Una boda en Caná de Galilea
Segunda etapa de nuestro viaje a Tierra Santa. Día del Carmen en el Carmelo, orando en el Stella Maris. Visitando Nazareth, celebrando la Eucaristía en el lugar donde José, María y Jesús hicieron suyo, y también un poco nuestro, el milagro de la vida en familia. De quererse y darse los unos por los otros. La basílica de la Anunciación, varios metros por encima del lugar en el que, según la tradición, el arcángel San Gabriel se apareció a María, nos recibe con un calor asfixiante. Atrás han quedado las playas de Tel Aviv y las ruinas romanas, el conocerse y reconocerse como compañeros de camino.
El templo es exagerado, con decenas de imágenes de advocaciones marianas de todo el mundo. Especialmente significativas las vírgenes china o tailandesa. Emotivas las de la Candelaria, Montserrat, Guadalupe o el Pilar. Un abrumador silencio sostiene la cripta donde se situó la casa de María de Nazaret, el pueblo que apenas había aparecido en el Antiguo Testamento y que, gracias al "Sí" de la joven galilea, entró en la Historia.
Y es que todo empezó aquí. ¡Aquí! Bajo el mismo sol, probablemente con la misma emoción con la que celebramos la Eucaristía. Una oración, una consagración compartida, recordando a los primeros educadores de Jesús, sus padres, desde los ojos y el corazón de los educadores cristianos españoles. Todo comenzó en aquellos muros donde varios jóvenes, ajenos al ruido, las fotos y las prisas de los turistas, se detienen a orar de rodillas, seguramente a pedir a Dios la misma confianza que tuvo María, y rogando al Señor que, una vez dicho "Sí", el ángel no desaparezca y la deje sola. Que no haya repudios ni tantas dificultades. Y es que María tuvo que sufrir mucho, como tantas mujers a lo largo de la Historia de la Salvación. Tan poco reconocidas y tan necesarias, como seguidoras de Jesús, en la construcción del Reino. Sin ninguna excepción. Ni en las responsabilidades pastorales, ni en las sacramentales.
Cuesta ponerse en el papel de María de Nazaret, en aquella joven del siglo I en el actual Israel dividido y desangrado por una guerra de poder y de un falso uso del nombre de Dios, Yahvé, Alá... Cuesta diferenciar el lujo y las poses del sentido íntimo de la fe, tan difícil de compartir, y tan necesario como el amor que nos une y nos derrama.
El mismo que Joaquín y Victoria, entre risas y lágrimas, quisieron compartir con nosotros. No esperaban, ninguno lo esperábamos, que la ceremonia resultara tan sentida, tan emocionante, tan familiar. Dieciséis completos desconocidos que, dos días después, brindaban con el agua convertida en vino, pues otro milagro, el del amor, seguía haciéndose realidad, día a día, 26 años les contemplan, en sus promesas de fidelidad en las alegrías y en las penas, en la salud y en la enfermedad, todos los días de su vida.
Después, viaje y descanso junto al Tiberíades, allá donde Cristo multiplicó los panes y los peces, el mismo lago que atravesó junto a sus discípulos para subir al Monte de las Bienaventuranzas, el lugar en el que la próxima noche oraremos.
Y es que, más allá del innegable -¿necesario?- atractivo turístico de los Santos Lugares, a poco que tratemos de escuchar el silencio, podemos aspirar el aroma de la fe que movió a María, y también a José, y a Bartolomé, Juan, Pedro, Santiago, y años después a Pablo, y a Lucas, y a Elena, y a tantos millones de hombres y mujeres, todos iguales, todos diferentes, todos y cada uno de ellos con talentos que mostrar, y que invertir, para hacer realidad el sueño del hombre que pisó la misma arena que ahora invade nuestros pasos. Jesús el Nazareno, el hombre que hacía milagros, que convirtió el agua en vino para que los nvios no tuviera que preocuparse de más. Para que el Amor fuera más que suficiente.
Para que más allá de judíos y gentiles, de cristianos, palestinos, israelíes o simples visitantes, el Espíritu de los inicios, de esa Fe que se hizo vida de ese Dios que se hizo hombre para que los hombres y las mujeres se hicieran un poco más de Dios, sea cada vez más posible. Para que siga siendo todavía. Como cantábamos en la renovación de las promesas del Matrimonio de Joaquín y Victoria, "yo puse mi esfuerzo, yo puse mi afán"... y entonces sí, "tú pusiste, Señor, lo demás".