Iglesia sinodal ¿sínodo sobre la sinodalidad eclesial Desafío y tarea de una iglesia sinodal. ¿Volver al Concilio de Constanza (1414-1418)?
Éste es el mayor desafío y tarea del Papa Francisco y de la Iglesia católica, desde el Vaticano II (1962-1965), e incluso por encima del Vaticano II, retrocediendo al Vaticano I (1870), por encima de Trento (1545-1563) y del V de Letrán (1512), hasta llegar al Concilio de Constanza (1414-1418), por no citar aquí otros concilios y anti-concilios de su entorno (que evocaré en la postal que sigue).
El Concilio de Constanza fue el sínodo del conciliarismo. Se celebró tras las grandes rupturas papales (entre Avión y Roma), con dos y tres papas al mismo tiempo, y quiso establecer la unidad sinodal de las iglesias (un tipo de conciliarismo) por encima o, al menos, al lado de la autoridad del Papa, y así lo definió en su documento principal. Pero ese documento fue después rechazado por los papas, que establecieron su “autoridad monárquica” y personal por encima de concilios y sínodos eclesiales, hasta el día de hoy.
Con inmensa audacia, en tiempo de crisis varias (aunque menores que las de Constanza), el Papa Francisco, sin negar su “responsabilidad papal” quiere recuperar la autoridad sinodal de las iglesias, en línea de diálogo, desde la base, entre todos los creyentes.
Otro día expondré lo que eso significa, el sentido de la sinodalidad cristiana de las iglesias. Hoy me limito a contar la “aventura y tarea” sinodal (fracasada) de Costanza, para situar en ese fondo el desafía y tarea de una iglesia sinodal, tal como parece quererla el Papa Francisco, al establecer dos años (2021-2023)de preparación sinodal sobre la sinodalidad de la Iglesia.
Con inmensa audacia, en tiempo de crisis varias (aunque menores que las de Constanza), el Papa Francisco, sin negar su “responsabilidad papal” quiere recuperar la autoridad sinodal de las iglesias, en línea de diálogo, desde la base, entre todos los creyentes.
Otro día expondré lo que eso significa, el sentido de la sinodalidad cristiana de las iglesias. Hoy me limito a contar la “aventura y tarea” sinodal (fracasada) de Costanza, para situar en ese fondo el desafía y tarea de una iglesia sinodal, tal como parece quererla el Papa Francisco, al establecer dos años (2021-2023)de preparación sinodal sobre la sinodalidad de la Iglesia.
| X Pikaza Ibarrondo
Gregorio XI (1370-1378), el último papa francés, que gobernó desde Aviñón, volvió Roma el año 1378, cerrando los setenta años del “cautiverio” (1309-1378), muriendo poco después. Ese mismo año (1378) se celebraron dos cónclaves (uno en Aviñón, otro en Roma) y hubo así dos papas, ambos “legítimos”. De esa forma empezó uno de los períodos más oscuros de la historia de la Iglesia de Occidente, dividida en dos “obediencias”, sin que se supiera cuál tenía la razón.
Muchos se esforzaron por recrear la unidad de la Iglesia occidente, como muestran los concilios “conciliaristas” (Constanza, Basilea, Ferrara-Florencia)…, pero el deseo de una iglesia sinodal y conciliar terminó con el nuevo triunfo de un absolutismo superior del papado, que resurgió (al parecer), con mucha fuerza, asentándose en Roma (a partir del año 1417). Pero las cosas no volvieron a ser ya nunca como antes, pues Europa occidental empezó a independizarse del papado, y además, en este mismo tiempo, se consumó la tragedia de la iglesia oriental, con la caída de Constantinopla en manos de los turcos (1453), fecha que también puede marcar el fin de la Edad Media Europea.
Una historia difícil, con dos y tres papas. Concilio de Pisa
La legislación sobre los cónclaves, iniciada a partir de la elección de León IX (1049), había previsto casi todo sobre la elección de los papas, pero no había tenido en cuenta el hecho de que los cardenales pudieran dividirse eligiendo primero a un papa y luego otro, en circunstancias en las que no era (ni es) posible saber cuál era el auténtico. Hubo, pues, una iglesia partida, con dos papas (y luego con tres), auténticos ambos, aunque todos problemáticos, lo cual nos enseña a relativizar (y valorar) la doctrina del único papa como garantía de unidad y santidad de la Iglesia.
Habían sucedido, desde la reforma gregoriana, situaciones semejantes, con papas y antipapas: con Clemente III como papa imperial, frente a Gregorio VII y sus sucesores (1080-1100); con Anacleto II, frente a Inocencio II (1130-1138); y con varios papas opuestos a Alejandro III (1159-1177). Pero esos casos parecían más claros y dependían de la lucha entre emperadores y papas; y además todos ellos se resolvieron de un modo satisfactorio, sin necesidad de largos concilios. Pero lo que ahora sucedió fue muy distinto: hubo dos papas, con dos curias y colegios cardenalicios, uno en Aviñón, otro en Roma, y con dos “obediencias divididas”, sin que se supiera cuál era más legítima. De parte del papa de Aviñón estaban básicamente España y Francia; de parte del papa de Roma el resto de los países cristianos.
Fue una división fundada en ambiciones humanas, pero también en la visión y estructura de la cristiandad, polarizada en clave política y religiosa. Al poco tiempo de la muerte de Gregorio XI, que había vuelto de Aviñón a Roma (el 1378), hubo dos cónclaves, que eligieron a dos papas, uno que gobernó en Roma y otro en Aviñón:
Primer cónclave: Urbano VI (1378-1389), papa de Roma. Se celebró en Roma, en un contexto de poca libertad (marcado por presiones externas), y eligió como papa a un hombre al parecer bueno, pero intransigente (Urbano VI), a quien la misma Catalina de Siena, impulsora de la unidad de la Iglesia, tuvo que pedir moderación. Su intención era buena, las reformas que proponía eran lógicas (en línea de austeridad), pero su manera de actuar fue tan dictatorial que parte de los cardenales le abandonaron, declarando incluso que se hallaba loco y que su elección había sido forzada (violenta e inválida), por lo que decidieron deponerle.
Segundo cónclave: Clemente VII (1378-1394), papa de Aviñón. Ese mismo año (1378) hubo otro cónclave, pues gran parte de los cardenales depusieron a Urbano VI y, reuniéndose en territorio de Nápoles, eligieron papa a Clemente a VII, un hombre también duro, de origen ginebrino, experto en guerras, quien, no pudiendo volver a Roma (que estaba en manos de Urbano VI), fijó su sede en Aviñón, bajo amparo del rey de Francia. De esa forma, la Iglesia de Occidente se dividió en dos comunidades, cada una con su papa, su grupo de cardenales y su curia, cada uno con sus obediencias, que a veces cambiaban, de un lado al otro, como sucedió con los reinos de Navarra y Portugal.
Una situación que se mantuvo. Dos papas a la vez. Dos nuevos cónclaves, dos papas. A la muerte de Urbano VI, los cardenales de Roma eligieron a Bonifacio IX (1389-1404). Por su parte, los de Aviñón eligieron al cardenal aragonés Pedro de Luna, un hombre íntegro, también experto en armas, que tomó el nombre de Benedicto XIII y fue papa legítimo de 1394-1417, pero que, no aceptando su deposición en el Concilio de Constanza, se refugió en Peñíscola, España, donde murió el 1423. Por su parte, los de Roma siguieron eligiendo papas: Inocencio VII (1404-1406) y Gregorio XII (1406-1415).
Concilio de Pisa. Tres papas: Roma, Aviñón, Bolonia.
Ante el eclipse papal resurge la institución del Concilio. Mientras los cardenales discutían y los papas se enfrentaban iba creciendo un gran descontento en gran parte del pueblo cristiano, de manera que muchos elaboraron ideas conciliaristas, atribuidas a pensadores como Guillermo de Ockham y Masilio de Padua (aunque ellas provienen de tradiciones cristianas antiguas), afirmando que el poder supremo de la iglesia, no puede mantenerlo un Papa (al menos en casos de enfrentamiento), sino que ha de volver al conjunto del pueblo cristiano.
En esa línea, muchos príncipes y cardenales, convocaron un concilio en Pisa (1409), deponiendo a Benedicto XIII (papa de Aviñón) y a Gregorio XII (papa de Roma), para nombrar un nuevo papa, que fue Alejandro V (1409-1410), al que siguió Juan XXIII (1410-1415), que fijaron su sede en Bolonia y Florencia. Este concilio de Pisa, aceptado por gran parte de la cristiandad, no fue aprobado por el papa de Roma, ni por el de Aviñón, de manera que no ha sido reconocido de un modo oficial como ecuménico por el conjunto de la Iglesia romana.
Fue un tiempo confuso, en un momento en que surgía la nueva identidad de Europa Occidental y se buscaban otros modelos de Iglesia, sin supremacía absoluta del Papa. Por su parte, el papado que, como toda institución humana, se hallaba a merced de su dinámica de poder y enfrentamientos, tuvo que situarse ante las nuevas (y antiguas) tendencias conciliares, que apelaban al origen colegiado de la Iglesia, dentro de la nueva realidad social de Europa. Hubo así una larga crisis, que puede compararse a la del siglo X y XI, cuando los papas de Roma estuvieron a merced de las ambiciones de la nobleza del entorno.
También ahora, a finales del siglo XIV y principio del XV, se dio una gran ruptura, pero con una diferencia importante: En este momento la Iglesia se hallaba mucho más madura y así pudieron celebrarse varios concilios importantes, y, además, los papas de Roma habían logrado una fuerte conciencia de identidad, de manera que, al final de un tipo de crisis, pudieron capitalizar la solución en una línea favorable para ellos, de manea que ha logrado mantenerse, aunque con dificultades, a lo largo de varios siglos, hasta la actualidad.
Una solución colegiada, Concilio de Constanza (1414-1418)
Tras el Concilio de Pisa (1409), bajo el peso de tres papas (en vez de los dos anteriores), con el deseo de superar la crisis, se reunió el Concilio de Constanza, que se ocupó no sólo del Papa en cuanto tal, sino del sentido y jerarquía de la iglesia. Este concilio fue posible por el empeño y persistencia del Segismundo de Hungría, emperador germano (1410-1437), un hombre hábil y eficiente, que no sólo convocó a los padres conciliares, sino que logró ponerles básicamente de acuerdo. En este momento, como en otros anteriores, el Sacro Imperio supo y pudo actuar con firmeza, al servicio de la iglesia.
En el momento de la convocatoria, Gregorio XII, papa de Roma, renunció a su cargo, y dejó la salida de la crisis en manos del concilio (a pesar de algunas vacilaciones e intento de huida). En contra de eso, Benedicto XII, papa de Aviñón, se obstinó en mantenerse en su cargo, pero fue abandonado por la mayoría de sus seguidores, y tuvo que refugiarse en un castillo de la costa española (Peñíscola). Por su parte, Juan XXIII, el papa pisano, debió abdicar a la fuerza, de manera que la autoridad básica de la cristiandad católica quedó en manos de un concilio, sin un papa superior.
Fue un concilio importante, capaz de aprobar un decreto tan significativo, como el Haec sancta Synodus (del 6 de abril de 1415), que, sin embargo, no fue ratificados ni por el que entonces parecía Papa más legítimo (Gregorio XII, de Roma, que había abdicado), ni por el que sería elegido después por el concilio (Martín V), de manera que se sigue discutiendo entre los especialistas su carácter vinculatorio. Sea vinculante o no, este decreto conciliar sigue siendo uno de los textos más significativos de la historia cristiana de occidente:
Declaración básica de Constanza. Una Iglesia conciliar
El Decreto Haec Santa Synodus ratifica el carácter conciliar de la cristiandad, declarando así que la autoridad suprema de la Iglesia es el mismo concilio, por encima del papa individual. El concilio no niega la autoridad del Papa, pero la sitúa dentro de la Iglesia, no por encima de ella:
«En nombre de la santa e indivisa Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, amen. Este santo sínodo de Constanza que es un Concilio general… ordena, define, establece, decreta y declara lo que sigue con la finalidad de alcanzar más fácil, segura, amplia y libremente la unión y la reforma de la Iglesia de Dios.
(a) En primer lugar declara que este mismo Concilio, legítimamente reunido en el Espíritu Santo, siendo un concilio general y expresión de la Iglesia Católica militante, recibe el propio poder directamente de Cristo y que quienquiera que sea, de cualquier condición y dignidad, comprendida la papal, está obligado a obedecerle en aquello que respecta a la fe y a la eliminación del recordado cisma y a la reforma general en la cabeza y en los miembros de la misma Iglesia de Dios.
(b) Además, declara que quienquiera que sea, de cualquier condición, estado y dignidad, comprendida la papal, que se negase pertinazmente a obedecer a las disposiciones, decisiones, órdenes o preceptos presentes o futuros de este sagrado sínodo o de cualquier otro concilio general legítimamente reunido… será sometido a una penitencia adecuada.., recurriendo incluso, si fuese necesario, a otros medios jurídicos» (Texto en G. Alberigo (ed.), Conciliorum oecumenicorum decreta, Herder, Basileae 21962, pp. 385).
El Concilio por encima del Papa
Esta declaración, que restringe el poder del papado, es única en la historia de la Iglesia de Occidente, pues se opone a la teología tradicional del papado romano de manera que, retomando argumentos de la iglesia bizantina y de la tradición cristiana más antigua, supone que el poder supremo de la Iglesia pertenece a la comunión de los obispos. Esta visión puede concretarse en tres grandes afirmaciones:
Autoridad de la “comunión sinodal”. Concilio sobre el Papa. Ciertamente, el Papa ocupa en este esquema un papel muy importante, pero sólo en la medida en que se integra en el Concilio, es decir, en la comunión de los obispos, que son representantes de los apóstoles y de Jesús. Conforme a esta visión, la unidad de la Iglesia deriva de la comunión de los obispos (y de los fieles), no del poder jerárquico de un Papa sobre el conjunto de los fieles.
Importancia del papado. Esta declaración no suprime la autoridad del Papa, pero la sitúa en un momento posterior, dependiendo del Concilio, es decir, de la autoridad colegiada de la Iglesia, que es la primera representación y presencia de Cristo. Como signo y portavoz de la Comunión (Concilio) eclesial, el Papa puede y debe realizar una función muy importante al servicio de de la Iglesia, pero dentro, no por encima de ella.
Autoridad colegiada o individual. Constanza ha integrado, según eso, la autoridad individual (poder) del Papa dentro del orden colegial de comunidad de los creyentes. Ésta ha sido su declaración fundamental y, en esa línea, el Concilio habría podido recrear la estructura de la Iglesia latina, entendida en forma de comunión de Iglesias, con un órgano rector básico (el Concilio) y una autoridad personal representativa de esa comunión (el Papa). Si esa declaración se hubiera aplicado, se habrían abierto otros caminos de creatividad eclesial, recuperando elementos de la tradición antigua, en diálogo con las iglesias de Oriente (y en especial con la de Constantinopla).
Martín V: Elegido por el Concilio, en contra del Concilio. El Concilio elige al Papa. Siguiendo los principios anteriores, tras haber impugnado a los papas anteriores, el mismo concilio como autoridad suprema de la Iglesia (no como cónclave de un grupo de cardenales) pasó a la elección del nuevo Papa, y en ella intervinieron no sólo cardenales (nombrados por los papas anteriores), sino también delegados de diversas iglesias, nombrando así a un Papa (Obispo de Roma) que fuera representante y portavoz de la autoridad colegiada de la Iglesia.
En contra de Constanza. El Papa sobre el Concilio. Pues bien, una vez elegido, el nuevo papa (Martín V: 1417-1431), de la rica e influyente familia Colonna, tomó las riendas del Concilio y lo clausuró al poco tiempo (año 1418), sin aprobar algunas de sus resoluciones básicas (como la arriba citada sobre los poderes del concilio), de manera que las cosas quedaron al fin como habían estado. Se superó la división de las iglesias (el cisma de los dos o tres papas), pero triunfaron de nuevo las tendencias centralistas y se impuso la supremacía del Papa, que se situó de nuevo por encima de la comunión conciliar, como portador de una autoridad directa, encomendada por Dios (a través de Jesús), con independencia del mismo concilio.
Una iglesia papal, no sinodal
Ese retorno a la autoridad personal del Pontífice Romano, que recibiría su poder de Cristo, de un modo directo, sin mediación de la Iglesia, y la falta de una reforma real, capaz de vincular a la iglesia con su origen evangélico, fue el acontecimiento básico (o la falta de acontecimiento) de la primera mitad del siglo XV. Se había resuelto el cisma, cosa muy deseable, pero el papado siguió como antes, como centro unificador de la Iglesia (con potestad plena). Entre los dos polos de la autoridad cristiana (concilio y papa), en contra de lo que había querido la mayoría de los padres de Constanza, la Iglesia Católica volvió a “optar” por el papa.
Ciertamente, los nuevos papas (Martín V y sus sucesores) no rechazaron de plano el poder el Concilio, pero tendieron a ignorarlo. De esa forma llevaron a su pleno desarrollo la visión teológica y canónica de los grandes pontífices de la reforma gregoriana (Gregorio VII, Inocencio III, Benedicto VIII), suponiendo así que el “poder” supremo de Dios (y de Cristo) se expresaba y concretaba en la única autoridad individual del Papa, que se situaba por encima del mismo Concilio.
Sin duda, Constanza fue un concilio logrado, pues logró superar el cisma anterior de la Iglesia (con dos o tres papas) y supo elegir a un Papa surgido del mismo Concilio (no de un cónclave de cardenales nombrados por papas anteriores), como representante de la autoridad del conjunto de los obispos y de las iglesias de occidente. Pero, al mismo tiempo, fue un concilio fracasado, pues el nuevo papa (y los posteriores) no aceptaron las ideas conciliares, y retomaron su autoridad absoluta, actuando de hecho como representantes directos (únicos) de Dios por encima de todos los demás obispos. Desde aquí se entiende la historia posterior de la Iglesia
Fracaso del Concilio, dos concilios
Volvamos atrás. El 11 del enero de 1417, el Concilio de Constanza eligió como papa a un cardenal italiano de 48 años llamado Oddone Colonna, que sólo era diácono en el momento de su nombramiento, por lo que fue ordenado presbítero y consagrado obispo, para ser coronado en la catedral de Constanza (como se coronaba a los emperadores), tomando el nombre de Martín V (1417-1431). Su elección fue acogida con alegría en gran parte de la cristiandad. Pero, una vez coronado, Martín V se empeñó en clausurar pronto el concilio (primavera del 1418), para olvidarse, también pronto, de las resoluciones conciliares, dedicándose a reorganizar los Estados Vaticanos y a dirigir la Iglesia de un modo autoritario, como si el Papa fuera la única autoridad de la Iglesia.
En los cien años siguientes, del 1417 (elección de Martín V) al 1517 (tesis de reforma de Martín Lutero), el tema dominante del papado no será la reforma de la Iglesia (como había querido el concilio) sino la organización económica y social (política) de los Estados Pontificios.
Papa y concilio se oponen. Concilio de Basilea. Martín V se había comprometido a reunir pronto un concilio, para resolver los temas pendientes de la Iglesia universal, como se había dispuesto en Constanza. Pero sólo lo hizo mucho tiempo después, convocándolo en Basilea (1431), donde envió como delegado para presidirlo al cardenal G. Cesarini.
- Papa contra Concilio. Tras la muerte de Martín V, el nuevo papa, Eugenio IV (1431-1447), confirmó el concilio, pero lo disolvió poco después, a finales de aquel mismo año (diciembre de 1431), basándose en informes, a su juicio, negativos, en los que se acusaba al Concilio de ponerse por encima (muchos decían en contra) de la autoridad papal.
- Concilio contra Papa. Por su parte, el Concilio no aceptó la orden del Papa y se siguió reuniendo, entre estrecheces. Obligado por las circunstancias, Eugenio IVreconoció de nuevo el Concilio el 1433, pero con grandes restricciones.
De Basilea a Ferrara. Dos concilios simultáneos. a. Concilio de Basilea (1433-1437). Autorizado por Eugenio IV, el concilio de Basilea no sólo confirmó, sino que quiso ampliar las tendencias sinodales (conciliaristas), que se habían desarrollado en Constanza, queriendo así crear una iglesia más «democrática» y plural (aunque con el riesgo de quedar sometida al poder de los príncipes).
- Concilio de Ferrara (1437). Las sesiones del Concilio de Basilea se siguieron celebrando en medio de dificultades cada vez mayores, hasta que se produjo otra vez la ruptura, esta vez definitiva, cuando, el año 1437, con la bula Doctoris gentium, Eugenio IV trasladó el concilio a Ferrara (y luego a Florencia), sin que el conjunto de los Padres conciliares de Basilea aceptaran su decisión.
- Dos concilios enfrentados. De esa forma siguieron funcionando dos concilios que se decían ecuménicos, pero se hallaban enfrentados.
(1) Estaba, por un lado, el concilio de Florencia (1438-1445), dirigido por el Papa, que iba poniendo cada vez más de relieve su autoridad, hasta elevarse ya definitivamente como monarca absoluto de la iglesia (sin necesidad de concilios).
(2) Por otro lado, el Concilio de Basilea (1938-1949), que se seguía celebrando sin aprobación del Papa de Roma, tomó la decisión de elegir un nuevo Papa, que fue Amadeo de Saboya (Félix V: 1439-1449), pero asistencia conciliar fue cada más reducida, hasta que se disolvió el año 1449 (en Lausanne, donde se había trasladado).
Terminó de esa forma el período conciliarista, que podría haber marcado el comienzo de una nueva etapa de la Iglesia de Roma antes de la Reforma Protestante. Se habían enfrentado dos visiones. (a) Una entendía la unidad a partir de la Comunión de las comunidades, en una línea que parecía apoyarse en el principio de la Iglesia, tal como aparece en Nuevo Testamento. (b) Otra entendía la unidad a partir del Poder unitario del Papa, en una línea más cercana al pensamiento jerárquico neoplatónico (Dionisio Areopagita, Escoto Erígena), desarrollado en la teología carolingia (siglo IX) y de la reforma gregoriana (siglo XI), insistiendo en el “poder petrino” de Mt 16, 17-19.
Triunfó la visión unitaria, conforme a la cual la presencia de Cristo en el mundo se concentra en el Papa, de manera que el concilio tiene su valor, pero es secundario, pues la unidad de la Iglesia se fundamenta en el Poder único y más alto del Papa, en contra de la visión más conciliar que había sido dominantes a lo largo de cinco siglos, en los siete primeros concilios ecuménicos (de Nicea I a Nicea II: 325-787). Es evidente que unidad y comunión no se oponen, pero pueden darse y se dan formas distintas de entenderse y complementarse.
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