Teología de J. Ortega y Gasset. Evolución del Cristianismo
La vida como libertad en Ortega
Ortega centra su reflexión sobre el tema en la condición del hombre y considera la libertad como un valor inherente a la vida humana. Si bien es cierto que presenta esta vida del hombre como una realidad extraña, es, no obstante, la realidad radical, porque a ella hay que referir todas las otras realidades. Es extraña, porque, a diferencia de todos los entes del univero, al hombre no se le ha dado hecha su vida.
Por ejemplo, a la piedra; o al astro, que va como un niño en su cuna por el carril de su órbita, se les ha marcado una vida fija. El hombre, en cambio, para poder vivir tiene que hacerse su propia vida en todo momento. Para el hombre la vida es un quehacer y un problema (Historia como sistema VI, 13 y 32ss).
Ya los griegos, particularmente Aristóteles, consideraban el bíos como "la unidad de la actividad vital humana; es la enérgeia, la actualidad del viviente humano en su actividad", una actividad unitaria y fundamental determinada por unas actitudes o éthos que subyacen en ella.
Hoy la vida humana es muy compleja por las dificultades que ha acarreado la masificación de los pueblos y también, paradógicamente, por las muchas posibilidades que ofrece. Es decir, en esta situación la complejidad es mayor, porque no se nos impone una sola trayectoria, sino varias que nos obligan a elegir. Consecuentemente vivir es sentirse fatalmente forzado a ejercitar la libertad, a decidir lo que vamos a ser en este mundo. Ni un solo instante se deja descansar a nuestra actividad de decisión" (La rebelión de las masas IV, 170-171.
La tesis de Ortega es que no hay ninguna libertad que las circunstancias no puedan hacer un día materialmente imposible, pero la ausencia de libertad por causas materiales no hace que nos sintamos coartados en nuestra libre condición. Y viceversa: algunas circunstancias de la vida del hombre que hasta ahora le han impedido ser libre, pueden entrar en la zona de liberación cuando estas cambien (HS VI 76). Observa que la libertad europea y la romana se presentan con un parecido familiar, pero con algunas facciones diferentes.
La libertad europea se ha caracterizado por poner límites al poder público e impedir que invada en su totalidad la esfera individual de las personas. La libertad romana, en cambio, ha preferido asegurar que no mande una persona individual, sino la ley hecha en común por los ciudadanos. Esto eran para Cicerón las instituciones republicanas tradicionales de Roma y el vivir dentro de ellas lo consideraba libertad.
Como a nosotros esto no nos parecería suficiente para sentirnos políticamente libres, hemos de adoptar una de estas actitudes: o declarar que no hay más vida política libre que la preferida por nosotros o reconocer que vida como libertad, políticamente hablando, es aquella que los hombres viven dentro de las instituciones que ellos han elegido. En tal caso, nuestra antigua libertad liberal sería libertad, no porque fuera liberal, sino por ser la preferida por los occidentales (Vida como libertad y vida como adaptación VI, 83-85).
Ortega reprocha al liberalismo miope que se creía el descubridor y realizador único de la libertad, el haber canjeado la gran idea de la vida como libertad por unas cuantas libertades. No obstante, observa en ese movimiento algunos ingredientes utópicos, como el deseo de respetar a las minorías, pero desatendió por completo las necesidades sociales. Este fue el vicio original del liberalismo: creer que la sociedad marcha por sí sola como un reloj.
Ahora pagamos, dice, el error de nuestros abuelos de entregarse gustosos a un liberalismo irresponsable, que no se inmutó ante el prodominio de las fuerzas y modos antisociales. Su lema fue el laisser faire, laisser passer de los ultraconservadores franceses. "Pensaba que frente a la sociedad lo único de que hay que ocuparse es de no ocuparse: a esto llamaba política liberal" (La utopía sociedad, Ibd., 71ss).
El liberalismo tal como lo presenta Ortega está más próximo al feudalismo de la Edad Media que al ágora y al foro. El señor feudal de los castillos no se veía afectado en nada por el Estado, al que apenas conocía. Tenía derechos desde su nacimiento o los conseguía con la espada. Los derechos los poseía por ser quien era y antes del reconocimiento por la autoridad. "Era el derecho adscrito a la persona, el privilegio". La vida pública era más bien vida privada. El Estado era algo secundario y se manifestaba como un cruce de relaciones interpersonales.
Este modo de proceder jurídicamente implicaba la inestabilidad del derecho. Hoy el que lo tiene se siente seguro. Entonces era lo inseguro por excelencia, lo que nadie da o confirma, sino que poseerlo y conservarlo es estarlo ganando a cada hora. Por eso el derecho señorial lleva en su raíz misma la guerra, al revés que el antiguo y moderno, que viene a ser sinónimo de paz.
La vida del castillo feudal se manifiesta evidentemente opuesta a la que llevamos hoy, por lo que las democracias antiguas de Grecia y Roma nos parecen más afines a nuestra vida pública actual. A pesar de todo, si ensayamos a ser ciudadanos por un día a la manera de Atenas, sentimos una extraña resistencia. El Estado antiguo griego o romano se apoderaba del hombre íntegramente sin dejarle un espacio para su uso particular.
Pero nosotros no aceptamos fácilmente la disolución total en el cuerpo colectivo de la Polis o Civitas. En esto se apoya el liberalismo para decir que las antiguas democracias eran poderes absolutos, más absolutos que los de cualquier monarca europeo de la época absolutista. Griegos y romanos desconocieron la inspiración del liberalismo. En estas mentes clásicas no cabe la idea de que el individuo pueda limitar el poder del Estado.
Fue una idea germánica la que realizó la construcción de los castillos. "Donde el germano no ha llegado, no ha prendido el liberalismo". El liberalismo dice que el poder público tiende a no reconocer límite alguno, independientemente de que esté en una sola mano o en las de todos. Considera un error creer que con la democracia esquivamos el absolutismo. Al contrario, no hay autocracia más feroz e irresponsable que la del demos (pueblo).En definitiva, el liberalismo se jacta de haber tenído el privilegio de traer al mundo con unos cuantos nobles godos, francos, borgoñones la libertad (Ideas de los castillos II, 421-425).
Evidentemente Ortega no comparte en absoluto esta opinión, al menos en lo que al continente europeo se refiere. Al contrario, él ha estudiado la Histoire de la Civilisatión de Guizot, el cual se ha sumergido en toda la cultura europea y puede demostrar "cómo la libertad y el pluralismo son dos cosas recíprocas y ambas constituyen la permanente entraña de Europa" (Prólogo para franceses IV, 122-123).
Mirando hacia atrás, Ortega dirá que el liberalismo individualista pertenece a la flora del siglo XVIII, que inspira, en parte, la legislación de la revolución francesa y muere con ella. Lo característico del siglo XIX ha sido el colectivismo y desde entonces no ha hecho más que crecer. Es una idea de origen francés que impulsan Saint-Simon, Ballanche y Comte.
En 1821 un médico de Lyon, M. Amard, habla de colectivisme frente a personalisme. Pero lo sorprendente para Ortega es que los teorizadores del liberalismo en esa centuria, Stuart Mill o Spencer, no basan su presunta defensa del individuo en demostrar que la libertad beneficia o interesa a éste, sino a la sociedad. Asimismo el individualismo de Spencer navega en la atmósfera colectivista de su sociología (La rebelión de las masas IV, 125-126).
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