085. El reino de Dios (1): la divinidad patrona.
El cristianismo ofreció al Imperio una idea nueva y, por lo menos, curiosa: un nuevo reino cuyo director no era el Emperador sino la Divinidad suprema. También lo ofrecía el judaísmo, con consecuencias bastante trágicas, por cierto. Quizá sea oportuno registrar las ideas que sobre el concepto de reino divino aparecieron tanto en el judaísmo como en el cristianismo.
| Eugenio Gómez Segura
La noción de Reino de Dios parte del judaísmo ya constituido, es decir, surge de la derrota de Judá a manos babilonias y el destierro de buena parte de la cúspide cultural, política, económica y religiosa del país hacia zonas del imperio triunfador que estaban medio abandonadas y necesitaban, por tanto, nueva población que las reactivara.
La aspiración a volver a tener un nuevo reino parece estar detrás del concepto, un reino que, basado en la tradición del dios patrono, habría de estar entregado a esa divinidad patrona. Esta idea del “dios patrono” estuvo tan presente en el mundo antiguo que resulta chocante la poca atención que ha recibido en los tratados de divulgación que se refieren al judaísmo y el cristianismo.
Es algo parecido a lo que, en la Primera Guerra Mundial, pudo ocurrir cuando todas la naciones entregadas a la lucha suplicaron a la divinidad que les prestara la ayuda necesaria para ganar esa guerra: la Francia que podía creer mayoritariamente en la fe católica, la Gran Bretaña mayoritariamente protestante, la Alemania que mezclaba ambas corrientes, la Rusia ortodoxa, Turquía a Alá, cada país implicado en esa guerra (repito) rezaba y rogaba a ¿la misma divinidad? Es importante saber que todas esas naciones y soldados, familias, etc. se apoyaban mentalmente en la imprescindible ayuda divina para superar el entuerto de la guerra.
Este ejemplo moderno (hay otros muy vigentes, como “In God we trust” de los dólares americanos o las naciones de fuerte carácter religioso de este mismo siglo XXI) creo que servirá para que los lectores se acerquen a la idea antigua, de la que derivan en última instancia estos casos.
La realidad antigua era bien tozuda: los diversos países que existían en la cuenca oriental del Mediterráneo y Mesopotamia bebían de esta idea: la divinidad protegía a su nación de otras naciones. Aunque no sólo la divinidad, más bien las divinidades. El culto debido a las mismas debía conseguir algo sencillo y básico tanto para la clase gobernante como para el pueblo llano: que el país fuera próspero (de ahí en las monedas imperiales romanas la presencia habitual de los términos FELIX o FELICITAS, en realidad prosperidad, abundancia de alimentos). Muchas de las oraciones que conservamos de todos estos pueblos revelan la dramática dependencia del curso de las estaciones, las lluvias, etc. para las cosechas, es decir, para el único modo de vida próspero. Pues sólo los estados poderosos eran los que alcanzaban el grado de poder que les permitiera recibir los alimentos del extranjero, como ocurría, por ejemplo, en Atenas, según la elogió Pericles hacia el año 430 a. C.:
“Por su importancia, en nuestra ciudad entra cualquier mercancía desde cualquier punto de la tierra, y se da el caso de que los productos originado aquí no los disfrutamos como más propios que los que proceden del resto de la humanidad” (trad. de Francisco Romero Cruz).
Esta prosperidad “divina” en la mayoría de los casos y atribuciones, dependía de un poder militar obvio. Por eso Roma llevaba a sus legiones encabezadas por el águila que simbolizaba a Júpiter, y por eso Júpiter debía ser adorado por todas las naciones conquistadas: caso de no hacerlo alguna, la divinidad podía ofenderse con Roma porque el poder que el dios le otorgaba no era reconocido.
Aunque no es sólo eso lo que ocurría en la antigüedad. La piedad particular se entremezclaba con esta piedad nacional de una manera muy importante. Un ejemplo previo podría ser la veneración que en las diversas naciones católicas existe no sólo por Dios, Jesús, el espíritu Santo. Las diversas advocaciones marianas y la ingente plétora del santoral también son parte de la pìedad que hay que estudiar. Más de una guerra ha surgido en Europa por creer en una definición u otra de Jesús o por aceptar o no dogmas concretos. Pedir a un santo determinado un favor y no pedírselo a otro puede ser cuestión de tradición familiar o local (sin ir más lejos las festividades patronales de las distintas poblaciones católicas) e incluso el nombrar a la prole puede derivar de la advocación mariana o del santoral particular. Nosotros sabemos que la piedad reviste esta peculiaridad, pero no reparamos en su cualidad, es decir, en cuál es la advocación, qué determina que una u otra sea la elegida.
Eso mismo ocurría en el mundo de nuestros antepasados del Mediterráneo oriental y Mesopotamia. La divinidad que una familia, una persona, un clan, una nación tuviera como protectora por encima del resto de las integrantes del olimpo divino existente en cada pueblo recibía la piedad más destacada; de ella se suponía conseguir los bienes más preciados.
Pero no queda ahí el asunto, pues llegar al poder también dependería de esa divinidad determinada. El caso es claro Mesopotamia, conjunto de pueblos que, a lo largo de tres milenios, vivieron entre los ríos Tigris y Éufrates. Cuando los sumerios, acadios, asirios, babilonios, casitas, etc., alcanzaban el poder sobre los restantes pueblos de la enorme zona, aupaban a lo más alto de las divinidades a las protectoras, es decir, a las patronas. Los dos casos más fáciles de reconocer por su influencia en la literatura del Antiguo Testamento son el del dios Assur, que daba nombre a los asirios, y el de Marduk, divinidad suprema de los babilonios. Cuando ambos pueblos llegaron de nuevo al poder en el primer milenio antes de nuestra era, glorificaron a sus máximos dioses por encima del resto (los de los países conquistados). Incluso tenemos noticias de que los santuarios no cambiaban salvo en la colocación de nuevas estatuas y desplazamiento a lugares más modestos de las antiguas para así rendir el culto debido al dios que había respaldado la subida al poder de dicho pueblo (o clan o persona).
El politeísmo existente en Israel y Judá antes de sus respectivas conquistas por parte de asirios y babilonios se había decantado casi con toda seguridad por una primacía de Yahvé; cuando Yahvé resultó ser el dios distintivo de los deportados a Babilonia, no el sol, una diosa de la tierra o u otra de los astros (véase Jeremías 44), ese dios hubo de ser aquél que hiciera retornar al pueblo a su reino, al reino de su única divinidad distintiva, Yahvé.