4.10.23. Francisco Papa,Francisco de Asís, un evangelio ecológico
Este día celebra la iglesia la fiesta de Francisco de Asís, buen momento para vincular a los dos franciscos: El pobre de Asís y el Papa de Roma, y de hacerlo desde el tema de la ecología.
Se está repitiendo estos días un eslogan que dice "la iglesia será sinodal o no será". Más urgente nos parece otro común a los dos franciscos:La nueva humanidad seré ecológica o no será revistadeespiritualidad.com/upload/pdf/2703articulo.pdf
| X Pikaza
FRANCISCO PAPA, LAUDATO SI, UNA ENCÍCLICA ECOLÓGICA
El Papa Francisco, que viene de una zona muy amenaza por la especulación anti‒ecológica (Gran Buenos Aires, Argentina), ha tenido la osadía y lucidez de exponer un tema que otros papas, políticos, economistas y pensadores del Mundo Rico no habían sabido (=querido) exponer con su fuerza. En esa línea, el retoma con nueva fuerza, el mejor ideal del Evangelio, e incluso de la Ilustración del XVIII y XIX, que Kant formuló de manera lapidaria en la Crítica de la Razón Práctica: Sólo se pueden plantear y defender como verdad aquellas propuestas y caminos que redundan para el bien de la humanidad entera (es decir, del mundo, entendida como hogar o casa de la vida).
Durante siglos se ha dicho, en ciertos contextos, que el cristianismo no sirve para “salvar” el mundo (a pesar de Jn 3, 17; 12, 47), sino para abandonarlo a su suerte y alcanzar de esa manera el cielo, pues la tierra es un “valle de lágrimas”, un “destierro” temporal del que Jesús y su madre tienen que librarnos, como dice la más popular de las oraciones marianas de la iglesia católica (la Salve).
Conforme a esa oración, la mística no sería un camino de profundización en la sacralidad del mundo, sino un camino y forma de dejarlo atrás, de abandonarlo, en una línea que han explorado algunas religiones orientales (como el hinduismo y el budismo) y el mismo helenismo occidental. En una línea en la que influyen dos factores fundamentales. (a) Un principio apocalíptico judío: este mundo acaba, llega por gracia de Dios un mundo nuevo; los cristianos no somos ciudadanos de la tierra, sino del cielo futuro al que debe llevarnos Jesucristo. (b) Un principio ontológico de tipo espiritualista, que viene de la mística “helenista”, más que de la Biblia: Los hombres no formamos parte de este mundo de abajo, que es carne‒materia, valle de lágrimas o cautiverios. Por eso, la mística es un medio para superar la carne‒mundo, para salir de la tierra y subir así el cielo más alto.
Según eso, este “orden” mundano de carne‒materia ha de ser superado, de forma que debemos buscar nuestra verdad “mística” fuera de este mundo, en un futuro liberado de la carne (apocalíptica judía) o en más allá que está sobre el mundo y sobre nosotros (espiritualismo, griegos). Estas dos místicas, de futuro y de altura, tienen grandes valores, y así deben estudiarse y acogerse, por lo que son y por lo que han aportado a la experiencia religiosa de los hombres. Pero, tomadas en sí mismas, ellas no responden a la novedad cristiana, que es la “encarnación de Dios en Cristo” (cf. Jn 1, 14).
Si el Verbo de Dios se ha hecho “carne” (historia, mundo, vida humana) la experiencia y descubrimiento de Dios ha de tener un aspecto humano‒mundano, como valoración y encuentro con el mundo. En ese sentido se puede y debe hablar de una “mística ecológica”, de encuentro y comunión con Dios, no en el más‒después (apocalíptica), ni en el más‒arriba (helenismo, religiones orientales), sino en el más acá de la vida humana, pues el mundo no se concibe como exilio, sino como presencia de Dios y la vida humana no se entiende como caída o castigo, sino como encarnación de Dios, que es (se hace Vida) en la vida de los hombres en la tierra.
El Papa Francisco acepta y valora el desarrollo de la modernidad, en la línea de Pablo VI (Populorum Progressio, 1967), pero descubre que el progreso industrial y técnico, político y económico puede llevar en sí el germen de su propia destrucción, si no humaniza su despliegue y no se pone al servicio de la vida del hombre en la tierra.
El progreso moderno del hombre tiene un elemento bueno, vinculado a la mayor capacidad de acción que ha conseguido por el conocimiento científico, aplicado de un modo práctico por la técnica. Pero mal utilizado, sin más guía y freno que la consecución de más poder, ese progreso puede llevarnos al regreso más fatídico, la destrucción no sólo de la vida humana como tal, sino de toda vida del planeta tierra.
- En contra de una economía cancerosa, de puro progreso técnico.
Éste es el punto de apoyo de Francisco en Laudato si’: Los hombres hemos multiplicado nuestra acción en el mundo, pero también el poder de matarnos, como sabía ya la Biblia (Dt 30), poniendo nuestro “progreso” al servicio de la violencia interhumana (guerra) y de la búsqueda ilimitada de una producción económica centrada en unas pocas manos y dañada por empleo egoísta y particular de energías fósiles que contaminan las fuentes de la vida.
Éste no es un pecado meramente “religioso” en el sentido restringido del término, sino “social y cósmico”, que puede llevarnos a la destrucción de la vida sobre el mundo, como puse de relieve Teodicea (Sígueme, Salamanca 2013), donde vinculaba la “ex-sistencia” (presencia) de Dios en la vida del cosmos, y en especial en el planeta tierra y en los hombres, pues en él nos vivimos, nos movemos y existimos, no sólo los hombres y mujeres, sino todos los seres de la tierra.
Situándose en esa perspectiva, el Papa ha recogido algunas de las mejores aportaciones de un tipo de Teología de la Liberación o, mejor dicho, del pueblo, citando como autoridad a J. C. Scannone, su maestro (núm. 150). Al mismo tiempo, él se apoya en las reflexiones críticas de la Segunda Ilustración, representada de un modo velado por la primera Escuela de Fráncfort y en especial por eel pensador ítalo-alemán R. Guardini, que, en su libro El fin de la Edad Moderna (1950) insistió en el riesgo de un poder técnico, político y económico desvinculado de la justicia y la solidaridad, e incluso de la mística (núm. 203, notas 87, 92).
El Papa acepta, en una línea, un tipo de progreso de la economía productiva (con empresa y mercado)… pero quiere que se ponga al servicio de la vida concreta de los hombres, vinculada de forma inseparable a la “hermana madre tierra”. En esa línea, él condena un tipo de especulación financiera y de ganancia a todo precio, que no sólo destruye (como cáncer implacable) los bienes reales de la tierra (polución, cambio climático…, sino que va en contra de la justicia y la fraternidad entre los hombres.
El Papa condena así una situación en la que “los poderes económicos continúan justificando el actual sistema de economía autónoma, de tipo financiero, en la que priman una especulación y una búsqueda de la ganancia pura que tiende a ignorar… los efectos que ella produce sobre la dignidad humana y sobre el medio ambiente”, olvidando que “la degradación ambiental y la degradación humana y ética están íntimamente unidas” (cf. núm. 56). En esa línea, él desenmascara el “mito del progreso” que, puesto al servicio de algunos, pone en riesgo la vida de todos sobre el mundo (cf. 60, 79).
Esta crítica resulta especialmente dura en contra de “un sistema económico que sigue impulsando, de manera ideológica y partidista los mitos de una modernidad basada en la razón instrumental: individualismo, progreso indefinido, competencia, consumismo, mercado sin reglas” (210). En contra de eso, el Papa insiste en la necesidad de regular la producción y el mercado, desde una perspectiva creadora (producir para que el hombre sea más humano) y fraterna, en línea de justicia, para bien de todos, no desde el puro capital, ni por lucha de clases, ni por exigencias de un tipo de comunismo ya sin influjo real en este tiempo, sino a partir de la misma vida de los hombres en la tierra.
El Papa condena así, de un modo radical, a los “poderes económicos que continúan justificando el actual sistema mundial, donde priman una especulación y una búsqueda de la renta financiera que tienden a ignorar todo contexto y los efectos sobre la dignidad humana y el medio ambiente, en un mundo en el que la degradación ambiental y la degradación humana y ética están íntimamente unidas”. “Muchos no tienen conciencia de realizar acciones inmorales; pero eso se debe al hecho de que la distracción constante les quita la valentía de advertir el influjo de su conducta en la realidad de un mundo limitado y finito”. De esa forma, el mismo el medio ambiente de la vida queda indefenso ante los intereses del mercado divinizado, convertidos en regla absoluta” (cf. núm. 56).
- Una economía y política que no está al servicio del poder y el capital
El Papa valora el compromiso social de la política y de la economía, al servicio del ser humano… pero condena de forma tajante su “dejación” actual, que él interpreta como gran pecado de la “empresa productora” y de la economía y la política actual, que está dejando de producir lo que es bueno y de buscar con lo producido el bien de los hombres concretos y la fraternidad de los pueblos, para ponerse al servicio de una riqueza impersonal (financiera) y de un ejercicio de poder que se torna valioso en sí mismo (el poder por el poder, más que el bien del hombre).
Una parte considerable de la política ha dejado de estar al servicio del hombre, y se ha vuelto esclava de una economía in-humana y falsa. En este contexto, quizá por vez primera en un documento papal, después de cien años de condena del marxismo (y de un tipo de capitalismo), el Papa ha superado la oposición retórica entre un Socialismo de estado y un Capitalismo liberal, situándose en un nivel previo de defensa real de hombres y mujeres, concretos, por encima de estados y naciones, en la tierra común de todos, donde el mercado sea comunicación fraterna y no imposición de un tipo de empresa y de capital.
De manera consecuente, el Papa ha condenado una explotación (producción extractiva) y utilización egoísta de los combustibles y de otros bienes, al servicio de los intereses de algunos, advirtiendo que en esa línea terminarán envenenando la atmósfera que respiramos y poniendo en riesgo la vida de los hombres en la madre tierra (165). En esa línea, él condena la actitud de muchos políticos actuales, que se han hecho esclavos de los poderes económicos, no sólo mintiendo a los ciudadanos, sino defendiendo los intereses de un Capital divinizado (Mammón, cf. Mt 6, 24), en contra de la humanidad:
Hoy, pensando en el bien común, necesitamos imperiosamente que la política y la economía, en diálogo, se coloquen decididamente al servicio de la vida, especialmente de la vida humana. La salvación de los bancos a toda costa, haciendo pagar el precio a la población, sin la firme decisión de revisar y reformar el entero sistema, reafirma un dominio absoluto de las finanzas que no tiene futuro y que sólo podrá generar nuevas crisis después de una larga, costosa y aparente curación (núm. 189).
Eso significa que, si no renunciamos al poder por el poder (a un tipo de empresa que sólo quiere hacer y hacer más, produciendo una serie de bienes poco “humanos”), sin un fuerte cambio económico, la vida del hombre en la tierra se vuelve imposible: “Es insostenible el comportamiento de aquellos que consumen y destruyen más y más, mientras otros todavía no pueden vivir de acuerdo con su dignidad humana. Por eso ha llegado la hora de aceptar cierto decrecimiento en algunas partes del mundo aportando recursos para que se pueda crecer sanamente en otras partes” (193).
Lógicamente, para que surjan otros tipos de progreso, necesitamos «cambiar el modelo de desarrollo global», lo cual implica reflexionar responsablemente «sobre el sentido de la economía y su finalidad, para corregir sus disfunciones y distorsiones»… Un desarrollo tecnológico y económico, con una producción al servicio del poder de algunos, que no suscita un mundo mejor y una calidad de vida integralmente superior no puede considerarse progreso (194).
Sobre esos niveles de “crítica” económica y política avanza el pensamiento y propuesta del Papa Francisco, y su fuerte voz se suma a la voz de aquellos que afirman que la humanidad se encuentra ante su riesgo y oportunidad definitiva, ante un tercer reino que puede ser de vida o de muerte, en la línea de la gran propuesta de Dt 30, 15-16: Pongo ante ti la vida y la muerte, el bien y el mal, escoge… Éste es un reto económico y político, pero sobre todo un reto “místico”, relacionado con la forma entender y vivir nuestra existencia: O descubrimos y potenciamos una mística de “vinculación” con Dios en la tierra (en línea de resurrección) o terminamos matándonos y muriendo sin remedio.
Eso significa que no basa el giro antropológico, político y científico de por autores como K. Marx y A. Comte, que habían insistido en el cambio de “paradigma” de la modernidad: Hasta ahora los hombres habrían estado al servicio del mundo (para contemplarlo y someterse a su dictaco); pero ha llegado el tiempo en que ellos deben considerarse plenamente libres, conscientes de sí, dueños del mundo, de manera que no pueden limitarse a comprenderlo, sino que han de cambiarlo, por la política y la ciencia.
El Papa sabe y dice que no basta (ni en el fondo es quizá bueno) un tipo de cambio en la línea de Marx y Comte, sino que necesitamos una experiencia mucho más honda de mística del cosmos, es decir, de experiencia liberada de vida del hombre en el mundo, en la línea de la Biblia. El lema de un tipo de modernidad ha sido “atrévete a saber” (sapere aude), no sólo en un plano intelectual, sino también técnico, político y económico. Esto significa: Atrévete a cambiar las cosas, dominando todo lo que puedas, en un plano racional y moral, político y económico... Atrévete, sin más, en el plano del átomo y la bomba, en la combustión de carburantes fósiles y en la especulación financiera, con plena libertad, sin cuidarte de la vida de los otros, pues tu libertad está por encima de ellos, y lo que sea bueno, egoístamente, para ti será bueno para ellos.
Ese principio, que estaba latente en un tipo de Ilustración del siglo XVIII-XIX, ha desembarcado en el siglo XX en la economía liberal de los Estados Unidos de América y en el colectivismo (marxista) de otros países, expresándose en la economía y política mundial de la actualidad (siglo XXI), de tipo ya puramente liberal y capitalista, empeñada en el dominio ilimitado del hombre sobre el mundo, en línea de progreso siempre creciente y consumo mayor de energía.
Nos estamos atreviendo a saber y explorar, pero en línea de producción para el poder de algunos y, en el fondo, para explotación y destrucción de todos. Estamos logrando conquistar el mundo, actuando así como dioses, pero en la medida en que conseguimos hacerlo del todo nos matamos. Nuestra “empresa” de fabricación mundial, con sede en China y USA ha conseguido mucho dominio sobre el mundo: Hemos amasado y amontonado una gran cantidad de bienes “de consumo” (pero no de humanización), un gran capital financiero, pero estamos quizá envenenando las fuentes de vida de la tierra, igual que la fraternidad entre los hombres. Hemos creído que éramos eternos y que nuestro poder era “divino” en un plano material, pero olvidando que la tierra es limitada en ese plano, que de ella venimos y en ella somos, de manera que si la destruimos nos destruimos a nosotros mismos.
Pues bien, en este momento, cuando la Ilustración de tipo político‒científico, en la línea de K. Marx y de A. Comte, llevada hasta su meta por un capitalismo mundial productivo y destructivo, es necesario volver a la “mística” del mundo, es decir, a la contemplación y disfrute de la vida como don, en fraternidad. Lo que importa de verdad no es ya producir más (hacer, tener, más capital privado o de Estado), sino contemplar (sentir y vivir) de un modo distinto, en una línea vinculada con la mística ecológica.
- Ecología radical. Mística ecológica
Ante esa situación, con la autoridad ética que le concede el ser representante de la iglesia Católica, viniendo de un país como Argentina, esclavizado por fuertes disensiones económicas, volviendo a las raíces de la experiencia bíblica y de la Palabra de Jesús, el Papa Francisco se atreve a dirigir a todos los hombres y mujeres (no sólo a los cristianos) una palabra de aviso y exigencia de cambio, para que el mundo sea espacio y tiempo de celebración (mística gozosa) de los hombres.
En esa línea se sitúa y nos sitúa ante una más alta revolución, no en línea de dominio técnico y acumulación de capital, sino de respeto a la vida, justicia social y gozo en el mundo. Tras un largo tiempo en que los hombres parecían dominados por la tierra (antigüedad), pasados tres siglos de desarrollo imparable de la modernidad dominadora (XVIII-XX), al servicio de una economía financiera ideologizada (para bien egoísta de algunos), tiene que llegar una etapa de política nueva, al servicio de los hombres y los pueblos en cuanto tales (num. 196), para bien de todos (198). En su ayuda cita Francisco la aportación de los grandes místicos de la naturaleza, como Francisco de Asís y Juan de la Cruz que nos permiten recuperar la experiencia mística del mundo en clave de fidelidad al Dios del cielo y de la tierra.
‒ Lógicamente, la visión del Papa Francisco ofrece juicios duros en contra de los poderes que están poniendo en riesgo la vida y salud de la tierra: La atmósfera se sigue envenenando y aumenta la temperatura de los mares, mientras las negociaciones de los políticos (estados) fracasan y las cumbres mundiales siguen sometidas al dictado de una economía injusta (num. 54), mientras crece la degradación ambiental y la opresión sobre el mundo (56). Estamos ante el riesgo de guerras ecológicas: “Es previsible que, ante el agotamiento de algunos recursos, se vaya creando un escenario favorable para nuevas guerras, disfrazadas detrás de nobles reivindicaciones”. Y mientras tanto crece “una ecología superficial o aparente que consolida un cierto adormecimiento y una alegre irresponsabilidad” (59).
‒ Pero más fuerte que su tono negativo es su esperanza, en la línea de una nueva “mística” del mundo (es decir, del Dios del mundo). En esa línea sorprende su esfuerzo por superar toda retórica inmediata (de un lado o del otro) y toda ideología de poder. En esa línea ha de situarse su decisión de ponerse al servicio de la justicia social, del reconocimiento mutuo de los hombres y del despliegue de los valores de la vida, sabiendo que formamos parte una Tierra, que es presencia y revelación de Dios. Desde ese fondo, el Papa Francisco busca no sólo un cambio ecológico en un plano de economía y política, de trabajo y de a industria, insistiendo en la necesidad de una más honda mística ecológica, que descubra y valore el mundo no sólo como espacio externo (e inferior) del hombre, sino como principio de admiración y gozo integral (humano y/o religioso).
En ese sentido, el Papa se sitúa (de un modo consecuente) en la línea de los más bellos cantos de la naturaleza que aparecen, por ejemplo, en alguno Salmos y, de un modo especial, en el libro de Job. Tendido sobre el suelo, arrojado sobre un estercolero, Job (el hombre sufriente y perdedor, amenazado de muerte) clama a Dios pidiendo justicia, que responda a su llanto, que le aclare el porqué de las cosas que le pasan. Pues bien, como si no le hubiera escuchado, Dios le responde desde el torbellino, en medio de la gran tormenta (Job 38‒42), invitándola a mirar y admirar de nuevo la belleza sorprendente del mundo. Es como si Dios le dijera:
Aparca por un momento tu protesta moralista (¡por más importante que sea!), no te sigas centrando en tu desgracia, no te quejes sin más, no empieces acusando y condenando todo lo que existe. Ponte en el principio, vuelve a la creación, mira el mundo en el que vives, los contrastes del torbellino de astros del cielo, y la tormenta, con la nieve y el agua que cae entre nubes de viento… De un modo especial fíjate en los animales, en todos los vivientes, del águila al león, del onagro al avestruz; descubre y valora tu vida, como signo y presencia de Dios, admirando todo lo que existe. Descubre lo que hay, mi presencia en cada una de las cosas, y después (al mismo tiempo) hablamos de justicia, pero también desde ti, no sólo en contra de los otros.
Estas palabras que acabo de poner en boca de Dios constituyen es el argumento central de mi libro: Por los caminos adversos de Dios. Lectura de Job (San Pablo, Madrid 2020). En esa línea, como principio de pacificación primera, que ha de expresarse después en una acción ética (justicia social, transformación económica), descubrimos en Job (y en el conjunto de la Biblia) un tipo de mística del cosmos, como admiración ante el misterio de las cosas, de las más extrañas y las más cercanas, de la tierra y de los animales.
Ese descubrimiento misterioso (místico) del “Dios de todo lo que existe” (principio y centro de todas las cosas) constituye una fuente de “sanación” o catarsis para los hombres, en línea de contemplación primera. Pues bien, en esa línea de dolor y sanación, de mística del mundo, han sobresalido en la historia cristiana dos santos especiales, que han conocido y “templado” en su dolor los dolores de Job, abriendo su protesta a la contemplación mística del mundo, en admiración amorosa: Francisco de Asís y Juan de la Cruz.
A Francisco de Asís dedica el Papa toda su encíclica, situando así en el fondo, sobre los argumentos de tipo económico y político, científico y sanitario, el argumento místico, diciendo que este mundo no tiene sentido ni arreglo sin un fuerte estremecimiento estético‒afectivo, de tipo sagrado. El hombre no vive (no resuelve sus problemas) sólo a nivel de trabajo o de pan material, sino, y sobre todo, de toda palabra que sale de la boca de Dios (cf. Mt 4, 4).
Así lo ha entendido el Dios bíblico, que no le ofrece a Job grandes razones de tipo técnico o laboral, científico o filosófico, ni siquiera ético, sino que empieza situándole en un campo de mística del mundo, esto es, de experiencia estética, en el sentido más hondo de la palabra. Ciertamente, puede haber una mística al servicio del “adormecimiento”, un esteticismo cósmico que sirve para ocultar los grandes problemas éticos, de tipo social, que esclavizan a los hombres. Pero, como saben los dos “franciscos” (el de Asís y el Papa), la buena mística de la admiración cósmica lleva no sólo al estremecimiento interior, sino a la pobreza más honda (no utilizar el mundo para egoísta de una mismo) y al servicio de los demás, pues lo que hay (lo que los hombres tienen) es de todos, y sólo adquiere verdadero “valor” (se hace riqueza) si se regala y comparte entre todos, en fraternidad. En esa línea quiero evocar algunos rasgos de la “mística ecológica” de Francisco de Asís y de Juan de la Cruz.
- FRANCISCO DE ASÍS. MÍSTICA DE LA FRATERNIDAD CÓSMICA
Francisco (1181-1226) no ha sido filósofo ni teólogo en sentido estricto, pero su vida y su mensaje constituyen uno de los testimonios fundamentales de la mística del cosmos, en clave cristiana. Él ha sabido que en la base la base de la injusticia y de la destrucción del mundo y de los hombres está el deseo de la posesión. Por eso, la primera “respuesta” consiste en superar desde el mismo mundo ese deseo posesivo, pasando de la esclavitud del “tener” a la libertad del compartir en libertad todas las cosas.
Conforme a su visión, lo que se opone al evangelio no son otras religiones (como el Islam), ni unas herejías de tipo dogmático, separado de la vida, sino la avaricia, el deseo de tener, el peso de las riquezas materiales (y espirituales) que se apoderan del hombres, haciéndoles vivir de lo que tienen (lo que les tiene) y no de la gracia o don de vida, que es Dios como puro regalo, desprendimiento total de sí mismo, en un mundo interpretado como don originario. El principio de la mística es no tener nada en el mundo, compartiéndolo todo en fraternidad:
Los hermanos, dondequiera que se encuentren sirviendo o trabajando en casa de otros, no sean mayordomos ni cancilleres, ni estén al frente de la casa en que sirven... Y por el trabajo pueden recibir todas las cosas que son necesarias, menos dinero. Y cuando sea menester, vayan por limosna, como los otros pobres. Y pueden tener las herramientas e instrumentos convenientes para sus oficios... Guárdense… de apropiarse para sí ningún lugar, ni de vedárselo a nadie. Y todo aquel que venga a ellos, amigo o adversario, ladrón o bandido, sea acogido benignamente (Regula, I, 7).
Por eso, ninguno de los hermanos... tome ni reciba ni haga recibir en modo alguno moneda o dinero ni por razón de vestidos ni de libros ni en concepto de salario por cualquier trabajo... Empéñense todos los hermanos en seguir la humildad y pobreza de Nuestro Señor Jesucristo y recuerden que nada hemos de tener en este mundo, sino que, como dice el apóstol, estamos contentos teniendo qué comer y con qué vestirnos (1 Tim 6,8). Y deben gozarse cuando conviven con gente de baja condición y despreciada, con los pobres y los débiles, y con los enfermos y leprosos y con los mendigos de los caminos (Ibid I, 8‒9).
Ésta es la mística de la pobreza (no poseer nada), en la línea del no‒desear (como el budismo), propia de hermanos que comparten todo, sin que nadie se apropie de nada, a costa de otros. Sólo el que no tiene nada para ti puedes disfrutar de todo, en amor, como dirá más tarde Juan de la Cruz. Se funda así la mística de la pobreza, que no puede entenderse ya como rechazo o “demonización” de los bienes, sino todo lo contrario: como expresión de fraternidad original de los hombres entre sí y con el mismo mundo.
Los dos rasgos son inseparables: no poseer nada en particular (pobreza) y compartirlo todo en fraternidad (riqueza), sin salario o paga por lo hecho (todo se regala), sin dinero propio, en pura comunión, por encima de todo “mercado” laboral o financiero. Los hermanos trabajan y comparten sus labores, sin vender o comprar nada, pues todo lo regalan y comparten. Ésta no es una ley que se pueda o se deba imponer desde arriba, por la fuerza, sino una experiencia de gracia, de fraternidad cómica y humana, desde el Dios Padre de todos, que a todos hace hermanos en (con) Cristo. Ésta es la experiencia originaria de la libertad, la mística de la fraternidad y la pobreza.
‒ En esa línea hay que superar el sistema salarial, con la posesión particular de bienes. Los hermanos no rechazan el salario por sentirse superiores, ni tampoco por principios teóricos, sino por fraternidad, pues entre hermanos verdaderos todo es gratuidad, pues los trabajos y bienes de todos son de cada uno, de forma que ellos regalan su riqueza y confían recibir la de los otros. Ésta es la experiencia del Dios creador gratuito (que da todo, sin reservarse nada, sin cobrarlo), la fraternidad de la pobreza, que es la máxima riqueza.
‒ Rechazar todo capital,no tener nada. Según eso, los hermanos no han de apropiarse de ninguna cosa, haciéndose propietarios de ella, como Dios que todo lo da (no es dueño de nada). Por eso, ellos han de compartirlo todo, trabajo y bienes, no sólo entre sí, unos pocos (los hermanos menores de Francisco), sino todos los hombres y mujeres, siendo de esa forma como Dios (el que todo lo da) y valoran a todos como hermanos, en fraternidad abierta a bandidos o ladrones, herejes, musulmanes o paganos.
Ésta es la mística de la pobreza/riqueza fraterna, que permite a los hombres tener todo y disfrutarlo, sin poseer nada en posesión exclusiva, en contra de los otros. Eso significa que el mundo y sus cosas no son objeto de posesión o conquista, de compra‒venta o propiedad, sino don gratuito, compartido en fraternidad, en gesto contemplativo. Ésta es la mística del no poseer nada y ser hermano de todos, en identificación de amor con Dios y con los hermanos.
Sólo allí donde renuncia a la posesión privada y egoísta de las cosas, el hombre o mujer puede hacerse y ser “hermano” de todos, en Dios que es todo en todos (cf. 1 Cor 15, 28), en donación total, en contemplación, en contemplación gratuita del misterio. Desde ese fondo se entiende la mística del mundo, que Francisco propone, como experiencia radical de gratuidad y fraternidad universal.
Fundados en el Altísimo, Omnipotente, Buen Señor, los hombres podemos ser y somos hermanos, en contemplación de amor, de fraternidad cósmica, como Francisco de Asís ha destacado en su Cántico de las creaturas. Éste es el documento clave de su experiencia, que a continuación traduzco y comento en castellano:
- Altísimo, omnipotente, Buen Señor. El Himno supremo
Altísimo y Omnipotente buen Señor, tuyas son las alabanzas, la gloria y el honor y toda bendición.
A ti solo, Altísimo, te convienen y ningún hombre es digno de nombrarte.
Estas palabras encierran la más honda paradoja de la experiencia religiosa, centrada en la visión del Altísimo‒Omnipotente, a quien se entiende y siente como fuente de alabanza y bendición, no como ley, ni como norma o amenaza de pecado. Este Altísimo (Francisco no le llama Dios) no obliga a nada, nada exige, simplemente “es”, y de esa forma se revela y manifiesta desde su presencia superior de Vida, en la línea de los ángeles del nacimiento de Jesús que cantan “gloria en las alturas” (Lc 2, 14), un canto que ha sido retomado por el Gloria litúrgica de la Eucaristía: te bendecimos, te adoramos, te glorificamos, te damos gracias.
En esa línea, la oración es ante todo una “alabanza”: El descubrimiento admirado del Misterio, a quien no llamados ni Dios, ni Padre, sino Altísimo, Omnipotente, buen Señor, como los judíos, que no dicen su nombre (Yahvé), como los griegos sabios que le llaman Bueno, como los judíos que precisan ese término en la línea de Señor (Adonai, Mar‒Marán, Kyrios, Dominus). Ésta es quizá la palabra clave. Francisco no dice Dios, ni presenta al Altísimo‒Omnipotente como “padre”, sino que le llama Buen Señor: Es el Señorío, pero en línea de bondad, no de imposición o dominio externo.
‒ Éste es el misterio elevado de la realidad, el más alto (Altísimo), más que todo poder (Omnipotente), y sin embargo Bueno. Es el misterio, que saca al hombre de sí, que le eleva. Por eso, el orante se trasciende a sí mismo, levanta el corazón y las manos y tiende en movimiento irresistible hacia la Altura‒Poder (Altísimo, Omnipotente, Buen Señor): es el Poder que guía cuidadosamente la existencia de los hombres, en libertad de amor, sin imponerse, en total pobreza (sin adueñarse de nada).
‒ De forma paradójica, sino Buen Señor, y haciendo a todos los seres hermanos, este Altísimo‒Omnipotente de Francisco no aparece expresamente como Padre (a diferencia de la oración de Jesús, el Padrenuestro). Es difícil saber la razón de esta omisión del Padre: Quizá porque Francisco no tuvo buena relación con su padre comerciante (que le desheredó tras su “conversión”). Quizá porque prefiere mantener a Dios “más allá”, como Altísimo, Elevado, objeto de “alabanza, gloria, honor y toda bendición.
Sea como fuere, ese Altísimo‒Omnipotente, en paradoja primigenia, Francisco siente la necesidad de la palabra y el silencio. (a) Eleva por un lado su palabra desbordante, en forma de alabanza, gloria, honor y bendición, como aquel que ha descubierto su presencia y le responde con la voz gozosa, creadora, de su canto. (b) Pero, al mismo tiempo, esa palabra se mantiene en el silencio: “Ningún hombre es digno de nombrarte” (de hacer de ti mención). Por eso, Francisco no dice nada más sobre ese Altísimo, dejando que su presencia le llene de admiración, gozo y misterio.
Este silencio, cuajado de deseos de alabanza, es el principio primigenio de toda experiencia mística y constituye el centro de la teología negativa: conocemos sólo aquello que el Altísimo no es, a él mismo le ignoramos. Por eso guardamos silencio en su presencia, a fin de mantenernos anhelantes y admirados en su hondura, en reverencia, sin querer dominarlo, dejando que sea como es y aceptándole así, sin poseerle, sin querer hacernos dueños de su misterio (ni de nada que él ha hecho o hace sobre el mundo).
El hombre moderno, centrado en la acción (=homo faber o fabricador) y en la posesión de cosas, parece que le tiene pavor a los silencios: debe hablar, llenarlo todo con sus voces, ahuyentar de esa manera el espejismo de su miedo, poseer con su palabra lo que son todas las cosas. Pues bien, en contra de eso, Francisco nos invita primero al silencio, es decir, al desprendimiento. Por eso, como he dicho, quizá en gesto de total respeto, no se atreve ni siquiera a decir Dios, ni a llamarle Padre, sino que le ofrece su alabanza-gloria-honor-bendición y queda ante él un gesto de silencio que es el centro y sentido de la mística.
- Creaturas del cielo: Sol, luna y estrellas
Loado seas con toda creatura, mi Señor, y en especial loado por mosén hermano sol, el cual es día y por el cual nos iluminas; él es bello y radiante, con gran esplendor, y lleva la noticia de ti, que eres Altísimo. Loado seas, mi Señor, por la hermana luna y las estrellas; en el cielo las formaste luminosas, preciosas y bellas.
En la línea de la anterior, de modo sorprendente, Francisco no cita tampoco aquí a Dios, ni se le da el nombre de Padre, sino que le llama primer “mi Señor” y luego Altísimo. La estrofa anterior le presentaba como Buen Señor (bon Signore). Pues bien, ésta le llama “mi Señor” (mi' Signore), para destacar de esa manera la relación personal que el orante (Francisco) mantiene con él, como fundamento amoroso, poderoso de su vida.
Desde ese fondo debemos entender la entidad de las altas realidades celestes (sol, luna y estrellas) que aparece aquí como expresión y presencia del Señorío del Altísimo‒Omnipotente, que se traduce en forma de “fraternidad” cósmica. Ésta es la paradoja más alta del Canto: El Altísimo no aparece expresamente como Padre y, sin embargo, las realidades del cosmos son hermanas (hermano sol, hermana luna, frate Sole, sora Luna). ¿De dónde les viene esa fraternidad? ¡Ciertamente, del Señor más alto, que, sin recibir de un modo expresa el nombre de Padre, lo es de un modo excelso.
Desde este fondo recuperamos lo antes dicho sobre la “fraternidad” original de todos los hombres, que no pueden poseer nada exclusivo (como o como propiedad), porque son todos hermanos y como tales lo comparten. Desde ese fondo de fraternidad divina descubre Francisco y va nombrando la creaturas más alta (sol, luna y estrellas) en gesto de admiración (mística) del cosmos.
De esa manera, el silencio ante Dios (ningún hombre es digno de mencionarte: nullu homo ène dignu te mentovare) se vuelve alabanza fraterna por las creaturas, de manea que la teología negativa se convierte en la más positiva de las teologías. Para alabar al Altísimo sin nombre, en la línea del AT, pero sostenido ya por Cristo encarnado (¡hermano Cristo!), el orante va nombrando y descubriendo cada una de las realidades, empezando por las más altas del “cielo”, que aparecen a los ojos de los hombres y (encarnan) su misterio de Altísimo, Omnipotente y Bueno.
En el principio del todo cósmico fraterno, como formando la pareja primigenia y sustentante, desde una perspectiva humana, emergen el hermano-sol y la hermana-luna, con su séquito de estrellas. Este parentesco del hombre con el mundo superior (sol, luna y estrellas) no es producto de especulación intelectual, ni es signo de algún tipo de panteísmo materialista, sino consecuencia de la misma creación, tal como ha sido contada por la Biblia en Gen 1.
Esta es una fraternidad gloriosa que vincula nuestra vida a los poderes más altos del cosmos (sol, luna-estrellas). Pero es también una fraternidad humilde que confirma nuestra condición de creaturas: No somos el Altísimo‒Omnipotente‒Buen Señor, sino hermanos del sol y de la luna con las estrellas.
En esa línea dice Francisco que el sol es día (lo qual è iorno), indicando así que también nosotros somos día: formamos parte de la luz del sol, en gesto de belleza luminosa, recibiendo así noticia (esto es, Palabra) del Altísimo. En actitud de gozo conmovido, Francisco ha personificado al sol, llamándole messor lo fratre sole, que he traducido por “mosén hermano sol” (=mi señor o monseñor Sol). El sol aparece así como hermano mayor nuestro (monseñor, obispo), signo del Altísimo‒Omnipotente‒Señor, que, unido con la hermana madre tierra de la última estrofa cósmica del himno, constituye el espacio de totalidad fraterna (de amor y vida) en que estamos sustentados.
Al mismo tiempo somos hermanos de la luna que, simbólicamente, aparece en su rostro femenino (hermana o sora luna), presidiendo el orden de la noche. Nuestra vida es también oscuridad junto a la luz; es tiniebla y mutación frente al claror y permanencia de del día. Con gran profundidad, Francisco nos enseña a mirar en la noche, descubriendo en ella un signo de la propia realidad humana: somos cambiantes como la luna, amenazados por la muerte que llevamos dentro; moramos en el centro de una oscuridad donde las cosas pierden sus contornos y se difuminan, de manera que sólo podemos caminar si elevamos la vista en las estrellas.
Esta segunda estrofa del canto nos enseña a descubrir el ritmo del día y de la noche, desde un trasfondo místico de fraternidad. Sol, luna y estrellas no están “fuera”, como cosa externa, sino que constituyen nuestra “familia”, una fraternidad en la que compartimos los dones del Altísimo. Esta fraternidad cósmica con el día (sol) y con la noche (luna y estrellas) ha de entenderse y vivirse como experiencia de misterio.
De esa manera, la naturaleza más “alta”, simbolizada por la dualidad de sol y luna-estrellas, nos permite asumir los dos aspectos de nuestra vida luminosa y oscura, cambiante y eterna, de forma que nuestro parentesco con el cosmos no es producto de especulación intelectual, ni signo de algún tipo de panteísmo físico, sino consecuencia de la misma creación, pues como dice Gn 1, Dios nos hizo a todos con su misma palabra y con su espíritu de vida. Esta es una fraternidad gloriosa que vincula nuestra vida a los poderes más altos del cosmos (sol, luna-estrellas). Pero es también fraternidad humilde que confirma nuestra de creaturas de Dios, en gesto de fraternidad cósmica.
Evidentemente, sol‒luna y estrellas pueden tener y tienen otras funciones (con los planetas, a los que Francisco no distingue aquí de las estrellas). Pero su puesto y realidad primera no es de tipo mercantil o posesivo, sino de admiración y de alabanza, en línea de belleza. En contra de muchas religiones antiguas que han adorado y rezado (ofrecido sacrificios) al Sol‒Luna‒Estrellas, asumiendo la tradición original judía, Francisco las considera “hermanas”, alabando por y con ellas al Omnipotente.
Significativamente, el hombre no es “hermano” del Omnipotente, a quien bendice y alaba agradecido, más allá de toda palabra. Pero es hermano del Sol‒Luna‒Estrellas, con los que se vincula en admiración sorprendida, en gozo agradecido, en una línea de “participación mística”, que no es un retorno atávico a las religiones primitivas, sino un descubrimiento originario de nuestra vinculación cósmica, en gesto de admiración, de ensanchamiento agradecido, de gozo.
Este orante místico del mundo hermano que es Francisco no está perdido en la tierra, arrojado el mundo, angustiado en el cosmos, ni tampoco instalado en la realidad, como cerrado en ella, sino abierto y gozoso en el misterio de la vida, agradecido por vivir, de forma que todo en su vida es alabanza.
- Creaturas del mundo. Los cuatro elementos
Tras los misterios del alto (sol‒luna‒estrellas) aparecen los elementos del mundo: Airey agua, fuego y tierra, las cuatro esencias de la visión antigua del mundo del que formamos parte (algunos hablarán de una quinta esencia, que es como un éter superior que lo envuelve todo, pero aquí Francisco no la cita). Esto es lo que somos: Formamos parte de la gran fraternidad del viento y el agua, del fuego y la tierra, tomados como elementos primigenios, de los que todo está compuesto, de manera misteriosa, abierta a la alabanza:
Loado seas, mi Señor, por el hermano viento, y por el aire y el nublado, el sereno y todo tiempo, por el cual a tus creaturas das sustentamiento. Loado seas, mi Señor, por la hermana agua, Que es muy útil y humilde, preciosa y casta.
Loado seas, mi Señor, por el hermano fuego, por el cual iluminas la noche; él es bello y alegre, robusto y fuerte. Loado seas, mi Señor, por nuestra hermana madre tierra que nos sustenta y nos gobierna; ella produce diferentes frutos, con flores de colores y con hierbas.
Somos viento y agua, fuego y tierra, cuatro elementos. Ante ellos estamos, en ellos existimos; en su fraternidad moramos, como equilibrio inestable, complejo, de vida. Conforme a una tradición antigua, estos elementos forma la esencia cuádruple del mundo sublunar, personificados, de dos en dos, en parejas de unidad fecunda, esponsal y fraterna; aire/viento y fuego son masculino, agua y tierra, femeninos. Aquí los presento en parejas de dos en dos, masculino‒femenino, masculino‒femenina, según el orden de Francisco.
- Viento y agua. El hermano viento (frate Vento) se presenta como masculino, fecundante: es el aire que respiramos y respiran todos los vivientes. Por su parte, el agua (sor Aqua) es hermana femenina, acogedora, de manera que ambos forman una pareja admirable y admirada de misterio, presencia gozosa del Omnipotente.
Según la tradición cristiana, Francisco ha interpretado el viento en perspectiva de Espíritu Santo: es aire de Dios que fecunda las aguas del caos primero (Gn 1, 2); aire que eleva y da vida a los huesos que estaban ya muertos (Ez 37); espíritu, aliento que vuelve sagrado el bautismo. Pero, quedando eso claro, él evoca también el simbolismo más extenso del aire/viento originario, que es sustento y vida de todos los vivientes, como atmósfera que rodea, fecunda y mantiene la vida de plantas y animales.
Siguiendo en esa línea, Francisco ha destacado el carácter movedizo, voluble, cambiante, de los signos meteorológicos, y en esa línea bendice a Dios por “el air, nublado, el sereno y todo tiempo” (per aere et nubilo et sereno et onne tempo) es decir, por los diversos momentos y manifestaciones de la atmósfera, que, como indica su nombre, es la esfera o envoltorio de la “atmé” (vapor, aliento) de la tierra. El nublado es aliento de nubes cambiantes, portadoras de tormenta destructora en verano. El sereno es calma, tiempo de sol radiante que enriquece con su luz los campos.
Cambiante como el aire de la atmósfera es la vida del hombre que “respira” (que vive por respiración) sobre la tierra, compartiendo agradecido y admirado sus cambios y momentos. Por eso bendecimos a Dios “por todo tiempo”: sabiendo descubrirle en los momentos de bonanza y en el mismo terror de la tormenta.
Hermana y pareja del viento masculino viento es el agua hermana femenina (sor Aqua), El viento la lleva en sus nubes y luego la deja caer, de manera que empape y fecunde la tierra. Sin embargo, Francisco no quiere mostrar las acciones del agua, las deja en silencio, a fin de evocar de manera central su sentido y mostrar su presencia: es “muy útil y humilde, preciosa y casta” (multo utile et humile et pretiosa et casta) como la misma vida cósmica, entendida en clave de mujer amada.
Es evidente que, en esta evocación del agua‒mujer (como si fuera pareja del viento), influyen los aspectos femeninos de la vida que Francisco ha descubierto no sólo en su hermana‒amiga Clara, sino en el agua de fuentes y ríos, signo de la fraternidad universal de los vivientes. El agua es humilde-casta: es limpia, gozosa, transparente, siendo, al mismo tiempo, útil y preciosa, signo y presencia de la gracia de Dios (de su bautismo) en la vida de los hombres.
Éste es el viento y el agua de la contemplación cósmica y de la vida (liturgia) cristiana: descubrimiento de Dios en los signos del bautismo que la tradición ha destacado desde el mismo comienzo de la iglesia: si no naces del agua y el espíritu (=del viento), no puedes heredar el reino de los cielos (cf. Jn 3, 5). Agua y viento unidos son para Francisco signo de la nueva vida del creyente, el aire masculino, el agua femenina, unidos en la “tormenta de lluvia” y en la tranquilidad del campo regado florecido. En esa línea, orar es descubrirse acogido, amado, en un mundo que es viento y agua de Dios, que nos fecunda y nos vincula en amor con todos.
- Después vienen unidos el fuego y tierra. El fuego hermano, masculino (frate Focu) es bello y alegre, robusto y fuerte (bello et iocundo et robustoso et forte), como presencia del sol, signo de transformación en el que todo arde. Por su parte, haciendo pareja con el fuego, está la tierra, hermana madre nuestra (sora nostra matre Terra), que acoge la vida y la alumbra, signo y presencia de maternidad del Altísimo‒Omnipotente en el principio y fin de la historia.
El fuego es la luz que se mantiene y vigoriza destruyendo, trasmutando a su paso la existencia de las cosas, poder de alegría y belleza que se despliega consumando y consumiendo lo que existe. Pero a su lado está siempre la tierra que permanece y se muestra fecunda, dadora de vida.
Resulta significativo que Francisco se sienta unido al fuego, llamándole “fuerte y robusto”, consumiéndose y siendo a favor de los demás, como el Buen Señor de Jesucristo. Muchas veces, seducidos por un ideal de quietud como signo de poder y permanencia, hemos interpretado la vida a partir de seres que perduran siempre idénticos, dando la impresión de que no cambian: metales, roca, montaña. Pues bien, en contra de eso, Francisco nos conduce hasta el hermano fuego, que arde y se consuma y muere dando luz. Así también la vida es para nosotros un camino de pascua que se expresa y alimenta en la señal del fuego intenso, alegre y bello, que alumbra muriendo.
Pero el fuego resulta inseparable de la tierra de la que nace y en la culmina toda la vida del mundo. Esla tierra madre femenina (unida al agua también femenina) que recibe la luz-calor del sol, la fuerza y robustez del fuego, y de esa forma puede presentarse como madre de todos los vivientes, origen que nos sustenta y camino que nos guía (nos gobierna: ne sustenta et governa), cuidando nuestra vida. Ciertamente, la tierra es útil: produce las hierbas y los frutos. Pero, al mismo tiempo, se presenta como hermosa en el despliegue de sus frutos diversos, con sus flores de colores y su hierba (et produce diversi fructi con coloriti flori et herba).
De esta manera, Francisco nos arraiga en el fuego y en la tierra. Algunos hombres pretenden negar con orgullo este origen, negando así la propia condición de creaturas. En contra de eso, Francisco nos sitúa sobre el surco de la madre tierra: en ella hemos nacido y en ella vivimos, hermanos del sol y las estrellas, familiares del viento y de las aguas, como fuego divino de vida. Somos por tanto fuego y tierra, luz y oscuridad; llevamos la gloria de Dios en vasos frágiles de barro que se quiebran. Por eso es necesaria la humildad, que es el realismo del agua y de la tierra, como dicen las palabras finales de este canto: “Load y bendecid a mi Señor, y dadle gracias y servidle con gran humildad”.
- Canto al perdón, canto a la muerte
En un momento posterior, movido por la misma lógica del canto y de su vida, Francisco ha añadido a las estrofas anteriores unas nuevas de carácter diferente que alaban al Altísimo, mi Señor (mi Signore) por el perdón y sufrimiento de los hombres y, de un modo especial, por el misterio de la muerte. De esta forma, su oración se inscribe en la lógica del Padrenuestro que tras las peticiones de tipo más teológico (sobre la santidad, reino y voluntad de Dios) introduce otras de tipo más mundano en las que se ruega por el pan, perdón y libertad. Pero Francisco no bendice por el pan (pues lo supone en todo lo anterior), sino por los que perdonan y mueren:
Loado seas, mi Señor, por aquellos que perdonan por tu amor, y sufren enfermedad y tribulación; bienaventurados los que las sufran en paz, porque de ti, Altísimo, coronados serán. Loado seas, mi Señor, por nuestra hermana muerte corporal, de la cual ningún hombre viviente puede escapar. Ay de aquellos que mueran en pecado mortal. Bienaventurados a los que encontrará en tu santísima voluntad porque la muerte segunda no les hará mal. Alaben y bendigan a mi Señor y denle gracias y sírvanle con gran humildad…
Las estrofas anteriores se podrían entender en un sentido intemporal, como alabanza dirigida al Señor Omnipotente desde una armonía de adoración cósmica, sin referencia alguna a la vida de los hombres. Pero ahora, de pronto, con esta estrofa, Francisco eleva su alabanza desde el centro de una vida conflictiva, marcada por la enfermedad y la tribulación y, finalmente, por la muerte.
En ese contexto, él no ha alaba por el pan, aunque ha querido y ha sabido convertir todas las cosas en pan de fraternidad y alabanza en un camino que conduce al reino, sino por aquellos que perdonan por tu amor, y sufren enfermedad y tribulación (che perdonano per lo Tuo amore et sostengono infirmitate et tribulatione). De esa forma, la armonía más alta del sol‒luna y estrellas, con los cuatros grandes elementos (viento‒agua, fuego‒tierra) desemboca y se expresa en el perdón entre los hombres.
Ciertamente, para que haya perdón tiene que haber habido ofensa, pero Francisco no recuerda a los que ofenden (no dice nada en contra de ellos), sino sólo a los ofendidos que perdonan. Es como si quisiera mostrar que todo el orden del mundo, la mística entera como alabanza de Dios, se sostiene y funda en el perdón. Esa es la oración: Vivir perdonando, en un mundo de ofensas. Toda la armonía cósmica del Altísimo, Omnipotente, Buen Señor se condensa en el perdón.
En esta línea, la oración mística del cosmos se expresa en la experiencia originaria de un perdón, sin condiciones, sin limitaciones, cuando supone el evangelio, como lo dice en un contexto semejante el evangelio (Mc 11, 25‒26). No hay otra mística cristiana sino la del perdón, por encima de toda justicia conmutativa, de todo juicio y amenaza de condena. Ser como Altísimo (ser Altísimo en la tierra) es perdonar en amor, aunque sea a costa de sufrir cualquier tipo de enfermedad y tribulación.
De la mística del sol‒luna y estrellas (con viento y agua, fuego y tierra) pasamos así a la mística más honda del perdón por mí Señor (es decir, Cristo). Ésta es la mística activa del que contempla al Altísimo‒Omnipotente desde la conflictividad del mundo. La única condición para ello es que perdone (como en Mc 11, 25‒26), manteniéndose en medio de la enfermedad y tribulación. El orante del mundo se opone al mal con otros males, ni rechaza con violencia a los posibles culpables, sino que perdona, en gratuidad, por amor “de mi Señor”, en alabanza.
Esto significa que Francisco no ha compuesto el canto de las creaturas de una forma ingenua, en un entusiasmo infantil, fuera de la lucha y problemas de la tierra, sino que ha conocido y ha sufrido los conflictos más sangrantes de su tiempo: la codicia de los nuevos comerciantes y burgueses que destruyen la hermandad entre los hombres; la violencia de una guerra en que se enfrentan, por dineros, intereses e ideales egoísta, ciudades, grupos sociales y personas.
Él había ido de joven a la guerra, en ella fue cautivo. Vivió y sufrió el afán de las riquezas. Pero un día, al encontrar a Cristo, supo que debía abandonarlo todo: poder, prestigio, posesiones. De esa forma, en libertad muy honda, con aquellos hermanos que Dios quiso concederle en el camino, descubrió el misterio y la belleza del Omnipotente en la armonía del mundo que se expresa y desemboca en el perdón, sin juzgar, sin imponer su posible razón, sin vengarse.
De esa manera, perdonando por amor, pudo bendecir al Altísimo Omnipotente por aquellos que padecen enfermedad y tribulación, es decir, por aquellos que “saben” sufrir, sin oposición violenta, sin venganza, sin apoderarse de nada, sin defender ningún derecho, en manos del Altísimo Omnipotente, Señor de los astros y los elementos de la tierra, que sufre en los que sufren, que muere en los que mueren.
En esa línea culmina su canto alabando a mi Señor por nuestra hermana muerte corporal (per sora nostra Morte corporale). Nadie puede escapar de ella, y es bueno que así sea, pues en ella se encuentra el Altísimo. La muerte no es ladrón que roba nuestra vida, ni enemigo que nos mata, sino rostro y presencia de Dios. Es muerte “corporal” (fin de un tipo de vida), no muerte del alma, no alejamiento del Altísimo‒Omnipotente, sino presencia suya.
Eso significa que la muerte forma parte del despliegue de alabanza de los astros y de los elementos del mundo, sino revelación del Altísimo‒Omnipotente, de manera que los hombres no le bendicen a pesar de la muerte, sino más bien por ella, porque es signo y presencia de Dios, como elemento supremo de armonía cósmica del Omnipotente, siempre que sea “muerte en perdón” (es decir, sin pecado).
De esa manera culmina para los hombres la armonía cósmica, en gesto exultante de alabanza, que no es ya resultado de una persecución (como si ella, la muerte, persiguiera a los hombres, sino encuentro con el Altísimo‒Omnipotente, siempre que el hombre se deje encontrar por él (que no esté en pecado de muerte). Con este motivo, culmina el Canto de Francisco, que necesitaría ser mejor desarrollado, en la línea de todo lo anterior, en el contexto de la revelación de Dios, que es perdón absoluto, como aquel que se da a sí mismo por (y para) los hombres (en la línea del perdón que él ha pedido que ellos se den unos a otros).
Ciertamente, Francisco evoca al fin el gran riesgo, diciendo “ay de aquellos que mueran en pecado mortal” (guai a quelli ke morrano ne le peccata mortali), es decir, en violencia asesina, sin perdonar a los demás, diciendo así que los hombres pueden rechazar el perdón y condenarse a sí mismo. Pero, en este contexto, hay que añadir ese guai (ay de aquellos que mueran así) no significa “malditos seáis”, sino que puede y debe entenderse en la línea de las bienaventuranzas de Lc 6, 20‒26: “ay de vosotros los ricos etc.”, como expresión del dolor de Altísimo por aquellos que no le aman y así pueden perderse
Éste es el ay de Dios que se duele y sufre por aquellos que no saben (=que no quieren) perdonar y de esa forma corren el riesgo perderse a sí mismo. Francisco alaba a Dios por aquellos que perdonan, como Dios quiere y lo hace; pero puede haber algunos que quizá no quieran perdonar, ni recibir perdón. En esa línea nos deja ante el posible ay de Dios, que se duele por el mal de los hombres que pueden perderé a sí mismos.