Isaías. El lobo y el cordero: nueva humanidad, quinto evangelio (Dom 3 Adviento)

Es con Juan Bautista la 2ª lámpara de esperanza, mensajero del adviento de Dios. No es un sólo profeta , sino una línea de profetas, que mantuvieron viva la esperanza de Israel desde el siglo VIII al III a. C.

  Su libro, “revelado” y escrito a lo largo de siglos, constituye uno de los testimonios fundamentales  de la historia y utopía de la humanidad, como indica el siguiente comentario, tomado del Gran Diccionario de la Biblia).

Lobo Cordero Bosque - Foto gratis en Pixabay

Texto:Isaías 35,1-6a.10 

El desierto y el yermo se regocijarán, se alegrarán el páramo y la estepa, florecerá como flor de narciso, se alegrará con gozo y alegría. Tiene la gloria del Líbano, la belleza del Carmelo y del Sarión. Ellos verán la gloria del Señor, la belleza de nuestro Dios. Fortaleced las manos débiles, robusteced las rodillas vacilantes; decid a los cobardes de corazón: "Sed fuertes, no temáis. Mirad a vuestro Dios, que trae el desquite; viene en persona, resarcirá y os salvará." Se despegarán los ojos del ciego, los oídos del sordo se abrirán, saltará como un ciervo el cojo... 

            Esta palabra de esperanza está situada entre la primera y la segunda parte de libro de Isaías, que se compone de tres parte y que ha sido escrito básicamente por tres autores de la "escuela de Isaías", un línea de tradición profética que atraviesa prácticamente todo el Antiguo Testamento.

El Primer Isaías, el único que parece haber llevado ese nombre, es un profeta cuya vida conocemos con cierta seguridad. Vivió en tiempos de la gran invasión asiria, entre el 740 y el 690 a. C. y es el autor básico de Is 1-39.

El Segundo Isaías es un profeta desconocido que anuncia el retorno de los exilados de Babilonia a Jerusalén, en torno al 540 a. C.; sus oráculos han sido incluidos en Is 40-55.

 El Tercer Isaías es un profeta algo posterior, está empeñado en la obra de reconstrucción espiritual y social del pueblo en Jerusalén, en torno al 520 a. C y cuyos oráculos han siso también incluidos en el libro de Isaías (Is 55-66).

El mensaje del libro de Isaías, que ha marcado y sigue marcando la historia y la utopía social y religiosa de la humanidad, ofrece el mensaje más importante de adviento de esta año 2022 y de toda la historia de la humanidad, desde la Biblia.

(1) Primer Isaías (Is 1-39)

Isaías (Miguel Ángel) - Wikipedia, la enciclopedia libre

Es el profeta de la gran utopía, el primero de los testigos de un Dios que es Santo ofreciendo la luz de su esperanza a un pueblo  oprimido, miedoso, lleno de lamentos.  Es el profeta de la reconciliación cósmica (habitarán juntos el lobo y el cordero), de la renovación histórica (vendrá el vástago de Jesé: El Dios con los hombres, el hijo de la madre “virgen), de la transformación social (del hierro de las espadas forjarán arados, de las lanzas de combate podadera…).

(a) Teofanía: Santo, santo, santo.  Todo empieza con una visión nueva de Dios. Los hombres de su tiempo no creían en Dios. Adoraban a las armas,  identificaban a Dios don imperios militares, su única liturgia era la lucha de unos contra otros. Era entones como sigue siendo ahora: Nuestro Dios es el dinero, violencia y la guerra.  Pues bien, en ese contexto, Isaías descubre la presencia del Dios verdadero, que es santidad, que es justicia, que es esperanza de futuro:

«A   el año de la muerte del rey Ozías vi a Dios sentado sobre un trono alto y excelso sus vuelos (del manto) llenaban el Templo. Serafines se mantenían erguidos a su lado, con seis alas cada uno: con dos se cubrían su rostro, con dos se cubrían sus pies, y con dos volaban. Y clamaba uno al otro diciendo Santo, Santo, Santo Yahvé Sebaot, la tierra toda está llena de su gloria.   (Is 6, 1-9).

            Ante la visión de Dios, Isaías empieza confesando su pecado, el pecado de una humanidad que se desangra en una guerra sin fin, en una historia de violencia. ¿Qué puede hacer? Siente que va a morir, pero Dios le llama, le transforma, le convierte en profeta de denuncia (¡tenemos que cambiar!) y de esperanza.

(b) Pecado del pueblo, revelación de Dios. Apoyándose en la santidad de Dios, Isaías ha descubierto el pecado de los israelitas que olvidan al Señor: «Conoce el buey al amo y el asno su pesebre, pero Israel no me conoce no tiene entendimiento» (1, 3-4). Pecado es la injusticia de los ricos, es la sangre derramada (cf. 5, 8; 1, 15-17), es el culto dirigido hacia los dioses falsos (1, 29-30). Pero el mayor y más intenso es la arrogancia de aquellos que, creyéndose divinos, ignoran o desprecian a Yahvé y quieren salvarse por medio de las obras de sus manos, del dinero, de las armas, del ejército o los pactos militares:

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«¡Ay de los que bajan a Egipto por auxilio y buscan apoyo en su caballería! Confían en los carros, porque son numerosos, en los jinetes, porque son fuertes... Firman pactos sin contar con mi profeta..., buscando la protección del faraón, refugiándose a la sombra de Egipto» (31, 1; 30, 2). Su país está lleno de plata y oro; sus tesoros son sin número; su país está lleno de caballos; sus carros no tienen número; su país está lleno de ídolos; adoran la obra de sus manos» (2, 7-8).

Según esto, idolatría es la riqueza, los tesoros que los hombres consideran como salvadores, las armas que ellos buscan para asegurarse, con los pactos militares que convierten a los hombres en juguete de unos cálculos políticos al margen del amor de Dios y de su gracia. Frente a eso, el profeta ha proclamado: «los egipcios» (soldados, riquezas, pactos militares...) son hombres y no Dios, «son carne y no espíritu» (31, 3). Carne de este mundo es lo que el hombre construye por sí mismo: son las obras que se toman como salvadoras, en contra del Dios que es el único salvador del pueblo. Por eso, cuando Dios se manifieste:

«Serán humillados los ojos soberbios, abatida la altivez de los hombres. Sólo Yahvé será exaltado aquel día. Porque llega el día de Yahvé de los ejércitos sobre todo lo altivo y soberbio...; contra todas las altas torres, contra las murallas inexpugnables, contra todas las naves de Tarsis... Entonces será humillada la arrogancia del hombre. Sólo Yahvé será exaltado aquel día y los ídolos pasarán sin remedio» (Is 2, 11-12.15-16.17-18).

Ingenuamente mirada, esta manifestación pudiera parecer señal de prepotencia: el Dios del fuego y del terror, la envidia y la altivez, quiere imponerse por arriba, destruyendo a quien pudiera hacerle competencia. Pues bien, el texto dice lo contrario: la grandeza de Dios es expresión de gracia. Por eso, ante la luz de su misterio se descubre la locura, vaciedad y muerte de todos los ídolos. Idolatría es la altivez de un mundo que pretende salvarse por sus armas, sus riquezas, sus naves y sus torres.

Gran diccionario de la Biblia

Isaías ha mostrado que una historia fundada en las riquezas, honores y armamentos, acaba destruyéndose a sí misma. Pues bien, ¿dónde se centra la existencia verdadera? ¿Cómo realizar, fundar la historia? Isaías es tajante: el hombre se salva por la fe; por eso exige «Vigilancia y calma» en medio del peligro (7, 3-4). «Vuestra salvación está en convertiros y tener calma, vuestra valentía está en confiar y estar tranquilos» (30, 15) ¿Cómo y cuándo? Ahora mismo, en la ciudad sitiada, cuando ya se acercan los reyes enemigos, cuando Asiria envía su ultimátum sobre el pueblo (Is 7, 1-17; cf. Is 36‒37).

(2) Un mensaje de paz. La palabra de Isaías sólo puede entenderse y aceptarse como «apertura a lo que parece imposible»: un cambio de nivel, un estallido radical de gratuidad en medio de una historia dominada hasta el momento por las leyes de la fuerza. Por eso, ante el acoso de las armas enemigas, e! profeta pone como signo de Dios una «doncella que da a luz» (Is 7, 14), al servicio de la vida. Eso significa que la espada de este mundo no se puede vencer con otra espada (31, 8) más cortante o más violenta. Sólo el Dios más alto puede vencer, por medio de su paz, la espada de los hombres.

LITURGIA EUCARÍSTICA: SANTO | Música y liturgia

El profeta no conoce cómo y cuándo, pero confía en Dios y deja que él mismo le responda. Mientras tanto va creando, con su misma fe y con su palabra, un espacio de esperanza mesiánica fundada en eso que podríamos llamar su «pacifismo teológico». Isaías puede ser radicalmente pacifista, porque cree en la manifestación de Dios: «Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado»; será «padre perpetuo y príncipe de la paz, para dilatar el principado con una paz sin límites» (9, 5-6). Este es el pacifismo de quien cree en el futuro de Dios: «Cuando la vara del opresor, el yugo de su carga y el bastón de sus poderes sean quebrantados» (9, 5). Es el pacifismo del que espera en la justicia que un día reinará sobre la tierra, cuando vengan a juntarse «el lobo y el cordero, la pantera y el cabrito» (11, 6). La esperanza histórica se ha extendido de esa forma a la misma reconciliación del cosmos.

La tradición de Isaías ha reformulado esta esperanza en términos histórico-proféticos que están ligados a Jerusalén: la ciudad de David y de su templo será fuente de reconciliación para los hombres que hallarán así su paz por siempre. La esperanza futura se convierte desde ahora en principio de reconciliación histórica, porque «en los últimos días se consolidará el monte de la casa de Yahvé, como cabeza de los montes, por encima de los collados; y se dirigirán hacia él todas las gentes.

Vendrán pueblos numerosos y dirán: vayamos, subamos al monte de Yahvé... Yahvé será el árbitro de las naciones: de las espadas forjarán arados, de las lanzas podaderas; no alzará su espada pueblo contra pueblo, no se adiestrarán para la guerra» (cf. 2, 2-4).

(cf. J. L. Sicre,  Los Dioses Olvidados. Poder y riqueza en los profetas preexílicos, Cristiandad, Madrid 1979; Profetismo en Israel, EVD, Estella 1992; J. Vermeylen (ed.), The book of Isaiah, BETL 81, Leuven 1989)

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Segundo Isaías (Is 40-55). Tiempo de cambio, mensaje  de esperanza

 El imperio babilonio, que había destruido Jerusalén el 587 a.C., se aproximaba a su fin, pues el rey Ciro avanzaba victorioso desde Persia. Entonces, hacia el 550 a.C., el Espíritu de Dios suscita un nuevo profeta de esperanza y de consuelo, al que solemos llamar Segundo Isaías. Sus oráculos han sido básicamente recogidos en Is 40-55.

(1) Nuevo comienzo. El Segundo Isaías anuncia el castigo del pueblo, como habían hecho antes el Primer Isaías, Jeremías y Ezequiel, pero pone más de relieve la promesa de salvación. Desde la hondura del pueblo derrotado, emergiendo del exilio, este profeta proclama la esperanza de Dios para los hombres: «No recordéis más lo antiguo, no penséis en lo pasado: he aquí que yo realizo algo que es nuevo; está surgiendo ya, ¿no lo notáis?» (43, 18-19). Esta acción de Dios, que es poderoso en el exilio, condensa y recrea las tradiciones anteriores de tipo creador: el Génesis, el Éxodo, el camino de Israel por el desierto... De esa manera se cumplen las esperanzas: «Así dice Yahvé, el que te ha creado..., cuando pasaste por las aguas yo estaba contigo, cuando anduviste por los mares no te sumergiste... No temas, pues contigo estoy: del oriente llamaré a tus hijos, los reuniré del occidente; diré al norte entrégalos y al sur no los retengas» (43, 1-7).

La creación de Dios, iniciada en el Génesis y centrada en el éxodo, culmina así en el camino de la vuelta del exilio. Pasado, presente y futuro se vinculan, dirigidos por la fuerte y respetuosa mano del Señor. La antigua creación se vuelve principio de esperanza: de norte y sur, de este y oeste, vuelven los cautivos a la tierra liberada. Por eso, el profeta ya no anuncia algo totalmente distinto: culmina y ratifica el viejo camino de su pueblo: «Despierta, despierta, brazo de Yahvé, despierta como en tiempos anteriores, en las generaciones antiguas: ¿No mataste tú a Rahab, destruiste a la serpiente? ¿No secaste el mar, las aguas numerosas del abismo, haciendo camino en el mar para los redimidos...? Los rescatados de Yahvé volverán, entrarán en Sión con júbilo, con alegría eterna en sus cabezas, siguiéndoles el júbilo y el gozo, libres de llanto y tristeza» (51, 9-11). El recuerdo de la creación y del éxodo se actualiza ahora en los tiempos finales de la salvación, cuando retornen del exilio los cautivos.

(2) Una historia nueva. Éste es el signo de la nueva esperanza: «Una voz grita: preparad para el Señor un camino en el desierto, enderezad en la estepa una senda para nuestro Dios. Rellénense los valles, abájense montes y collados» (40, 3-4). Viene Dios, en poder y fortaleza, como verdadero rey que actúa en medio de su pueblo, y transforma la derrota en victoria, el sufrimiento en gozo desbordante. La esperanza de Dios eleva a los hombres aplastados, pues ofrece para ellos un futuro de vida:

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«Convertiré el desierto en un estanque, la tierra seca en hontanar de aguas. Pondré en el desierto cedros y acacias, mirtos y olivos, plantaré en la estepa el olmo y ciprés, con el alerce... No pasarán hambre ni sed, no les afligirá viento ni sol, pues les guía el que de ellos se ha compadecido» (41, 18-19; 49, 10).

El pueblo que escucha estas palabras vive todavía en cautiverio, pero cuenta ya con la esperanza que le dice: Acoge a Dios, avanza. El camino real es una sucesión de, soledades y desiertos; pero los creyentes tienen la certeza de que Dios les acompaña, con la voz de su llamada, con el agua y el frescor de su presencia. El pueblo parecía muerto, pero la voz de profecía lo levanta, haciéndole tender hacia un futuro que desborda los límites pequeños de la tierra de Israel y su reinado político en el mundo. Han sucedido muchas cosas, se han padecido muchos sufrimientos. Pero el pueblo empieza a caminar de nuevo, como nuevo y verdadero Abrahán, no sabe dónde se dirige; pero sabe que Dios mismo le guía.

(3) Israel, siervo de Dios. De esta forma, adquiere su sentido el sufrimiento del exilio, recreado de forma impresionante en los cantos del «siervo de Yahvé*». Israel no ha padecido en vano: «Despreciable y desecho de hombres, varón de dolores y probado en dolencias, como alguien que produce repugnancia. Estábamos todos como ovejas errantes, cada uno marchó por su camino, y Yahvé descargó sobre él la culpa de todos nosotros. Fue oprimido y se humilló, no abrió la boca» (53, 3.6-7).

El fracaso se ha vuelto crisol de nacimiento. Aquello que a los ojos de los hombres era lejanía viene a mostrarse como mayor acercamiento: Dios mismo está presente en ese siervo; ha recibido como propio el sufrimiento de su pueblo y ha cargado con sus culpas. Sólo de esa forma ha introducido, en el lugar de la caída y el fracaso, el nuevo fundamento del amor, la savia de la vida.

En el reverso de la historia, donde están los oprimidos (personalizados misteriosamente en este siervo de Yahvé) se ha desvelado el hombre nuevo. Una vez que los cautivos de Israel han asumido esta experiencia, cuando al fondo del dolor han palpado la mano de Dios, descubriendo en ella su verdad, han comenzado su historia verdadera. Un pueblo que soporta una derrota de este tipo, aprendiendo a contemplar en ella a Dios, se encuentra preparado para todas las tragedias de la historia.

(Cf. L. A. Schökel y J. L. Sicre, Profetas I, Cristiandad, Madrid 1980, 328-335; P. E. Bonnard, Le Second Isaie, son disciple et leur éditeurs (Isaïe 40-45), EB, Gabalda, Paris 1972; C. Westermann, Jesaja 40-66, ATD 19, Göttingen 1966, 204-217; K. Elliger, Deutero Jesaja (40,1-45,7), BKAT 11/1, Neukirchen 1978; Ch. R. North, Isaías 40-55, Aurora, Buenos Aires 1960, 147-159. Aclara el trasfondo histórico: P. R. Ackroyd, Exile and Restoration, SCM, London 1972, 118-137).

 Tercer Isaías (Is 56-66): Dios amigo/amiga; Dios madre

 Última parte del libro de Isaías (Is 56-66), escrita tras la vuelta del exilio (en el siglo V a.C.) por un autor o grupo de autores que retoman algunos ideales de Isaías II y se enfrentan por ello con los sacerdotes sadoquitas (línea dominante), que han pactado con el poder persa y controlan el culto de Jerusalén. Estos oráculos promueven una transformación universal (“democrática”) del culto del templo y de la vida de su pueblo. En este contexto surge ya un tipo de esperanza apocalíptica (nuevo cielo, nueva tierra) con tintes dualistas (o que tienden al dualismo, es decir, a la lucha entre los justos y los injustos, los buenos y los malos), fundada en la experiencia de un Dios de amor.

(1) Dios amigo. Dios viene a mostrarse como novio enamorado que sabe gozar con su novia y como esposo maduro que disfruta con su esposa, en amor fuerte de compañía y comunión, de mutua entrega y brillo regio. No es Padre/Rey que ama a su Hijo dándole el poder de la victoria militar, sino Padre/Amigo cuya grandeza está precisamente en su ternura y sentimiento. Este Padre es grande porque ama y sabe compartir, no porque puede resolver los problemas del mundo desde arriba por su Hijo monarca.  Así aparece en ese contexto como Esposo enamorado de su pueblo, en palabras de fuerte realismo:

«Serás corona fúlgida en la mano de Yahvé y diadema real en la palma de tu Dios. Ya no te llamarán Abandonada ni a tu tierra Devastada. A ti te llamarán Mi-Favorita y a tu tierra Desposada, porque Yahvé te favorece y tu tierra tendrá marido. Como un Joven se casa con la novia, así se casa contigo tu Dios,  y como se alegra el Marido con su esposa, se alegrará tu Dios contigo» (cf. Is 62, 1-5).

 (2) Dios Padre. Dominados por la angustia del dolor y la injusticia, desde las ruinas de su templo, asolado por los enemigos, en gesto penitencial de confesión y petición de ayuda, los exilados y/o retornados de Israel se atreven a elevarse ante su Dios, recordándole que es Padre. Externamente hablando, su palabra parece invocación de magia, como un conjuro que intenta despertar al Dios oculto, que parece que no quiere ya mostrarse como amigo y padre. Pero, mirada en su profundidad, ella constituye uno de los más valiosos testimonios de conversión personal, de oración de amor que conservamos en la Biblia:

«Observa desde el cielo, mira desde tu morada santa y gloriosa…: Tú eres nuestro Padre, que Abraham nos desconoce, Israel nos ignora. Tú, Yahvé, eres nuestro Padre; tú te llamas desde siempre nuestro Redentor... Estabas airado y hemos fracasado; aparta nuestras culpas y seremos salvos. Todos éramos impuros, nuestra justicia como paño de sangre manchada... Nadie invocaba tu nombre..., pues nos ocultabas tu rostro y nos entregabas en poder de nuestra culpa. Y sin embargo, Yahvé, tú eres nuestro Padre; nosotros la arcilla y tú el alfarero; somos todos obra de tu mano. No te excedas en la ira, Yahvé, no recuerdes siempre nuestra culpa...» (cf. Is 63, 15-16; 64, 4-7).

 Esta es una oración penitencial, pero abierta y fundada en el amor: el orante reconoce las culpas de su pueblo y desde la impureza suma de su vida (sucia sangre que todo lo mancha) invoca a Dios diciendo ¡tú eres nuestro Padre! No se defiende, no justifica su conducta, ni eleva ningún tipo de razones. Desde la culpa e impotencia del mundo, como barro que amasa el alfarero, como hijo que busca las manos de un Padre de piedad, el israelita pide ayuda a su Dios. El texto anterior (Is 62) presentaba a Dios como marido gozoso que se alegra en el amor de los humanos. Éste le toma, más bien, como Padre a quien pueden manchar nuestras culpas. Nos hallamos hacia el siglo V- IV a.C. Ha crecido en Israel la conciencia de pecado: es como si los fieles tuvieran que lavarse, limpiarse, para así estar seguros ante Dios (como indica en otro plano el ritual de Lev 16). Pues bien, ese Dios ante el que podemos y debemos descargar nuestras culpas aparece precisamente como Padre.

(3) Jerusalén, madre divina. La misma palabra penitencial, antes evocada, puede convertirse y se convierte, desde una perspectiva de encuentro con Dios, en la más honda experiencia materna de apertura confiada ante el misterio. Así lo muestra el mismo final de Isaías, en un texto que ha venido a convertirse en principio de inspiración y fuente duradera de una religiosidad cristiana de la infancia espiritual.

«Alegraos con Jerusalén, gozad con ella, todos los que la amáis; Alegraos de su alegría, con ella, todos los que por llevasteis duelo; mamaréis de sus pechos, os saciaréis de sus consolaciones, beberéis las delicias de sus senos abundantes. Porque así dice Yahvé: yo haré expandirse hacia ella como un río la paz, como torrente desbordado la delicia de las naciones Llevarán en brazos a sus criaturas, sobre las rodillas las acariciarán. Como un niño a quien consuela su madre, así os consolaré yo y en Jerusalén seréis consolados» (Is 66, 10-13).

La figura del Padre que impone la ley parece ahora velada, los pecados ya no se recuerdan. El orante no pide perdón, ni siente la necesidad de ser purificado: él es más bien como un niño que anhela y busca la ternura de la Madre, representada en primer lugar por Jerusalén (Hija Sión, Ciudad engendradora, de pechos abundantes). Esta es la necesidad suprema, este el primero de todos los deseos de los pobres humanos: saciarse de leche, sentir la dulzura de unos pechos maternos, recibir el sustento firme de unas rodillas donde asentarse.

(Cf. L. A. Schökel y J. L. Sicre, Profetas I, Cristiandad, Madrid 1980, 371-376; P. E. Bonnard, Le Second Isaïe, son disciple et ses éditeurs, Isaïe 40-66, EB, Gabalda 1972 ; W. Marchel, Abba, Père. La Prière du Christ et des chrétiens, AnBib 19a, Roma 1971, 56-61. Sobre la imagen esponsal en las relaciones de Dios con el pueblo cf. S. Heine, Christianityand the Goddesses, SCM, London 1988; R. R. Ruether, Sexism and God-Talk, SCM. London 1983; Ph. Trible, God and the retoric of sexuality, Fortress, Philadelphia 1978. He estudiado la tradición de la Hija-Sión en Hija de Sión. Origen y desarrollo del símbolo, EphMar 44 (1999) 9-43. Cf. en especial: M. Wischnowsky, Tochter Zion. Aufnahme und Überwindung der Stadtklage in den Prophetenschriften des Alten Testaments (WMANT 89), Neukirchen-Vluyn 2001).   

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