidad con la que han compartido sus hallazgos, hizo posible que dios se hiciera presente allí en donde le encontramos. Entonces se hace preciso que tomemos esa herencia y la hagamos nuestra, y que pasada por nuestra propia reflexión y experiencia se convierta también en voz, búsqueda, y hallazgo propios. En nuestra vida compartida. Es hora de que sepan que lo suyo no fue en vano y que otros que veníamos detrás vamos a honrar la fe que nos hicieron posible.
Hoy su tarea es nuestra. El mundo al que gritaron los más recientes profetas ha dejado de existir. De aquellos convulsionados años 60 a los que intentó abrir puertas y ventanas la iglesia no queda mucho, ni tampoco del mundo al que escribieron o cantaron los grandes referentes de la teología, la espiritualidad o la evangelización de finales del siglo XX. Y esta iglesia de hoy, si quiere ponerse de veras en salida necesita también darle forma y fuerza a su propuesta, a su anuncio, para que ese milagro de paz y de esperanza que es la fe, pueda llegar a quienes lo necesitan y lo anhelan tanto. Aunque lo intenta a diario el Papa Francisco, difícilmente esto vendrá de Roma. Surgirá, como siempre que Yahveh se hace presente, desde los marginales, desde las periferias, a las que sabiamente no deja de enviarnos nuestro actual pontífice.
Entonces, que sepan los que se asfixian con la monotonía de los fundamentalismos, que no están equivocados, que nunca ha sido la fe un asunto de quedarse quietos y aceptar imposiciones religiosas en silencio, que ha llegado su hora de tomar los micrófonos, de alzar la voz, de llenarse de valor y proponer lo nuevo, de contar de otra manera la historia, de desafiar con sus preguntas los límites de las doctrinas que se presentan como definitivas, de cruzar las estrechas fronteras de los ritos para hacer presente a dios allí en donde se le necesita, de negarse a repetir viejas canciones con voces nuevas, de lanzarse al infinito de la oración sin moldes, esquemas o fórmulas añejas. Que confíen en que tal vez nos equivoquemos en algún intento, pero es fiel el dios que nos pide echar el vino nuevo en pellejos nuevos. Así que no se van a romper.
Que quienes lleven por dentro una honda insatisfacción hacia esta vieja estructura que hemos confundido con la iglesia – y que también hemos ayudado a construir con nuestra sumisión – les pierdan el miedo a los fundamentalistas de oficio (haters es su nombre verdadero) y a sus comentarios, y mejor pongan la mirada en los que cada día están suspirando al cielo con hambre de pan y sed de justicia. Que se junten, porque pueden tener la certeza de que muy cerca hay otros que también piensan que ya está bueno de ser una religión que solo se habla a sí misma, y se habla para regañarse. Que se encuentren, que se arriesguen, que escriban, hagan canciones, armen proyectos, y hagan a dios respuesta, en esos lugares en los que se hace necesaria la libertad que él siempre trae y siempre provoca. Y si pierden su lugar dentro de las 99, que sea porque salieron a buscar a la que está fuera, pues ningún prestigio dentro de la religión se compara con la dicha de encontrarse último entre los últimos, entre los de afuera, los que nos precederán en la fiesta infinita de dios.
No podemos fallarles, porque no va a fallarnos quien nos llama.