La pascua de Jesús en la pascua del universo
| José Arregi
- Celebramos la pascua de Jesús, el profeta de Nazaret condenado y crucificado por su vida fraterna y arriesgada, su vida libre y liberadora, su vida pascual. Celebramos la pascua de Jesús porque reconocemos que su vida solidaria y su muerte violenta fueron pascua, paso liberador de la vida a la Vida para sí mismo y para la entera comunidad de los vivientes.
- Pero no podemos celebrar la pascua de Jesús sino en el horizonte abierto de la pascua universal: la pascua de todos y todas las profetas, de todos y todas las mártires, de todos y todas las vivientes. No conocemos aún –y los vivientes de hoy moriremos sin conocer– más que un fragmento infinitesimal del universo en lo infinitamente grande y lo infinitamente pequeño, pero podemos decir –con asombro y admiración– que todo lo que conocemos es en permanente pascua: en paso, en movimiento, en transformación sin fin.
- Así es la vida, este fenómeno prodigioso surgido de la física y de la química, de eso que llamamos “materia”, que mejor podríamos llamar misteriosa “matriz” cargada de inagotable potencialidad y creatividad sin fin, eterna matriz “animada” en incesante y universal dinamismo, relación, transformación. No existe una “materia inanimada” ni existe un “espíritu” o “alma” que pueda subsistir sin “materia”, sin alguna forma corporal, aunque sea invisible a nuestros ojos.
- Cada forma –un átomo, una molécula o un cristal; una hierba, un pájaro, un perro, un ser humano– es única y es mortal. La transformación conlleva la “muerte” de unas formas y la emergencia de otras nuevas. La “muerte” de una forma es la disgregación de sus elementos “materiales”, condición necesaria para el nacimiento de una nueva forma a partir de la misma “materia”, que ni se crea ni desaparece. Lo vemos en especial en las formas que llamamos “organismos vivientes”. La vida es así una infinita red en comunión de vida y de muerte. Vivimos de organismos vivos que comemos. En último término, la vida y la muerte consisten en comer para vivir y en darse a comer para hacer vivir: “Tomad, comed: esto es mi cuerpo”. El organismo que muere deja disponibles, “ofrece” sus células, moléculas, átomos, partículas, su energía…, para que nazca otro viviente. El universo es en el fondo una infinita comunión de vida en pascua permanente, una comunión de vida a través de la muerte. Cada muerte es un gesto de donación.
- ¿Y qué pasa con estas formas que somos y que, al morir, ofrecemos cuanto hemos vivido, cuanto somos y tenemos, y todos nuestros átomos y partículas y nuestra energía o aliento vital, para que otros vivan? ¿Desaparece sin más para siempre la forma –o el “yo” individual, único y pasajero– al desagregarse todos los elementos “materiales” que la configuran? No sabemos qué decir, ni es esencial que lo sepamos. Aun en el caso de que nuestro “yo” individual –esta “forma material sintiente y consciente que se recuerda a sí misma– se disipara y aniquilara, no por ello perderíamos el valor y la gracia de haber sido, de haber vivido y de habernos dado –en la vida y en la muerte– para que otros vivan.
- Nada sabemos del futuro de nuestro futuro tras el paso de la muerte, pero podemos preguntarnos: ¿No será este universo o multiverso infinito y eterno –hecho de “materia”, energía, información, potencialidad sin fin– como una infinita memoria o un corazón palpitante que alberga la información, el “recuerdo” vivo, vivificador, pascual, de todas las formas que han sido? En cualquier caso, es bueno que recordemos –con pena y gratitud– a las muertas y a los muertos que nos hicieron vivir o que hicieron mejor nuestra vida. Recordarlos/as es una forma de reconocer que viven y de hacer que vivan. Y de transformar nuestra vida y la vida de la comunidad de los vivientes.
- Así recordaron a Jesús crucificado las discípulas y discípulos que le habían seguido. No lo habían seguido porque fuera la única encarnación plena del Hijo único de Dios, de “la misma naturaleza” que el Padre, una “persona divina en dos naturalezas”. Lo habían seguido porque sentían que la vida profética de Jesús les transformaba la vida; sus parábolas, sus bienaventuranzas, su projimidad sanadora, su comensalía abierta, su libertad arriesgada, el Jubileo de la liberación que Jesús anunciaba y encarnaba, les convencieron profundamente, vitalmente, encarnadamente, que otro mundo en este mundo es necesario y posible. Cuando el Sanedrín judío y todo el aparato religioso le condenaron, cuando Pilato y todo el poder imperial lo crucificaron en la víspera de la Pascua judía, todas las esperanzas de sus discípulos y discípulas se vieron sacudidas, pero la llama encendida no se apagó, ni su amor de Jesús murió. Lloraron su muerte, hicieron duelo. Las lágrimas limpiaron su mirada, fortalecieron su ánimo, reavivaron su memoria. Lo recordaron de nuevo, lo reconocieron viviente, celebraron la Pascua. No lo reconocieron viviente porque hubieran encontrado su sepulcro milagrosamente vacío ni porque hubieran sido testigos de apariciones milagrosas, sino porque miraron más a fondo, sanaron la memoria, ensancharon el corazón.
- La pascua de Jesús es inseparable de la pascua universal. La pascua de la primera luna llena de primavera que tantas culturas han celebrado desde milenios antes de nuestra era cristiana. La pascua de los agricultores y pastores del Neolítico, que vivían al compás de novilunios y plenilunios, solsticios y equinoccios, al ritmo de la madre tierra y del cosmos sin medida, que en la luz del sol y de la luna vislumbraban de noche el irresistible poder de la vida. La pascua del universo que en su memoria o corazón infinito tal vez guarda vivo el “recuerdo” vivificador de todas las formas que fueron.
- ¿El corazón del universo albergará también la memoria viviente de todas las formas personales de mentira y crueldad, de poder opresor y asfixiante de la vida que existieron en el pasado, como tantas otras que existen también hoy y que nos amenazan y aterran? Si el universo fuera una memoria infinita, deberían caber en ella –más allá de todo espacio y tiempo– no solo las formas que vuelven la vida más feliz, sino también aquellas que la vuelven más desdichada. Al celebrar la pascua, no podemos quedarnos solo con las primeras y olvidar las segundas. Pero no las recordamos de la misma manera: recordamos las historias, las vidas, las personas liberadoras para agradecerlas y dejarnos acompañar, instruir, inspirar; recordamos las historias, las vidas, las personas opresoras para observar el daño que hicieron y sanarlo, en la esperanza activa de que el aliento del universo, por la acción de todos los seres y también por nuestra acción, siga abriendo camino hacia la plena realización de su mejor posibilidad: la liberación de todos los seres.
- Para quienes hoy todavía somos o queremos ser seguidores de Jesús, el profeta libre y bueno de Nazaret es la figura y el referente más íntimo de la esperanza universal que también hoy nos sigue inspirando. Por eso celebramos su pascua, su paso por la vida, su resurrección en la vida dada y en la terrible cruz padecida. Reconocemos y celebramos su presencia, y queremos realizarla y resucitarla hoy. En nuestras Galileas de hoy, él camina con nosotros, comulga con nuestro pan y nuestro vino, acompaña nuestros duelos y fiestas, comparte nuestros alientos y desalientos. Y a pesar de todo cantamos aleluya, porque en el corazón del universo, más allá del tiempo, la pascua futura es presente. Y seguimos caminando.
José Arregi, Aizarna, 9 de abril de 2025
www.josearregi.com
(Próxima publicación en francés en: Odile Ponton, La résurrection, lecture critique et plurielle. Un message pour notre temps, Éditions Karthala)