086. El reino de Dios (2): el rey.
La expresión reino de Dios es sumamente confusa: o el rey es la divinidad conocida como Dios, o es un reino que pertenece a Dios pero tiene un rey. El judaísmo tenía claros esos conceptos.
| Eugenio Gómez Segura
Asurbanipal recibe el “besapiés” de elamitas vencidos. Palacio de Asurbanipal, Nínive (s. VII a. C.).
Para el judaísmo siempre hubo unos reinos (Israel y Judá, y el por ahora dudoso reino unificado anterior a ambos) que eran la heredad de Yahvé. Eran sus reinos. Pero hay que entender que eran sus reinos porque eran reinos que teóricamente tenían a Yahvé como dios patrono (la arqueología combinada con los textos tiene mucho que decir sobre ese tema y no todo concorde con los textos). Es decir, los reinos de Yahvé eran las instituciones políticas que se guiaban por Yahvé principalmente. Pero ese escenario es la reconstrucción tardía de las historias y leyendas de dos reinos del área cananea sur que, en un momento concreto de su historia, tuvieron a Yahvé como divinidad patrona, no exclusiva pero sí patrona.
Puesto que eran reinos, tenían rey. Y, puesto que eran yahvistas (digámoslo así), la presencia de Yahvé hubo de ser definitoria. El papel del rey era múltiple en estas sociedades. Por una parte, era el representante del pueblo entero ante las divinidades. No sólo eso, era el mediador entre las divinidades y el pueblo, especialmente entre la divinidad patrona y éste. Su elección como rey debía estar sancionada religiosamente, y así se hacía en consonancia con la más antigua tradición de la zona: el ritual consistía en una unción con aceite, líquido vivificante y manifestación del poder regenerador de la naturaleza (sujeta al designio de las divinidades).
El ritual, tal como detalla Othmar Keel en su obra La iconografía del Antiguo Oriente y el Antiguo Testamento (publicado por Trotta) se parece al de los faraones. Tal como se bañaba en la fuente Guijón al rey judío (1 Re 1, 38), al faraón se le purificaba con el agua de la vida; al mismo tiempo el nombre (como en Egipto) era característica de la proclamación (2 Sam 7, 11). Como en Egipto, una corona sancionaba la posición del rey como elegido entre todos (Sal 5, 13), y un cetro confirmaba su poder (Sal 110, 2). Además, un documento confirmaba la proclamación: al parecer David, igual que los faraones, se coronó con cinco nombres: David (1) hijo de Jesé (2) el hombre al que Elión ha elegido (3) el ungido del dios de Jacob (4) el amado del Grande de Israel (5), títulos que confirman tanto su genealogía como el respaldo recibido por parte del dios patrono.
La relación entre divinidad(es) y rey se desarrolla mediante otros medios físicos: la residencia del rey y el templo principal de la ciudad solían estar juntos, de ahí una frase tan común como “sentarse a la derecha de...” o “sentarse frente a...”, que aparecen tanto en Mesopotamia como en Egipto y, naturalmente, Palestina y Canaán.
El poder del rey era el poder de la divinidad suma, como demuestra Sal 2 10-11: “Ahora, pues, ¡oh reyes! Sed sensatos: dejaos aleccionar, ¡oh reyes de la tierra! Servid a Yahvé con temor: con temblor besadle los pies”. Así reza este salmo que canta la coronación del monarca. Y así se puede observar en una imagen asiria que representa al rey con atavío militar y a vasallos que se arrodillan ante él, uno de ellos besando sus pies. Rey y dios podían incluso ser intercambiados en ocasiones.
El rey, una vez coronado, era el vicario del dios, su representante, y debía reconocimiento a su ayuda. Así, en la estela del s. IX hallada en Tel Dan, al norte del actual Israel, el rey arameo Hazael (nombre de terminación idéntica a Israel, Ismael, Rafael, etc.) agradece a su dios patrono Hadad (dios de la tormenta como Yahvé) el haber recuperado los territorios que su padre, el antiguo rey, había perdido.
Pero el rey también era un baluarte religioso. En todo Oriente antiguo y Egipto la realeza estaba asociada a la construcción, reparación, rehabilitación de templos y cultos. Los más antiguos datos de Mesopotamia avalan la relación religiosa entre divinidades y reyes, al punto de ser abundantísimas las imágenes recuperadas en las excavaciones que muestran a reyes llevando serones o herramienta de albañilería para construir un templo. No es de extrañar, por tanto, que el rey fuera el defensor de su divinidad patrona. Así lo muestra el famoso pasaje en que los sacerdotes de Baal se enfrentan a Elías, profeta de Yahvé, en el monte Carmelo (1 Re 2, 17-46). La primacía del segundo sobre los inútiles profetas falsarios sería una simple afirmación de protección por parte del dios y de respeto debido por parte del rey.
Así pues, si un reino concreto viviera una mala época y su poderío, territorio, dioses, se vieran mermados, relegados, arrasados, la figura de un rey sería la que, en pura lógica antigua, debería rehabilitar el antiguo estado de cosas: el ansiado reino. No es otra la manera en que hay que entender el texto de la estela de Tel dan y el pasaje de Elías. Y de la misma forma hay que entender la asociación entre Salomón y la construcción del templo y el hallazgo de la segunda Ley (Deutro-nomio) por parte de Josías cuando realizaba obras en el mismo edificio. Se trata de claves culturales nada dudosas que encajan tanto con los repertorios de inscripciones como de imágenes de todo el Oriente y Egipto, las civilizaciones que moldearon a los reinos de Israel y Judá.
Así pues, cuando volvieron de Babilonia a Judá los judaítas que allí habían vivido centrados en su único dios diferencial, Yahvé, no pudieron desear otra cosa que un rey que restableciera el reino de Yahvé, el reino que reverenciaba a esta divinidad por encima de cualquier otra. Un reino que, por lógica, debía tener un rey con tintes políticos y religiosos, un rey ungido con aceite (mesías) y proclamado con los nombres correspondientes a su linaje davídico (hijo de David). Y esa aspiración se mantuvo durante los años en que no reinó un rey judío en Judea.
Saludos cordiales.