Cristo Rey
Si ante los judíos se hubiese proclamado rey, no solo lo habrían absuelto sino que lo habrían reconocido como Mesías, tal como más de una vez habían intentado hacerlo. Si ante el tribunal romano se hubiese declarado Hijo de Dios, lo habrían absuelto por loco. Pero Jesús lo hizo todo al revés, se proclamó Hijo de Dios en el proceso judío y rey en el proceso político, y así ambos le condenaron a muerte.
El diálogo de Jesús ante Pilato según san Juan es de una gran riqueza doctrinal. Parece, a primera vista, que Jesús da una respuesta evasiva a la pregunta de si es el rey de los judíos: “¿Sale de ti, lo que me preguntas, o son otros los que te lo han dicho de mí?”. Pero es que la pregunta tenía un alcance muy distinto según de quien viniera.
En boca de los judíos, había que entenderla en el sentido religioso que tenían las profecías mesiánicas; en boca de Pilato, preguntaba por una soberanía política y militar, y en este sentido Jesús no era rey, y por esto precisa: “Mi realeza no es de este mundo”; si lo fuera, tendría un ejército que lo defendería. Ya en Getsemaní, cuando fue detenido, Jesús había dicho a Pedro, que trataba de defenderle con la espada: “¿Crees acaso que no podría yo pedir ayuda a mi Padre? Ahora mismo me enviaría más de doce legiones de ángeles”.
En cambio, en el sentido religioso sí que era rey. Por eso cuando Pilato insiste en preguntarle si es rey, Jesús responde que, en efecto, lo es, pero que su reino no es de este mundo y no consiste en conquistar pueblos por las armas e imponerles tributos, sino en dar testimonio de la verdad, y que sus súbditos no son tales por derecho de conquista, sino porque los que son de la verdad escuchan su voz. Su reino se extenderá por la fuerza de la verdad, no por la fuerza de legiones armadas. Jesús triunfa no matando sino muriendo, y sus apóstoles esparcen el evangelio por todo el mundo del mismo modo, dando testimonio de la verdad hasta la muerte.
Más de una vez ha caído la Iglesia (sobre todo en siglos pasados) en la tentación en entender el reino de Dios en aquella forma que Jesús rechazó expresamente ante Pilato y ha apelado a la fuerza de las armas para imponer el cristianismo. En tiempos más recientes, sin llegar a una contradicción tan flagrante, se ha caído en una tentación más sutil: confiar en el poder político y servirse del aparato del Estado y de sus recursos, en vez de poner la confianza en la fuerza del evangelio. El Vaticano II tuvo que recordar, tal como ya afirmaba la teología clásica, que la fe no puede ser auténtica si no es libre, y que por tanto no hay fe auténtica si no se respeta la libertad religiosa; no solo la nuestra, sino también la de los creyentes de otras religiones. El Papa Francisco, en Bolivia, pidió perdón por los crímenes de la conquista, aunque ésta fuera instrumento de la evangelización.
León XIII promulgó en 1882 la encíclica Cum multa tratando (sin éxito) de poner fin a las luchas entre los católicos españoles integristas y los liberales. Aquel Papa (el primero que afrontó valientemente el mundo contemporáneo salido de la Revolución francesa y repudió la secular alianza del trono y el altar) condenaba dos errores opuestos sobe el modo de entender la relación entre religión y política: el de los liberales, que las separaban totalmente, y el de los integristas, que las confundían. Dijo que así como hay que evitar el “impío error” de querer gobernar una nación sin tener en cuenta a Dios, “así también hay que huir de la equivocada opinión de los que mezclan y casi identifican la religión con un determinado partido político, hasta el punto de tener por separados del catolicismo a los que pertenecen a otro partido” (por eso los integristas llamaban “mestizos” a los católicos liberales).
Que el reino de Cristo no sea de este mundo no significa que no tenga nada que ver con él. Contra una espiritualidad desencarnada, el Magisterio de la Iglesia enseña que el cristianismo, además de transformar las personas, ha de redundar en la sociedad humana y en sus estructuras e instituciones. Tal es el sentido específico de la solemnidad de Cristo Rey, instituida por Pío XI (el Papa de la Acción Católica) en 1925.
Sin recaer en la tentación medieval de pretender un poder político directo o indirecto (las tres coronas de la tiara pontificia querían simbolizar su potestad espiritual directa sobre la Iglesia, la también directa sobre los estados pontificios y la indirecta sobre todos los reinos y estados), Pío XI proclamaba con esta fiesta que los cristianos no se han de encerrar en una concepción individualista y meramente espiritualista de la religión, sino que tienen el deber de contribuir a reformar la sociedad a fin de que se vuelva más justa, fraterna y solidaria, tal como ha explicado el Magisterio más reciente en encíclicas y otros documentos. Es lo que se ha llamado el “reinado social” de Cristo.
El magnífico prefacio de esta fiesta precisa muy bien a qué nivel se sitúa el Reino de Cristo: “Reino de verdad y de vida, Reino de santidad y de gracia, Reino de justicia, de amor y de paz”. He aquí los cuatro grandes valores que Juan XXIII, en su inmortal encíclica Pacem in terris, propuso a los cristianos, y también “a todos los hombres de buena voluntad”, como condición para alcanzar la verdadera paz: verdad, justicia, libertad y (sobre todo) amor.