"No cabe elevar a Dios la súplica y olvidarnos de los demás" Los mejores indicadores: amor (I)

Pentecostés
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"Hablar de los frutos del Espíritu Santo es aludir a los mejores indicadores posibles que puedan ayudarnos a tener la certeza de que estamos sosteniendo las tensiones de las distintas paradojas, de que estamos equilibrados con la lógica de Dios"

"El primero de los frutos es el amor y, hablar de él, es hablar de un vínculo unitivo con uno mismo, con los demás, lo otro natural y con Dios"

"En el Evangelio se comprendió bajo la experiencia de la caridad, que no tiene que ver con la limosna, sino con una participación real en el amor incondicional de Dios"

La vida se desenvuelve en medio de varias tensiones que toca aprender a sostener. Algunas de ellas podrían ser las que nos llevan a engancharnos en la nostalgia del pasado o quedarnos imaginando posibles futuros mejores; quedarnos en la estrechez simplista materialista o elevarnos en la evanescencia espiritualista; cerrarnos en la rigidez de unas creencias limitantes o quedarnos a la intemperie de una fe prestada. Son muchos los pares de opuestos que se podrían enunciar, pero basten estos por el momento.

Mantenernos en medio, para lograr la virtud de la que hablaba Aristóteles, nunca es fácil, ya que supone, primeramente, tener clara nuestra tendencia, ese hacia dónde se inclina nuestra balanza. Teniendo claro esto, seguidamente, uno ya puede resituarse y ajustarte, recalibrarse

Hablar de los frutos del Espíritu Santo es aludir a los mejores indicadores posibles que puedan ayudarnos a tener la certeza de que estamos sosteniendo las tensiones de las distintas paradojas, de que estamos equilibrados con la lógica de Dios, pues son indicios claros de que andamos en su Presencia.

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El primero de los frutos es el amor y, hablar de él, es hablar de un vínculo unitivo con uno mismo, con los demás, lo otro natural y con Dios. Se trata de una relación cercana que nos conecta, que nos aproxima entrañablemente. Y tiene que darse en todos los ámbitos enunciados, partiendo de dentro para ir más adentro y más afuera.

No cabe elevar a Dios la súplica y olvidarnos de los demás, pues quien incurre en esto es porque anda perdido sin saber quiénes son los otros ni tampoco quién es él mismo. Lo señaló muy bien el Maestro Eckhart cuando comentó con acierto que «quien ama a Dios más que al prójimo, no le ama de forma total y completa.» Si el amor cambia a las personas nunca podrá evitar acercarme más al prójimo cuyo sufrimiento llego a experimentar como propio, al igual que su alegría.

El amor también es deseo de algo o de alguien, los griegos lo llamaron eros, que posee una fuerza muy grande pues lo que anda en juego es la propia necesidad, el placer, el gozo y el disfrute. Pero este no debe encerrar a la persona en sí misma pues sino tendríamos que hablar de un amor egoísta. Esa experiencia necesaria debe madurar y abrirnos a un amor más generoso, más hacia los demás, más ágape. En el Evangelio se comprendió bajo la experiencia de la caridad, que no tiene que ver con la limosna, sino con una participación real en el amor incondicional de Dios. 

Recordemos las palabras de Jesús cuando le preguntaron por los mandamientos más importantes: amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo (Mt 22, 37-39). Ese “ti mismo” ha quedado verdaderamente obviado y, sin embargo, es la clave fundamental de los otros dos. Ese “ti mismo” no se cierra en lo egocéntrico, sino que apunta a la necesidad de comprendernos, de entender nuestras sombras, nuestras dependencias y puntos ciegos para que, justamente desde ahí y desde esa experiencia, pueda brotar la compasión necesaria para con uno mismo y que será la que nos permita ver la realidad, a los otros, lo otro y al Otro, con otros ojos. Cuando se da la vivencia ya no se necesita la obligatoriedad del debería, cuando esto acontece la compasión brota desde dentro y deja de ser una norma impuesta desde fuera. Ya no es un “hay que…” sino que es un “quiero que”, “siento que”, “deseo que”.

La vida cristiana no es de normas o cumplimientos; es de relación, de amistad, de amor
La vida cristiana no es de normas o cumplimientos; es de relación, de amistad, de amor

Este amor es el que Dios nos da a través de la dinámica vital del Espíritu que posibilita todos los procesos y todas las relaciones. Sólo desde ahí, permitiendo su acción en nosotros, podemos madurar y dejar que la rigidez de nuestro corazón se resquebraje. Se trata, como siempre, de ejercitarse, de una praxis ascética, que nos ayudará a lograr la lucidez compasiva necesaria que surge espontánea cuando nos restamos importancia.

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