"Ese no-lugar donde uno descubre que, sorprendentemente y tras cualquier circunstancia, todo está bien" Los mejores indicadores: paz (III)
"Tan ansiada, como necesitada … La Paz, así con mayúscula para destacarla aún más, tiene que ver con la sensación de satisfacción que brota del sabernos en Dios"
"Esta seguridad reposada radica en ese no-lugar donde uno descubre que, sorprendentemente y tras cualquier circunstancia, todo está bien … incluso más allá de los absurdos, como sucedió con la cruz de Cristo"
El tercero de los frutos que refleja la presencia del Espíritu es la paz. Tan ansiada, como necesitada en nuestros días, en demasiados lugares del mundo y en no pocos corazones que andan atormentados y aquejados de tanta ceguera, desesperanza y miedo.
La Paz, así con mayúscula para destacarla aún más, tiene que ver con la sensación de satisfacción que brota del sabernos en Dios. Esto, lejos de ninguna grandilocuencia, tiene que ver con esa vivencia tan compleja de describir, que viene a traslucir la tranquilidad serena y profunda que mana en el corazón cuando andamos fluyendo con la Vida. Esta certeza viene acompañada de una claridad aún mayor: somos el vacío que es colmado de Dios, la consciencia de que somos una nada fértil. Esta experiencia está más allá de los vaivenes de la propia vida y, por ello, se descubre como una constante empapada de sosiego y mesura.
Esta seguridad reposada no es consecuencia de la ausencia de conflictos o tensiones internas, sino que radica en un nivel mucho más hondo, ese no-lugar donde uno descubre que, sorprendentemente y tras cualquier circunstancia, todo está bien, incluso más allá de las apariencias que pudieran indicar lo contrario.
Esta paz es consecuencia inevitable de un abandono, de la experiencia de depositar la confianza en Dios, al estilo de Jesús. Incluso cuando las lógicas no calzan con lo cabal, incluso más allá de los absurdos, como sucedió con la cruz de Cristo, incluso entonces hay que ser capaz de dejarse en manos de Dios y poder decir como el Hijo: «a tus manos encomiendo mi espíritu.»
Necesitamos la experiencia que conlleva esa paz del corazón tan sencilla, como tan bien supo nombrarla el hermano Roger de Taizé cuando dijo que «cada uno puede, en su propia vida, empezar a convertirse en un hogar de paz.» Y para ello, nada más que seguir lo que ya apuntaba San Ambrosio cuando dijo «comenzad en vosotros la obra de la paz, para que, una vez pacificados vosotros mismos, llevéis la paz a los demás.»
Esa pacificación pasa necesariamente por la experiencia de permitir que Dios se diga a través de nuestra vida inspirándola de deseos amables, transformando nuestra mirada con la luz de su bondad. Esa misma que reconocemos cuando el asombro ante lo dado nos ensancha el corazón.
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