Adúlteros son ellos. Susana y la mujer de Jn 8

De la mujer de Jn 8 trata el evangelio del domingo (6, 4.25) y de ella me ocupo en la próxima postal. Hoy preparo tema, comparando la historia de Susana (Dan 13) y  la "adúltera" de Jn 8, en un contexto  "caldeado" por un tribunal de Barcelona que ha declarado inocente a un famoso futbolista  que antes había sido condenado por violación de una mujer.

   Dan 13 y Jn 8 son historias paralelas de mujeres a las que se quiere condenar por adulteras, historias con morbo femenino y masculino. Pero Susana es inocente y los adúlteros culpables son sus jueces. Por el contrario, la mujer de Jn 8 es culpable, pero sus jueces lo son también, adúlteros de intención, provocación y  deseo.

Susanna and the Elders

Susana,  esposa fiel acusada por jueces culpables (Dan 13)

                         Junto a Sara, liberada del demonio por un ángel (Rafael) y casada con un buen judío, ponemos a Susana, esposa fiel a la que acusan de adulterio y quieren matar unos jueces perversos, siendo liberada por Daniel, un personaje con rasgos semi-angélicos. Ésta es una narración piadosa, pero de gran importancia jurídica, pues sirve para condenar a los falsos jueces (ancianos) de Israel y para mostrar la inocencia de Susana, a quien ellos habían acusado y condenado a muerte por adulterio.

             Susana es como Sara, una mujer noble y rica, pero no sigue soltera, sino que está casada con Joaquín, judío principal del exilio de Babilonia (no de Nínive, como Tobías), y su historia parece una “novela ejemplar” añadida al texto antiguo de Daniel. Se escribió en hebreo o arameo, pero sólo se conserva en la versión griega canónica (Dan 13 LXX) y en  Teodoción,  con algunas variantes. Al lado de Susana, el protagonista es Daniel, juez sabio (que descubre el engaño de unos jueces perversos que la habían pretendido violar y  condenado). En el fondo queda el pueblo que asiste al juicio y, sobre todo, la familia de Susana, formada por sus padres, su marido y sus hijos, que tienen importancia menor en la trama, como si el tema en sí no les atañera.

Un tema de adulterio

            La narración supone que el adulterio de la mujer ha de ser condenado (cf. Ex 20, 6; Dt 5, 18), no sólo para salvaguardar la unidad matrimonial (desde la perspectiva del varón), sino también para garantizar la pureza de los hijos (para que no se mezcle y mancille la buena semilla del pueblo). Ciertamente, el adulterio es cosa de dos (un varón, una mujer), pero tanto la Biblia como la tradición posterior destacan su gravedad en la mujer casada, que aparece como propiedad del marido y madre de sus hijos. Es ella la que peca si se acuesta con otros hombres, pues corre el riesgo de dar a su marido hijos "ajenos". De esa manera, con el fin de proteger la integridad de la familia, desde la línea del varón-patriarca y de los hijos, que han de ser limpios, la ley de Israel (como otras leyes) ha condenado a las mujeres adúlteras a muerte..

                Vivía en Babilonia un hombre llamado Joaquín. Se había casado con una mujer llamada Susana, hija de Jelcías, que era muy bella y temerosa de Dios. Los padres de Susana eran justos y habían educado a su hija según la ley de Moisés. Joaquín era muy rico, tenía un jardín contiguo a su casa, y los judíos solían acudir donde él, porque era el más prestigioso de todos. Aquel año habían sido nombrados jueces dos ancianos, escogidos entre el pueblo… Venían éstos a menudo a casa de Joaquín, y todos los que tenían algún litigio se dirigían a ellos. Cuando todo el mundo se había retirado ya, a mediodía, Susana entraba a pasear por el jardín de su marido. Los dos ancianos, que la veían entrar a pasear todos los días, empezaron a desearla. Perdieron la cabeza dejando de mirar hacia el cielo y olvidando sus justos juicios. Estaban, pues, los dos apasionados por ella (Dan 13, 1-8).

 Éste es el comienzo de la historia, centrada en el acoso de los jueces-acianos y en la honestidad de Susana, que prefiere mantenerse fiel a Dios y su marido, que permitir que la seduzcan, aunque corra por ello el riesgo de ser condenada a muerte. El texto supone que es bella y religiosa (13, 2), según la educación que ha recibido, en una familia rica (de Jelcías), tiene un “buen” marido con hijos y servidumbre… (cf. 13. 3. 30. 63). Así aparece como signo de los auténticos judíos que cumplen la ley de Dios (cf. Dan 13, 57), bendecidos por la fortuna (son ricos) en medio del exilio. No es una mujer del pueblo pobre de la tierra, sino una “aristócrata” del cautiverio, con gran libertad familiar. Unos ancianos jueces de Israel le quieren seducir, pero ella se mantiene firme, en medio de la dura prueba, de la que sale vencedora, con la ayuda de Daniel (=Juez de Dios), apareciendo como ejemplo de fidelidad religiosa y familiar.

Su marido se llama Joaquín, y se dice que es rico y respetado, pero no que sea “justo”. Tiene casa y parque con estanque, rodeado por un alto muro, y en ella suelen reunirse los “ancianos” (jueces) del pueblo, aunque en ciertos momentos la puerta se cierra, de forma que la casa y  convierte un lugar privado, y Susana puede bañarse o limpiarse en un estanque. Pues bien, junto a ella aparecen los jueces (ancianos), malos israelitas (cf. Dan 13, 52-53. 56-67), que  se habían escondido para mirarla desnuda y seducirla; ellos representan la justicia pervertida propia de varones  que intentan violar a una mujer indefensa, ocupando así el lugar que el demonio Asmodeo ocupaba en la historia de Sara y Tobías (y de los violadores angélicos del mito de Henoc).

Susanna and the Elders

En muchos lugares y tiempos se han contado historias como ésta: la riqueza y hermosura (parque con estanque, mujer joven desnuda, como en el paraíso) excitan y nublan la vista de los jueces, de manera que la mujer inocente parece que debe sucumbir sin remedio ante el engaño y violencia de esos jueces que la acusan, mientras Dios sigue en silencio. Ciertamente, hay una ley contra el divorcio, pero los mismos legisladores (ancianos) la quebrantan para violar a la mujer:

 Un día entró Susana en el jardín como los días precedentes, acompañada solamente de dos jóvenes doncellas, y como hacía calor quiso bañarse en el jardín. No había allí nadie, excepto los dos ancianos que, escondidos, estaban al acecho. Dijo ella a las doncellas: «Traedme aceite y perfume, y cerrad las puertas del jardín, para que pueda bañarme»…

En cuanto salieron las doncellas, los dos ancianos se levantaron, fueron corriendo donde ella, y le dijeron: «Las puertas del jardín están cerradas y nadie nos ve. Nosotros te deseamos; consiente, pues, y entrégate a nosotros. Si no, daremos testimonio contra ti diciendo que estaba contigo un joven y que por eso habías despachado a tus doncellas». Susana gimió: «¡Ay, qué aprieto me estrecha por todas partes! Si hago esto, es la muerte para mí; si no lo hago, no escaparé de vosotros. Pero es mejor para mí caer en vuestras manos sin haberlo hecho que pecar delante del Señor» (Dan 13, 15-23).

 Susana quiere bañarse en el estanque privado de su parque, que a estas horas debía estar vacío, y manda a las criadas que vayan a la casa por perfume.  Pero quedan escondidos dos ancianos/jueces, y cuando saben que está sola salen para acostarse con ella, pero ella grita pidiendo auxilio, y gritan también los ancianos, de manera que  cuando acude la gente de la casa, esos ancianos acusan a Susana de adulterio, diciendo que la han visto yacer con un joven, que ha logrado escaparse pues tenía mucha fuerza y que, por esa razón, está desnuda (como efectivamente está) sobre el jardín del delito (una especie de paraíso invertido, como mujer corrompida por una nueva serpiente). Se instruye el juicio y, como es normal, la asamblea acepta la versión de los jueces ancianos, que condenan a muerte a Susana.

Triunfa la justicia, una mujer inocente

Cuando todo parece perdido y van a ejecutarla, sin que sus padres, hijos y parientes puedan (o quieran) hacer nada (Dan 13, 30), y sin que ni siquiera su marido la defienda, aparece Daniel, juez joven y profeta, portador de la justicia de Dios, revelador de su juicio, para invertir la sentencia y restablecer el orden, a favor de Susana y su familia, en clave de talión. Daniel logra que se reinicie el juicio y así puede demostrar que los ancianos son perjuros, descubriendo sus mentiras ante el pueblo, que acepta jubiloso el nuevo veredicto:

 Entonces la asamblea entera clamó a grandes voces, bendiciendo a Dios que salva a los que esperan en él. Luego se levantaron contra los dos ancianos, a quienes Daniel, por su propia boca, había convencido de falso testimonio y, para cumplir la ley de Moisés, les aplicaron la misma pena que ellos habían querido infligir a Susana: les dieron muerte, y aquel día se salvó una sangre inocente. Jelcías y su mujer (los padres de Susana), todos sus parientes y Joaquín el marido alabaron a Dios, porque su pariente Susana no había cometido ninguna acción vergonzosa (Dan 13, 60-63).

 Éste ha sido un proceso de familia, porque el adulterio es ante todo una falta contra la familia. Pero, a lo largo del juicio, resulta inquietante la ausencia del marido, a quien Susana permanece siempre fiel, mientras él no dice nada, dejando el caso en manos de una justicia ajena. Joaquín no actúa como testigo a favor de Susana, ni intenta defenderla  con su palabra, sino que se mantiene pasivo y no toma parte en el proceso, de manera que el relato sólo le presenta como favorable a su esposa cuando Daniel ha demostrado que ella es justa.

También los padres, hijos y parientes parecen ausentes a lo largo del proceso. Sólo cuando el juicio se ha resuelto a favor de Susana, el texto dice que ellos se alegran. Esta ausencia del marido (el más respetado de los judíos) y de los parientes resulta enigmática, pero responde a la lógica de un relato donde el “adulterio de la mujer” no sólo es pecado contra el marido, sino contra la misma sociedad y contra Dios (a quien deberían representar los jueces).

Leído así, el texto pone de relieve la extrema falta de seguridad de Susana, mujer bella (apetecible), a la que se puede acusar y matar por el testimonio falso de dos hombres que la desean, sin que ella por sí misma sea capaz defenderse, y sin que intervenga a su favor testigo alguno. Ella lo tenía todo en la casa: un marido rico, unos hijos, un jardín, con criadas a su servicio… pero se encuentra a merced de la acusación de unos perversos. Pues bien, en ese contexto, precisamente en el momento en que ella se encuentra más indefensa, la Biblia supone que hay una solución más alta, no en contra de la ley, sino a favor de la auténtica Ley, por intervención de Dios y ministerio de Daniel, que demuestra la inocencia de Susana, mostrando que los ancianos-jueces, sus acusadores, son culpables de forma que han de morir por eso.

Éste es un caso ejemplar, dentro de la Ley, pero sólo puede resolverse de ese modo (con un final feliz) allí donde interviene un Juez Sabio como Daniel (o un liberador celeste como Rafael del caso anterior). Pero una solución así resulta rara. En muchas ocasiones las mujeres acusadas como Susana acaban siendo condenadas y mueren. Ciertamente, el texto sabe que Susana es inocente,  pero es muy posible que, en el fondo del relato, haya también una advertencia contra su gesto de bañarse a solas, como tentadora, sin la presencia inmediata del marido o de las siervas que han salido a buscar perfumes.

Este relato muestra que una mujer como Susana puede ser acusada por personas que la  desean y al verse frustradas quieren condenarla. Según derecho, ella tiene que morir, pues la ley condena con sentencia capital a la mujer infiel, siempre que dos testigos honorables le acusan de serlo. Pues bien, en defensa de Susana se eleva aquí Daniel, no en contra la ley, sino a favor de la auténtica Ley, como representante de un buen sistema judicial que logra separar a buenos y malos. Por eso, en lugar de matar a Susana (cuya inocencia queda demostrada) hace matar a los malos jueces, convertidos en chivo emisario de un sistema de violencia.

            Este juicio de Daniel se sigue situando en un nivel de ley, y así aparece como expresión de una justicia que debe salvar a los buenos (Susana) y condenar a los malos (falsos jueces). De esa forma se mantiene dentro del buen sistema  y necesita que la justicia funcione por medio de la muerte, para que las buenas «susanas» puedan bañarse en su parque. Se impone así la justicia del talión, cambian las suertes y en vez de la acusada mueren los acusadores, pero el sistema sigue, de manera que otras “susanas” que no encuentren a un Daniel (o que de hecho hayan sido adúlteras) serán condenadas a muerte.

         Este caso nos sitúa ante un “matrimonio de ley”, donde el derecho del marido queda al fin salvaguardado. Es un relato ejemplar, pero insuficiente  en línea de auténtica humanidad, como ha puesto de relieve el relato paralelo  y tan distinto de Jn8, 1-11, donde la mujer acusada es culpable (en contra de Susana), y sin embargo Jesús no la condena 

Superar la justicia legal. El perdón de la adúltera (Jn 8, 1-11)

Este pasaje retoma la historia de Susana, pero con una orientación y final distinto. Lo primero que sorprende es su concisión: desaparecen los detalles literarios (Susana desnuda, el baño en el parque...), y sólo se dice que la mujer ha sido sorprendida en flagrante (autophôrô) adulterio (¡sin cita a su cómplice y marido!), para añadir que, según ley, ella debe ser ajusticiada: ¡Moisés manda lapidarla! (cf. Lev 20, 20; Dt 22, 22). ¿Qué dirá Jesús?.

Insuficiencia de la ley. La respuesta de Daniel parecía consecuente: ¡Cumplir la buena ley, descubriendo a los culpables, aunque el mundo entero tiemble! (para bien del sistema). Jesús, en cambio, dice algo distinto: No puede (ni quiere) probar la inocencia de la mujer, ni la mala fe o deseo lujurioso de los acusadores, sino que se enfrenta con la misma ley de Moisés, para ofrecer, sobre ella, un camino de gracia, que permita salvar a la mujer, buscando el cambio de todos, empezando por los jueces. Para ello debe mostrar la insuficiencia de un tipo de derecho matrimonial, situando a la mujer adúltera y a sus acusadores, ante el espejo más hondo de su conciencia y, sobre todo, ante la fuente inextinguible de la gracia universal de Dios. Veamos el texto:

 Los escribas y fariseos le llevan una mujer sorprendida en adulterio, la ponen en medio y le dicen: «Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. En la Ley, Moisés nos mandó apedrear a estas mujeres. ¿Tú qué dices?» Esto lo decían para tentarle, para tener de qué acusarle. Pero Jesús, inclinándose, se puso a escribir con el dedo en la tierra. Pero, como ellos insistían en preguntarle, se incorporó y les dijo: «Aquel de vosotros que esté sin pecado, que le arroje la primera piedra». E inclinándose de nuevo, escribía en la tierra. Ellos, al oír estas palabras, se iban retirando uno tras otro, comenzando por los más viejos; y se quedó solo Jesús con la mujer, que seguía en medio. Incorporándose, Jesús le dijo: «Mujer, ¿Dónde están? ¿Nadie te ha condenado?» Ella respondió: «Nadie, Señor» Jesús le dijo: «Tampoco yo te condeno. Vete, y en adelante no peques más».

 Según ley de varones, ha de ser ajusticiada. Pero Jesús sabe que hay algo más alto que esa ley, y que existen diferentes motivos para demostrarlo. En esa línea, utilizando una técnica de interpretación bíblica, él podría haber “resuelto” el tema siguiendo el camino de Mc 10, 1-12 (al ocuparse del divorcio), diciendo que el “no matarás” (decálogo de Ex 20) es anterior a la norma que exige matar a las adúlteras (Lev 22, 20). Pero aquí actúa de otra forma: No cambia la ley, ni investiga mejor la trama (como en el relato de Susana).No busca fallos en el juicio de los ancianos que quieren condenar a la adúltera, ni presenta atenuantes de tipo psicológico y social, sino que se sitúa en un plano personal más alto, poniendo a los jueces ante su propia conciencia.

En primer lugar, de un modo implícito, Jesús apela al amor gratuito de Dios que perdona a la mujer adúltera, como aparece en la historia del profeta Oseas. Pero, al mismo tiempo, él apela a la condición pecadora de los acusadores, preguntando: ¿Cómo unos culpables pueden condenar a otra culpable? Más que de la adúltera, el texto trata de sus jueces, mostrando que ellos no tienen autoridad para condenarla, y añadiendo:¡Tampoco yo te condeno! (cf. “no juzguéis y no seréis juzgados”: Mt 7, 1-3).Como he supuesto ya, materialmente, la historia más cercana la nuestra es la de Susana (Dan 13 LXX); pero, desde su contenido, la más cercana es la de Oseas profeta que, apelando al ejemplo de Dios, que acoge a su esposa culpable (Israel), perdona a su mujer, y está dispuesto a iniciar con ella una nueva historia de amor.

Un perdón que supera la ley. Jesús también perdona y quiere que los hombres se perdonen entre sí, en un gesto que incluye, sin dado, el perdón entre los esposos. De todas formas, en este pasaje, quien tienen que perdonar no es el esposo (no se habla de él), sino los jueces, que son los que pueden condenar a muerte a la adúltera, en nombre de la sociedad. Pues bien, conforme a su visión del Reino de Dios, Jesús no puede aceptar que maten sin más a la adúltera, aunque con ello triunfe el “buen juicio” (como en el caso de Susana), ni que los justos se impongan por la fuerza sobre los injustos, sino que se extienda el amor sobre todos. Así rechaza la aplicación de un tipo de ley utilizada al servicio de aquellos que se creen buenos, y se “justifican” a sí mismos imponiendo su justicia (que llaman justicia de Dios) y condenando o expulsando a los disidentes o distintos.

De esa forma, él supera el mecanismo de la ley, avalada según tradición por Moisés, situando a cada uno de los jueces ante su propia conciencia: Quien esté limpio de culpa tire la primera piedra. (a)Por una parte, como he destacado al principio de este capítulo, Jesús ha superado la ley del divorcio, apelando al Dios creador y al amor posible entre un hombre y una mujer, rechazando así el privilegio del divorcio masculino. (b)Pues bien, él se opone ahora a la ley que manda matar a las adúlteras, y lo hace de una forma totalmente distinta, perdonando a una mujer que “rompe” el matrimonio. De esa manera actúa de forma paradójica. Por una parte es más exigente que Moisés, al oponerse al divorcio; por otra parte es mucho más suave, al perdonar a la adúltera.

Mujeres de la Biblia Judía, de Pikaza Ibarrondo, Xabier. Editorial Clie ...

Esta paradoja expresa la novedad del evangelio. Ciertamente, en nombre de su propia ley, los que acusaban a la mujer podrían haber respondido, como tendemos a responder nosotros: ¡Estamos limpios, somos buenos, podemos y debemos juzgar a los culpables! Pero los ancianos del texto no lo hacen, sino que se dejan interpelar por la palabra (mirada) de Jesús y reconocen su culpabilidad, dejando que caiga la piedra de su mano, empezando por los más ancianos (en el sentido doble de senador-presbítero: hombre de edad y juez o magistrado). Todos se descubren pecadores.

La ley manda matar a las adúlteras(Lev 20, 20; Dt 22, 22), pero Jesús nos conduce más allá de la ley, al lugar donde emerge el perdón, descubriendo que, más allá del adulterio, está el perdón. Frente al Dios que manda lapidar a las adúlteras sitúa Jesús la experiencia más honda de la gracia de la vida. No necesita libros, como los que citan los escribas, pues él escribe sobre el polvo de la tierra, mostrando así que la vida de Dios supera todas las leyes y sentencias de muerte del mundo, permitiendo vivir a la mujer y también a sus jueces, para que todos empiecen un camino distinto. Jesús muestra así que tanto la mujer como los jueces son pecadores, pidiéndoles que lo acepten e inician un camino de perdón compartido, no como heroínas rescatadas de los malos jueces (tema del relato de Susana), sino como culpables que pueden ser perdonados. Esta respuesta de Jesús resuelve el problema en un determinado sentido (superando la lapidación de la adúltera), pero deja abiertos otros interrogantes: ¿Con quién irá la mujer: con su marido o con su posible amante? ¿Qué han de hacer los jueces…?

No matar a las adúlteras. Históricamente, esta escena parece poco verosímil, y son muchos los que afirman que no puede situarse en la vida de Jesús, pues no parece probable que él hubiera logrado intervenir de esa manera en el juicio público de una adúltera… Por otra parte, ella aparece de forma tardía en la tradición de los evangelios, primero en algunos manuscritos de Lucas y luego en Juan, donde tampoco se encuentra siempre atestiguada. Se trata, pues, de una historia textualmente difícil, una especie de “parábola” errática que el evangelio de Juan ha terminado aceptando con dificultad en su texto, quizá porque, tomada de manera estricta, ella va en contra de todo el sistema legal, porque socava la autoridad de los jueces y sitúa al conjunto de la sociedad ante una forma distinta de entender la justicia, sobre todo en el plano de las relaciones familiares.

Sea como fuere, esta narración(que no proviene del Jesús histórico, pero que recoge su experiencia más profunda) ha terminado entrando en el evangelio de Juan, donde actúa como parábola cristológica y sentencia judicial. Ella ofrece una interpretación espléndida del estilo y de la praxis judicial de Jesús y nos sitúa, al mismo tiempo, ante la verdad universal del ser humano, para decirnos que el día en que todos nos consideremos pecadores podremos dialogar de forma abierta, perdonándonos mutuamente, desde la gracia más alta de Dios Padre, para iniciar una forma de vida familiar y social diferente, sin condenar de antemano a los que consideremos culpables. Ante la exigencia de Jesús (¡quien esté limpio que tire la primera piedra!) todos los jueces se van, uno tras otro, reconociéndose pecadores, confesando así su propia culpa.

 Del otro como pecador (culpable de muerte) el texto nos hace pasar a la visión de nosotros mismos como pecadores, de manera que, ante la mujer adúltera, queda sólo Jesús, el único inocente (y el pueblo que actúa como testigo de fondo de la escena, desde lejos, sin haber intervenido en el juicio).Teóricamente Jesús podría condenarla, pues según el evangelio de Juan él no tiene pecado (Jn 8, 46); pero su inocencia se define más bien como perdón: ¡Tampoco yo te condeno, vete y no peques más! De esta forma se enfrentan y distinguen la ley que se mantiene matando a los “culpables” y la gracia creadora de Jesús:

 ‒ La ley conoce el pecado y descubre al pecador y tiene clara la respuesta, como saben los jueces: ¡Dios mismo manda lapidar a estas mujeres! Como representantes de un Dios de “justicia”, los acusadores “justos” se creen obligados a lapidar a sus culpables, ellos mismos, sin necesidad de verdugos. De esa manera se impone sobre el mundo la justicia de los triunfadores, que se sientan capaces de juzgar y condenar a los culpables, en un ejercicio de “claridad” legal, que penetra en las entrañas de la vida de familia.‒ Pero Jesús introduce en la vida de los hombres y mujeres el conocimiento del propio pecado y la experiencia del perdón. De esa manera, frente a una ley que se impone matando a las pretendidas “adúlteras”, eleva Jesús una instancia más alta de gratuidad que puede fundar la vida de la familia. Él no necesita ya libros donde se asienta inflexible la norma de la justicia, sino que escribe su palabra sobre el suelo: Dios y su gracia superan todas las leyes y sentencias del mundo. En el polvo frágil de la vida escribe Jesús su marca de humanidad y perdón, como principio de vida de la familia.

La familia en la Biblia: una historia pendiente :: Libros :: Religión ...

             Ciertamente, los principios legales que han llevado a condenar a las adúlteras por milenios (y que siguen utilizándose todavía en muchas parte del mundo, como en cierto Islam) siguen teniendo un valor: Es importante resguardar el derecho del esposo sobre la esposa (y viceversa), conocer quién es el padre de los hijos…Pero hay algo mucho más valioso: La comunicación personal entre los esposos, la gratuidad, el perdón… La verdadera familia no se eleva apelando a un tipo de ley “natural” violenta (matando a las adúlteras), sino creando experiencias de comunión en libertad.

Jesús no ha rechazado los principios de la ley en plano de teoría. No ha querido actuar como un escriba más sabio que los otros, pues toda ley se vuelve al fin imposición, sino que ha ofrecido una gracia y un perdón universales, para que podamos confesar la propia culpa y descubrir, al mismo tiempo, que estamos perdonados y así perdonar a los otros. Los jueces se creían seguros, con su ley y conciencia. Pues bien, Jesús les conduce a un nivel más hondo, diciendo que se miren a sí mismos, para que vean que condenan a los otros porque tienen miedo, se sienten inseguros, necesitan descargar su agresividad en ellos.

Jesús y la mujer adultera Juan 8:1-11, reflexión

Un sistema de ley sólo resuelve las cosas juzgando y condenando a los sospechosos, y de esa manera sitúa a los hombres en un plano de justicia impositiva, dominada por el miedo. Pues bien, el surgimiento de la familia verdadera nos obliga a superar ese nivel, y nos sitúaen un plano de gratuidad y de perdón como principio de todas las relaciones personales. Por nosotros mismos tenemos mucha dificultad en superar el sistema de ley, a no ser que irrumpa en nuestra vida una experiencia más alta, como la de Jesús; tanto la mujer acusada como los acusadores estamos atrapados en un mismo sistema de violencia y venganza. Por eso ha sido fundamental la palabra de Jesús que nos colocado a todos ante el don y la urgencia del perdón.

Jesús y la adúltera, una palabra sanadora

Este gesto y palabra de Jesús proviene del Antiguo Testamento, tal como expresa en Oseas, donde Dios mismo aparece como marido engañado, que ama y perdona a la mujer adúltera, para iniciar así una nueva historia de amor y de perdona. De esa manera muestra que la solución del problema del adulterio no es la muerte de los posibles culpables, sino la conversión de todos y el perdón mutuo:

 ‒En el principio de la vida. Esta escena, con la respuesta de Jesús, nos sitúa ante un nuevo y más alto nivel de justicia y de amor (de perdón), en el contexto del matrimonio, llevándonos así hasta las fuentes de la vida, que puede y debe edificarse sobre bases de conocimiento propio (¡el que esté libre de culpa…!) y sobre gestos de perdón de los demás. Más allá de la ley de sangre (que sanciona la violencia, pues la emplea para castigar desde Dios a los culpables), Jesús ha revelado la fuerza de la gracia y la exigencia de conversión.

Vete y no peques más. Esta palabra final de Jesús se dirige a la mujer adúltera, pero también a los pretendidos jueces, y de un modo más hondo a su posible colaborar y a su marido. Unos y otros deben reconciliarse e iniciar una vida en gratuidad, creando condiciones distintas de convivencia, una historia de gratuidad no impositiva. Separar a la adúltera y convertirse en chivo expiatorio del mal de todos carece de sentido. Sólo en un contexto de conversión comunitaria puede iniciarse un camino de reconciliación.

Un perdón que es amor. Muchas veces hemos entendido el perdón (eclesial, social, comunitario) como instrumento de dominio: nosotros, los que perdonamos (sacerdotes, jueces), aparecemos de esa forma como superiores a los otros, convirtiendo a la pecadora perdonada en signo de nuestra propia bondad, para gloria del sistema. Pues bien, en contra de eso, el verdadero perdón ha de volverse principio de un conocimiento más alto y de una vida reconciliada y gratuita, donde todos, jueces y juzgados, se vinculan en un mismo perdón. Sólo se puede perdonar de verdad donde se ama, y donde el amor nos vincula a todos de un modo más alto.

Más allá de la ley. El texto de Susana (Dan 13) distinguía bien a malos e inocentes: al final triunfaba la ley, como en las buenas obras de cine o teatro, para gloria del sistema, de manera que todo podía seguir igual, con los “buenos” jueces condenando y matando a los verdaderos culpables (que en ese caso eran los ancianos). Por el contrario, Jesús nos eleva más allá de la pura justicia, haciendo que todos nos descubramos pecadores, pero capacitándonos para iniciar un camino de perdón compartido, no como héroes justos o heroínas rescatadas de los malos jueces, sino como culpables que pueden perdonarse mutuamente.

En ese fondo, Jn 8, 1-11 aparece como parábola cristológica. Todos se van, mujer y jueces, dejando a Jesús sólo, perdonando a la adúltera. Allí queda, en el centro, escribiendo sobre el polvo los mandatos de una (supra-)ley de gratuidad, como el único inocente de la escena, ofreciendo así una nueva visión del matrimonio. Él perdona y enseña a perdonar, pero, conforme al contexto anterior del evangelio (cf. Jn 7, 45-52), ha venido a quedar en manos del juicio de este mundo, de manera que pudiera decirse que él ha ocupado el lugar de la adúltera, de forma que las mismas piedras que hubieran servido para matar a adúltera ella se alzarán después contra él (Jn 8, 59). No ha juzgado a nadie, no ha empleado la ley para condenar (ni a la adúltera, ni a sus jueces), pero a él le han condenado y matado los partidarios de un tipo de familia fundada en la fuerza del sistema.

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