Guerras de Dios, el ejército judío (1)

Estamos asistiendo a una nueva edición de esas guerras, contra Gaza, Líbano y Persia/Irán al mismo tiempo.

Tienen actualmente rasgos nuevos, de tipo militar, político, económico y religioso. Pero  está latente en ellas un mismo aliento salvaje de violencia, una convicción religiosa quizá secularizada  de elección divina y de razón humana, un aire apocalíptico, el fin del mundo: Perezca el orbe, salvémonos nosotros..

He situado estas nuevas guerras a la luz de las luchas bíblicas contra los pueblos del entorno de Israel conforme a una "sagrada Escritura antigua" entendida por muchos como libro actual de batallas. Buen día a todos, a pesar de la guerra.

Mapa del conflicto entre Israel y Hezbolá - Descifrando la Guerra

Ejército y guerra constituyen uno de los temas capitales de la Biblia. De tal forma vivimos inmersos en una tradición militarista que difícilmente hemos caído en la cuenta de que gran parte de la Biblia hebrea debería haber tomado el título de uno de sus textos más antiguos: Libro de las guerras de Yahvé (Números 21,14).

El Dios de Israel empezó siendo un Dios guerrero; su campo de experiencia, las batallas, que se extienden desde el éxodo de Egipto (Ex 13-15) hasta el final del tiempo, hasta el momento en que los pretendidos justos impongan su reinado (cf. Ez 38-39; Dan 7) y dominen sobre el mundo entero[1].

 Pero también en este campo, la Biblia es para muchos de nosotros un libro bien sellado (cf. ApJn 5,1-5), incomprensible si no viene un enviado de Dios para explicarlo (cf. Hech 8,30-35). En la línea de esa explicación quisieran situarse las páginas que siguen, organizando el material de forma progresiva, para desembocar, según el cristianismo, en  Jesucristo. Intentaremos evitar los muchos comentarios dejando que el mismo texto hable.

Para ello lo dividimos en tres apartados: historia de las tribus de Yahvé, desde su mismo surgimiento hasta que acaban formando un estado centralizado (entre el 1300 y el 1050 a.de C.); historia del estado israelita (y judío), que acaba destruido en el exilio (del 1000 al 585 a. de C.); identidad y desarrollo del pueblo judío, desde el exilio hasta el final del Antiguo Testamento, en tiempos de Jesús. Cada uno de estos apartados mostrará el sentido y funciones del ejército, tanto en el plano de la historia como en el nivel de las idealizaciones y utopías que resultan predominantes en el tercero de los momentos indicados: el ejército no es sólo institución social, sino también un signo idealizado (a veces sacralizado) del poder o de la falta de poder de un pueblo. Así lo mostrarán las notas que ahora siguen.[2] 

  1. Milicia popular. Las tribus de Yahvé

 Ciertamente, la Biblia (Pentateuco, Josué, Jueces) conserva diferentes datos sobre los antepasados de Israel que vivieron dentro o fuera de Palestina en un período de tiempo que puede resultar relativamente extenso, entre el 1700 y el 1300 a. de C.[3]. Pero aquellos patriarcas no formaban todavía un pueblo estrictamente dicho, no eran israelitas. Sus historias se recuerdan como tradición de tribu o como justificación (etiológica) de un determinado lugar cúltico de una determinada costumbre social o religiosa. Son historias que fueron cuidadosamente desmilitarizadas para indicar así que las batallas de Israel tuvieron su comienzo en el éxodo y conquista de la tierra.[4]

También para nosotros el problema comienza en la conquista o, mejor, dominación de Israel sobre Palestina. Todo nos permite suponer que no existía un pueblo unido antes de aquello: había bandas inconexas, grupos oprimidos, quizá clanes en huida. Pero el pueblo propiamente dicho comenzó a cuajarse en Palestina. ¿Cómo? Tradicionalmente se ofrecen tres respuestas que pretenden explicar algunos datos de Núm-Dt y sobre todo de Jos y Jc. Será bueno recordarlas brevemente, destacando el fondo hermenéutico que actúa en cada una de ellas.[5]

 LA CONQUISTA DE PALESTINA. INTERPRETACIONES

1.- La más antigua es, quizá, la hipótesis de la conquista nacional violenta, que toma como base histórica los datos muy teologizados de Jos 1-12. Aquí se presupone que el pueblo ya se había formado de antemano: nació a la vida en la opresión de Egipto; maduró a la lucha en las intensas travesías del desierto; se acercó a los vados del Jordán como un conjunto nacional de doce tribus, capaces de tomar la tierra palestina en tres campañas militares bien organizadas que aniquilaron a los cananeos y permitieron que la tierra fuera repartida entre los vencedores (Jos 13-22). Esta perspectiva, que fue desarrollada dentro de la Biblia por la escuela Dt, y que modernamente asumen algunos historiadores y arqueólogos[6], supone una visión bastante maniquea y puramente destructiva de la guerra: unos eran buenos, y otros, malos; por eso resultaba necesaria una política de tierra y población quemada en la que sólo aparecía como bueno el enemigo muerto. Lógicamente, hubo que matarlo, y en el hueco que su muerte producía vinieron a entrar luego los buenos para dominar y disfrutar la tierra dominada.

2.- En contra de esta hipótesis vinieron a elevarse numerosos datos de carácter religioso, arqueológico, exegético e histórico que ahora no podemos exponer más por extenso; surgió así la hipótesis de la inmigración pacífica de los antepasados nómadas de Israel. Más que nómadas fueron, quizá, seminómadas: iban llegando de los desiertos del norte de Siria, de la península del Sinaí, de la estepa transjordana. Algunos de ellos escapaban de la esclavitud de Egipto, otros venían simplemente por razones económico-sociales, en busca de una tierra. iban llegando en oleadas intermitentes, desde el siglo XVII al siglo XII a. de C., para establecerse de manera pacífica en las zonas montañosas de la actual Samaria, al sur de Judá o en la alta Galilea. Eran regiones que entonces se encontraban poco habitadas, y allí se fueron instalando como nuevos pobladores, en un proceso de sedentarización que les obligaba a entrar en contacto con las ciudades cananeas de la zona costera y de los bajos valles palestinos. El contacto fue básicamente pacífico: los cananeos controlaban las rutas comerciales y, debido a su superioridad económico-militar, podían aprovecharse de las aportaciones ganaderas y aun agrícolas de los nuevos inmigrantes.3.- Pues bien, esta hipótesis de la inmigración y crecimiento pacífico del pueblo en Palestina encuentra numerosas dificultades. Ciertamente, había relación entre campesinos y pastores en los dos lados del Jordán; pero en aquel tiempo los pastores, más que nómadas propiamente dichos, capaces de emigrar por el desierto, eran transhumantes, se movían en un ámbito de tierra bien determinado, manteniendo relaciones de complementariedad con los agricultores sedentarios, como sucedía hasta hace poco tiempo en otros lugares de la cuenca del Mediterráneo. Antes del siglo XIII, con la domesticación del camello y las razzias madianitas, no se conocían invasiones de pueblos nómadas en torno a Palestina[7]. Por otra parte, las historias de Jc y la tradición que está en el fondo de Jos hablan más bien de guerras y de cambios dentro de la misma tierra palestina. Los protoisraelitas no eran simples invasores nómadas que, habiendo crecido en número, se ponen a ocupar el vacío de poder en que han caído las ciudades cananeas. Ellos se encontraban dentro de la tierra y desde dentro pueden conquistarla en un tipo de revolución popular que ha transformado la estructura social de la población, haciendo así posible el nacimiento de un pueblo nuevo en Palestina[8]. Pero con esto tocamos un tema que debe ser más desarrollado, precisando la composición, ideología y carácter de esta nueva población israelita.

 Existió, por tanto, una simbiosis que llegó a durar por siglos. Pero en un momento determinado la balanza se fue inclinando hacia los (pre-) israelitas: su misma conciencia religiosa, vinculada a los dioses familiares y al culto más austero del desierto, les hizo mantenerse unidos; así, fueron creando vínculos de solidaridad nacional y creciendo en todos los sentidos... Mientras tanto, las ciudades cananeas, arrastradas por la decadencia del imperio egipcio, que ejercía sobre ellas un antiguo arbitraje y protectorado (cf. cartas de Tell El-Amarna) carentes de iniciativa y creatividad, fueron decayendo. No tenían fuerzas ni identidad para oponerse al avance religioso-social de las tribus israelitas confederadas, que las fueron absorbiendo una por una, a veces con pequeñas guerras, otras de un modo pacífico. Este es el proceso que, acelerado por el peligro filisteo, viene a culminar con los reinados de Saúl y David (hacia el 1000 a. de C.). No hubo conquista propiamente dicha: hubo un desarrollo superior de los israelitas, que lograron triunfar en plano demográfico, social y aun religioso, integrando en su estructura a las ciudades cananeas. Esta es la historia que parecen reflejar los textos que hay al fondo de Jc y Sam, según eso que podríamos llamar la escuela histórico-idealista de los grandes investigadores alemanes de la primera mitad del siglo XX[9].

 EL PUEBLO ISRAELITA. COMPOSICIÓN Y ORIGEN

 Comenzamos por la composición. ¿Quiénes forman parte de esta nueva unidad israelita? La hipótesis de la conquista supone que formaban ya un pueblo unitario y guerrero, que penetra en Palestina desde fuera. Según la teoría de la inmigración eran pastores nómadas que fueron entrando pacíficamente, hasta crecer y hacerse dueños de una tierra en la que no existía aquella barrera de opresión que dominaba sobre Egipto (cf. Ex 1-3).

Según nuestra postura, los que forman este nuevo pueblo tienen raíces diferentes: unos eran pastores transhumantes; otros, campesinos marginales que habitaban en la zona montañosa, lejos del influjo de las grandes ciudades, eran siervos de los mismos señores feudales cananeos, aparceros de los latifundios, etc. Algunos de ellos (o sus antepasados) aparecen ya en las cartas de Tell El-Amarna (siglo XIV a. de C.) como “habiru”: mercenarios inquietos, campesinos turbulentos que amenazan con romper el equilibrio feudal de las ciudades. Estos “habiru”, cuya situación y rasgos continúan, como el mismo nombre indica, en los “hebreos” de los siglos XII y XI a. de C., forman a veces una especie de proletariado militar: son grupos de personas dislocadas, que se venden al mejor postor o que toman la justicia por su mano, mientras buscan un tipo de vida que resulte estable y digno.[10]

Estamos seguros de que en el origen de Israel no influyen sólo los “habiru-hebreos”, mercenarios oprimidos y propensos al bandidaje. Están ellos, pero hay, ciertamente, muchos más: influyen de manera decisiva los campesinos libres de la zona montañosa central de Samaria. Allí donde no había logrado imponerse el esquema de las grandes ciudades vino a crecer y desplegarse el ideal de una federación de hombres libres, dispuestos a la defensa mutua y a la ayuda intertribal. No se organizaron de forma verticalista, como los habitantes de las ciudades; no crearon sistemas de burocracia administrativa ni escisión de clases. Unos mismos intereses económicos y un mismo tipo de costumbres y creencias les fue vinculando hasta formar un grupo importante dentro de aquel mosaico inestable de ciudades feudales e intereses comerciales que formaba Palestina en los siglos XIII y XII a. de C.[11]

Hay, finalmente, otro elemento que resulta decisivo para el surgimiento de Israel en Palestina: la llegada de los fugitivos de Egipto, representados, quizá, por un grupo de levitas o de antepasados de lo que después serán las tribus de Benjamín o de Efraín-Manasés. Ellos parecen ser los portadores de eso que podríamos llamar la ideología sagrada de la libertad. Conservan el recuerdo de la esclavitud a que se habían visto sometidos en Egipto (Ex 1) y traen la certeza de que Dios mismo les sostiene en su búsqueda y justicia (cf. Ex 3,7-8). Esta certeza está ligada al gran recuerdo de una intervención salvadora en la que Dios se había desvelado, a su entender, como fuerza de libertad, en eso que podríamos llamar la primera de las guerras santas, en paso del Mar Rojo:

 Yahvé retiró el mar mediante un recio viento solano que sopló toda la noche... A la vigilia de la mañana miró Dios el campamento de los egipcios... y conturbó su campamento: agarrotó las ruedas de sus carros, haciéndolos avanzar pesadamente, por los que los egipcios dijeron: huyamos...[12].

En el fondo de ese recuerdo, repetido y celebrado como memoria fundante de las tribus, hallamos el trasfondo de lo que será la lucha de liberación de los hebreos, el principio de la constitución del pueblo israelita. El tema del “terror de Yahvé”, de la humedad y de los carros que no pueden maniobrar en un espacio pantanoso, reaparece como una constante en las batallas primordiales de Jos 11,5-9, en las aguas del Merom, y de Jc 4, en las aguas del Quisón. En estos y otros muchos casos encontramos una misma gran certeza:

 – Por un lado encontramos la lucha de un ejército de los profesionales, bien armados, de Egipto o las ciudades cananeas, con sus carros de combate y su ideología clasista de dominio.

– Por otro se hallan las milicias populares de los voluntarios de Israel, el ejército de un pueblo que se une para conseguir su libertad, con la certeza de que Dios le ayuda, sin armas especializadas ni caballos; evidentemente pueden triunfar, porque confían en la presencia-ayuda de su Dios y porque, en lucha de guerrillas, se aprovechan del carácter del terreno o de las condiciones del clima (cf. Jos 10,11)[13].

 En el fondo de Israel no existe, por tanto, una unidad de raza. El pueblo se formó partiendo de diversos grupos que, de un modo aproximado, se podrían definir como “habiru” (mercenarios desclasados), campesinos transhumantes o semisedentarios de la zona montañosa y fugitivos que venían de Egipto. Todos estos grupos se fueron vinculando en unidad de hombres libres, entroncados de una forma que de modo aproximado llamaremos “tribal”. Tribu no es aquí la unión tradicional cerrada que se funda en vínculos de consanguinidad y se opone a todas las innovaciones creadoras.[14] En el caso de Israel las tribus son vinculaciones de hombres libres que, viniendo de diversas precedencias, y oponiéndose al sistema de opresión feudal de Palestina (o del estado egipcio), logran formar una comunidad no estatal y no clasista donde viven conectados en forma económica, cultural, social y, sobre todo, religiosa.

Evidentemente, aquí no podemos precisar los diferentes elementos de su unión[15]. Sólo queremos indicar que ella se encuentra vinculada a un fundamento religioso: los componentes de las tribus y la federación de tribus logran forjar y construir un tipo muy preciso de unidad social igualitaria, sin estado central y sin opresión clasista, distinguiéndose por ello de todas las ciudades cananeas, basadas en principios de explotación feudal, donde los mismos signos religiosos son una expresión de los poderes del estado-rey y de las fuerzas de la vida. En contra de eso, los confederados de Israel desarrollaron una viva conciencia de su distinción, explicitada en una especie de pacto constitutivo que vincula a los individuos desde Dios y les obliga a luchar en contra del sistema opresor de los cananeos. En este contexto volvemos a encontrarnos con la ideología de la guerra santa:

 Cuando marche mi ángel ante ti y te introduzca en la tierra del amorreo, del hitita y perezeo... no adores a sus dioses ni les sirvas, no fabriques lugares de culto como los suyos, sin que has de destruirlos y derribar también sus piedras sagradas (Ex 23, 23-24).

 Estas palabras forman parte de un “pacto de emergencia”, de tipo religioso, cuyos rasgos encontramos también en Ex 34,10-11 y Jc 2,1-5 y en el fondo de Dt 7 y 20[16]. Nos hallamos, probablemente, en Guilgal, el santuario que ha vivido y celebrado con más fuerza eso que podríamos llamar la gran revolución israelita, ese cambio de nivel por medio del cual los federados de Yahvé lograron penetrar en el sistema de opresión local y destruirlo desde dentro. No matan a todos los habitantes de la tierra, como dirá después la teología oficial del Dt: luchan contra la oligarquía religiosa cananea y destruyen, a través de una guerra de revolución, sus signos de opresión fundamentales, ligados al rey y al culto cananeo. En esta perspectiva, el santuario de Guilgal, con las señales de las doce tribus (cf. Jos 4) y la fiesta de la libertad, parece como un lugar de surgimiento para el pueblo israelita.[17]

Israel viene a constituirse de esta forma como “nación santa y pueblo sacerdotal” (cf. Ex 19,5-6) de una manera que resulta, a nuestro juicio, absolutamente nueva dentro de la historia. No hay conquista de los fuertes (invasores), con la destrucción masiva de los antiguos habitantes de la tierra; no hay tampoco inmigración continua de nómadas que vienen a imponerse por su número a los viejos cananeos. Hay algo mucho más significativo: un grupo de marginados, campesinos y fugitivos ha logrado transformar desde dentro la estructura social y religiosa de la tierra. Eso significa una gran revolución en las maneras de existencia del pueblo: cae la opresión feudal de las ciudades- estado que se apoyan en el poder económico-político de una elite militarizada; surge una estructura igualitaria de familias que se unen libremente como tribus, con principios nuevos de solidaridad y ayuda mutua.[18] Esta revolución fue posible porque surgió un nuevo concepto de familia.

 – Antes, la ciudad-estado cananea dominaba desde arriba, haciendo que los hombres estuvieran sometidos a la maquinaria económico-militar controlada por una oligarquía; por su misma constitución social, ese sistema generaba gran número de “habiru”, marginados, mercenarios, labradores oprimidos.

Pues bien, superando por dentro ese sistema ha venido a surgir un grupo de tribus unificadas, una federación de hombres libres que comparten el trabajo del campo y se vinculan en términos de solidaridad, a la que tienen acceso algunos grupos especializados de comerciantes y trabajadores del metal (quenitas).

 Este nuevo sistema políticoy social ha funcionado porque existe un ideal común y unos controles mutuos, de manera que no puede elevarse un estamento de funcionarios (soldados, sacerdotes, gobernantes ni aun comerciantes) para controlar a su provecho el trabajo y ganancias de conjunto. Mirado desde arriba, el sistema ha funcionado porque existe una federación (Israel) que vincula a tribus, clanes y familias. Visto desde abajo, el sistema resulta operativo, porque cada gran familia (“bayith, beth’av”) viene a integrarse con otras familias en un tipo de clan (“mishpaha”), los clanes se integran en tribus (“shevet, matteh”), y las tribus, en el pueblo unido de Israel.[19]

 MILICIA POPULAR Y GUERRA SANTA

 En el contexto de las tribus ha de interpretarse eso que llamamos milicias populares. Los estados cananeos tenían un ejército profesional, que forma una casta guerrera impuesta sobre la población o reclutada en forma mercenaria para la defensa del sistema. Las tribus de Israel no tienen ejército profesional ni tienen mercenarios. Cada una de ellas se encuentra estructurada de manera paramilitar, como unidad que puede levantarse siempre en armas, si es que fuere necesario. Dentro de las tribus, cada clan o mishpaha forma un subgrupo que ha de tener siempre un número de hombres preparados para el caso de la guerra.

En este contexto, el ejército no es algo que se impone sobre el cuerpo social ni tiene autonomía frente al grupo; lo forman el mismo conjunto de hombres libres que viven vinculados y de forma vinculada quieren defenderse, porque así lo exige el ideal religioso de Yahvé, Dios que protege a los débiles y une al pueblo como federación de hombres libres[20].

En esta línea ha de entenderse la guerra santa. Ella resulta inseparable de la vida de las tribus que mantienen su igualdad sagrada y la defienden contra la amenaza de opresión de las ciudades del entorno. Las tribus no combaten por lograr un nuevo espacio vital ni planean guerras de tipo imperialista; ellas pretenden mantener su unión e independencia, que conciben como don de Dios y signo de su gracia. Así combaten, teniendo la certeza de que el mismo Dios les acompaña. No sacralizan la guerra como elemento separado de la vida. Sacralizan la vida entera, y porque la ven como sagrada, la defiende, aun por medio de la guerra.

En esta perspectiva de la guerra santa[21] ocupa su lugar importante la institución del herremo anatema. Visto a partir de la palabra posterior del Dt, el herrem se entiende como aniquilamiento de las poblaciones enemigas, que deben suprimirse para que Israel no sufra el contacto de su idolatría (cf. Dt 20,16-18; Jos 6, etc.). Pues bien, en el principio el anatema tenía otro sentido: suponía la renuncia al botín por un motivo religioso; los soldados a veces prometían luchar por gratuidad, sin aprovecharse en modo alguno de lo conseguido[22].

Quizá podamos dar un paso más relacionando el anatema con la destrucción muy específica de aquellos bienes o personas que eran totalmente contrarios al estado de vida igualitario de las tribus de Israel: no se mataba a un pueblo en su conjunto, sino sólo a sus líderes político-religiosos; no se destruían todos los bienes, sin sólo aquellos objetos de lujo o armamentos (carros de combate) que se presentaban como opuestos a los ideales de la sociedad israelita.[23]

Esto significa que la guerra estaba al servicio de la paz de todo el pueblo. Así lo indican, de manera especial, los tres grandes cantos de victoria que la tradición ha puesto en boca de las madres de Israel, que representan a todo el pueblo. Por eso cantan a Yahvé, el gran luchador “que lanzó al mar los carros enemigos... guiando con su gracia al pueblo reprimido” (cf. Ex 15,4-13); cantan al Dios “que viene de Seir”, poniendo en pie de guerra y triunfo a todo el pueblo (cf. Jc 6,4 y sigs.); al Señor “que rompe los arcos de los valientes y los ricos, para dar su fuerza a los pequeños, hartándolos de bienes” (cf. 1 Sam 2,1-10). Esta es la guerra en la que nace el pueblo; es la cuna donde surge la historia israelita.[24]

 Con esto planteamos el tema fundamental de todo esta apartado: la relación entre justicia y guerra, entre poder y sociedad. Sobre este último problema ha escrito G. E. Mendenhallunos trabajos significativos[25]. Partiendo de una especie de anarquismo idealista, ha supuesto que Israel, al rechazar el feudalismo de los estados cananeos y las monarquías militares del oriente, ha rechazado toda forma de poder. Su postura es muy valiosa, pero debemos precisar que las tribus de Yahvé no han destruido el poder, lo han transformado y repartido, poniéndolo al servicio de toda la comunidad.

Ciertamente, los israelitas se han opuesto al mando centralizado y clasista de los reyes de Canaán, a la profesionalización del ejército, a la burocracia impositiva de las ciudades. Pero todo eso lo han hecho en favor del pueblo unido, al que han devuelto, de manera organizada, todos los poderes: el culto de la libertad sagrada, la solidaridad e igualdad económica, el ejercicio unido de la guerra para la defensa mutua.

El poder ha dejado de concebirse como el privilegio de una clase militar, sacerdotal o administrativa, y se presenta como expresión de la creatividad de todo el pueblo. Esto nos plantea el segundo gran problema: la relación con la justicia. Ordinariamente suponemos que el poder es ciego o destructivo: si queda en manos de una masa popular acaba conduciendo a la violencia pura, a la batalla de todos contra todos[26]. Por eso, la única forma de racionalizar el poder consistía en concentrarlo en manos de unos pocos (reyes, clases superiores, ejército), que controlarían a los otros e impedirían el estallido ciego de la gran violencia. Lógicamente, como un mal necesario, el poder sería siempre injusto y opresivo.

Pues bien, en contra de esa visión impositiva y dictatorial del poder, J. P. Miranda ha destacado el hecho de que el poder popular de las tribus de Yahvé se concebía siempre como realidad al servicio de la justicia. Esto se descubre precisando bien las relaciones que en el Antiguo Testamento había entre guerra, ejército y justicia: las guerras de Yahvé son expresión de su amor hacia los pobres; son guerras de los mismos pobres, de los grupos populares que, unidos por la misma fe en el Dios de la igualdad, combaten por defender esa igualdad y crear así un espacio de ayuda mutua, de colaboración y de justicia entre los hombres[27]. Hemos llegado al lugar de surgimiento de la sociedad israelita, según la perspectiva de la Biblia. Estos pueden ser sus elementos principales:

 –Surge un pueblo nuevo y distinto, allí donde unos hombres que provienen de orígenes distintos, dirigidos por la misma fe sagrada, se unifican para compartir la vida en formas que no están mediatizadas por la división de clases.

Nace el pueblo donde todos comparten unos mismos ideales, los expresan por medio de una comunidad económico-social y son capaces de luchar por ello en forma de guerra santa.

El mismo pueblo aparece, por tanto, como ejército, convocado por los ancianos (representantes) de las familias-clanes-tribus, y está unificado por unos “jueces” o líderes carismáticos que nunca asumen ni controlan el poder tras la batalla.

En el fondo de esa espléndida utopía igualitaria de las tribus de Israel está el descubrimiento de un profundo amor interhumano; pero es un amor que puede y debe defenderse por la guerra.[28]

Estado militarizado. La monarquía sagrada

 Durante varias generaciones (entre 1300 y 1050 a. de C.), Israel se mantuvo como pueblo unido sin estado organizado, sin centralización ni división de clases. En un momento determinado, las mismas tensiones interiores de las tribus y el peligro externo de la dictadura militar expansionista de los filisteos hicieron sentir la necesidad de un estado central, de una monarquía. Al principio ese peligro pudo superarse: la vida libre y solidaria de las tribus se expresaba con los símiles más hondos de los árboles frutales (vid, olivo, higuera), que dan fruto por sí mismos y enriquecen a los otros, dentro de una sociedad en la que todos son útiles para el conjunto.

 La monarquía con sus instituciones militares y administrativas aparece, al contrario, como zarza inútil: no produce nada y aun encima amenaza con “abrasar” y dominar a todos los árboles del huerto o bosque (cf. Jc 9,7-15). Estos peligros de la centralización estatal están reflejados de forma clásica en las palabras de Samuel, representante carismático de la libertad de tribus:

 Este será el derecho del rey que reinará sobre vosotros: tomará a vuestros hijos y los empleará en su carroza y sus caballos; les nombrará a su servicio jefes de mil y jefes de cincuenta, utilizándolos también para labrar su labrantío, segar sus mieses y fabricar sus armas de guerra... Tomará a vuestras hijas como perfumistas, cocineras y panaderas. Se apoderará de vuestros campos, vuestros viñedos y vuestros olivares mejores y se los dará a sus servidores. Exigirá, además, el diezmo de vuestras sementeras y vuestros viñedos y vuestros olivares mejores y los dará a sus ministros (1 Sam 8,11-16).

 La vieja sociedad igualitaria se derrumba con la monarquía, cayendo así sus mismos ideales religioso. Por eso dice Dios a su profeta: “no te rechazan a ti, sin a mí mismo me rechazan, para que no reine sobre ellos” (1 Sam 8,7). Dios aparecía hasta el momento como centro de unidad y garantía de la igualdad de todo el pueblo. Pues bien, ahora ese centro resulta de algún modo innecesario: en el lugar del Dios fraterno, que unifica y promueve la defensa común, sin opresión externa, surge el rey como señal de concentración sociopolítica. El rey garantiza desde ahora la estabilidad del pueblo, pero lo hace “al modo de los otros pueblos de la tierra” (1 Sam 8,6): introduce el ejército profesional y la división de clases; surge un estamento administrativo (siervos del rey) y militar (jefes de ejército, comandantes de los carros de combate) que deja de producir y vive del trabajo y los impuestos de los otros. Se requiere así una plusvalía económico-social, administrada por el rey, que asume el poder sobre su pueblo.[29]

 LA MONARQUIA DE DAVID. SU EJÉRCITO

 El camino de Israel hacia la monarquía fue largo, y aquí no podemos explicarlo paso a paso. Sólo queremos recordar que el detonante principal estuvo unido a la amenaza filistea. Los filisteos formaban una aristocracia militar que se había apoderado de las plazas costeras del sur de Palestina (Ekron, Gaza, Askalon, Gat, Asdod; cf. 1 Sam 6,17), estableciendo allí su dictadura económico-social sobre toda la tierra cananea. Su poder estaba ligado a su táctica guerrera, dirigida por los cinco seranim o tiranos militares de la Pentápolis. Como clase superior, controlaban el comercio y, además, por su mayor tecnología, ligada al monopolio del hierro, ejercían un severo control sobre el armamento.

 No se encontraba un herrero en todo el país de Israel, pues los filisteos se decían: “¡que los hebreos no fabriquen armas ni espadas!”. Por eso, los israelitas tenían que bajar adonde los filisteos para afilar sus arados, sus azadones y sus hachas, pagando... Aconteció, pues, que el día de la batalla no había en Israel lanza ni espada (1 Sam 13,10-21).

 Esta era la situación de Palestina hacia el 1050 a. de C. Antes, las tribus de Israel, centradas sobre todo en la zona montañosa, habían sido capaces de enfrentarse en guerra de guerrillas con las fuerzas más sofisticadas de las ciudades cananeas y sus carros de combate. Estos carros no podían maniobrar en la montaña ni en llanuras pantanosas, donde la guerrilla llegó a tomar la delantera. Pero ahora el equilibrio cambia: los filisteos controlan el hierro y disponen de armamento superior ligero e individual (cf. 1 Sam 17, 5 y sigs.) que les capacita para enfrentarse con ventaja sobre los israelitas. Estos responden, en primer lugar, buscando un jefe carismáticos: Saúl.

 Propiamente hablando, Saúl no es todavía rey en sentido estricto. No unifica la administración ni tiene corte. Es más bien el general en jefe del frente de guerra unificado de un grupo de tribus. Como jefe carismático convoca a las tribus para luchar contra los primeros nómadas guerreros que amenazan las zonas del oriente, en Galaad (cf. 1 Sam 11). También unifica a las tribus en la guerra contra Filistea (1 Sam 13-14). Nace ya con esto una diferencia. Antes el ejército se hallaba siempre preparado, pero cada uno volvía a su heredad cuando la guerra terminaba: no era menester un cuerpo de soldados permanente, siempre en pie de guerra. Ahora se hace imprescindible:

 la guerra contra los filisteos fue muy viva... y en cuanto Saúl veía cualquier hombre fuerte o valiente lo atraía hacia sí... Y Saúl se escogió tres mil hombres de Israel: dos mil estaban con él en Mikmas..., y mil, con Jonatán (su hijo) en Gibea de Benjamín. En cuanto al resto del pueblo, los mando a su casa (1 Sam 14,52; 13,2).

 Ha nacido ya un ejército profesional en sentido estricto. La misma defensa de Israel exige que haya una milicia especializada, concentrada en cuarteles o campamentos, cerca de los puestos en peligro, dispuesta a intervenir en todo instante. Surge de esa forma una primera división de clases: los soldados se separan del resto de la población, de la que viven y a la que defienden. Eso significa que tienen que imponerse unos impuestos para su manutención y para el mismo equipamiento de las armas, pues el hierro resulta muy caro. Tenemos que indicar que esta experiencia cuasimonárquica de Israel fracasó por diversas razones: un día Saúl y su hijo Jonatán murieron en el campo de batalla de Gelboe, en manos de los filisteos, algo antes del 1000 a. de C.[30]. Con esto empalma la historia de David.

David empieza a triunfar como soldado en el ejército de Saúl y como jefe particular o condotiero de guerreros profesionales, realizando para su provecho una brillante carrera político-militar que le llevará a establecerse en Jerusalén como rey sobre las tribus de Israel y sobre las ciudades cananeas conquistadas. La misma Biblia, que ha idealizado luego su figura, conserva claro el recuerdo de sus orígenes y tácticas guerreras. David era, ante todo, un estratega y un soldado que, por razones varias, vino a separarse de Saúl y organizó su propio ejército, en su tierra de Judá, que se encontraba entonces algo aislada de las otras tribus de Israel 

 Se le juntaron todos los hombres en situación apurada, cuantos hombres tenían un acreedor y todos los individuos amargados; David hízose su caudillo, resultando sus acompañantes como unos 400 hombres (1 Sam 22,2).

 Ese ejército, distinto de las viejas milicias populares y distinto del mismo que había alistado Saúl, puede compararse a los modernos cuerpos de mercenarios o legiones extranjeras. Los soldados ya no tienen más oficio que la guerra; de ella viven, para ella se preparan. Sin embargo, David tuvo miras especiales. Ciertamente, creó su ejército particular y se puso como mercenario al servicio de los enemigos filisteos (1 Sam 27). Pero, al mismo tiempo, supo granjearse con regalos y tácticas de protección a los ancianos de Judá (1 Sam 30), de tal forma que a la caída de Saúl ellos le escogieron como rey sobre sus tribus (2 Sam 2,2-4). Su mandato fue eficaz y por eso las restantes tribus de Israel acabaron por venir y ungirle rey por pacto:

Vinieron, pues, todo los ancianos de Israel donde el rey, hasta Hebrón, y el rey David pactó con ellos alianza en Hebrón, delante de Yahvé, y ungieron a David como rey sobre Israel (2 Sam 5,3).

 Este pasaje indica bien el sentido de la nueva monarquía: los mismos representantes de las tribus se ponen bajo la protección de David, haciendo con él una alianza. Según ella, David dirigirá la guerra de las tribus contra Filistea, unificando así las fuerzas y logrando la defensa de su pueblo; pero, al mismo tiempo, debe comprometerse a respetar la estructura y vida interna de las tribus, que, por su parte, le prometen asistencia[31]. David ha cumplido lo pactado; lo ha hecho de un modo peculiar, que debemos precisar con más cuidado.

 – Por un lado, el David rey sigue siendo un condottiero querido por los suyos, vinculado a los ideales del yahvismo: conserva, aumenta y cuida su ejército personal de mercenarios, donde, al lado de los antiguos compañeros del tiempo de guerrilla (cf. 1 Sam 22, 2).A su lado se reune un cuerpo especializado de guerreros yahvistas que forman como una guardia personal en su entorno; son los treinta héroes que le acompañan y ayudan como oficiales mayores de su tropa (cf. 2 Sam 23)[32].

Por otro lado, David cuenta con un grupo de soldados extranjeros, cereteos y peleteos (2 Sam 8, 18; 18,20), probablemente mercenarios de origen cretense y filisteo, profesionales de la guerra al servicio del rey y sus conquistas. Estos no defienden ya a las tribus de Yahvé ni se preocupan de los viejos ideales de justicia e igualdad que estaban en el fondo de la guerra santa.

 Con estos soldados particulares y mercenarios conquistó David la ciudad de Jerusalén, un importante enclave cananeo-jebusita, incrustado como cuña entre Judá y el norte. “David se dirigió con sus hombres hacia Jerusalén..., tomó la fortaleza y habitó en ella, llamándola Ciudad de David” (cf. 2 Sam 5,6-9). La nueva capital no formará parte de las tribus; será ciudad del rey, lugar donde residen sus mercenarios, convirtiéndose después en punto de confluencia donde vienen a encontrarse las antiguas tribus. De esta forma, el pueblo de las libertades tiende a unificarse en torno a una ciudad que es centro político (del rey) y lugar de culto religioso (porque allí viene a trasladarse el Arca; cf. 2 Sam 6)[33].

 Pero, al mismo tiempo, por el pacto de las tribus, David también como jefe de la milicia popular de Israel. Esta milicia, que, según las antiguas tradiciones, podía reclutarse siempre que fuera necesario para la defensa del pueblo, vino a estar ahora bajo el mando de los soldados profesionales de David (cf. Crón 27). Surgió de esa manera un ejército mixto, de indudable eficacia militar, que logró vencer a los filisteos y conquistar la totalidad de las antiguas ciudades cananeas y los reinos del entorno (2 Sam 5,10-21)[34].

Así, se conservaba la estructura de las tribus, pero se empleaba para unos fines que no eran estrictamente tribales. Ciertamente, se logró la posesión de la tierra y la libertad de los israelitas dentro de ella, en gesto que aparece como cumplimiento de las viejas promesas patriarcales (Gén 15)[35]. Pero, al mismo tiempo, surgen una serie de problemas que serán casi insolubles para la historia del yahvismo posterior: se introduce el centralismo administrativo y la división de clases, que era contraria a la vieja ideología de las tribus; surge un ejército profesional como signo de poder que contradice a la vivencia religiosa israelita; por otra parte, la conquista indiscriminada de las ciudades cananeas, que penetran en la estructura de Israel sin aceptar de un modo profundo su yahvismos, suscitará en el futuro grandes religiosos, tal como verán los profetas.

Estos problemas y contradicciones se agudizan ya con el reinado de Salomón, hijo de David (entre el 960 y 920 a. de C.). Significativamente, para su nombramiento no intervienen ya los representantes de las tribus: todo parece realizarse como simple “intriga palaciega” en la que influyen decisivamente los cereteos y peleteos, es decir, los mercenarios de su padre (cf. 1 Rey 1,38). Ellos seguirán teniendo importancia a lo largo del nuevo reinado. Pero ahora hay un elemento nuevo: la vieja organización tribal desaparece, y en su lugar se introduce una administración “racionalizada” con criterios territoriales, de tal forma que todos, antiguos israelitas y nuevos cananeos conquistados, fueron divididos por motivos económico-militares en doce distritos regionales (cf. 1 Rey 4).

 De esa forma, todos los habitantes del país vienen a convertirse en súbditos de un mismo rey, obligados a pagar impuestos para las construcciones y empresas monárquicas, censados para un servicio militar profesionalizado. Lógicamente, se vuelven necesarias las bases militares, es decir, “las ciudades para los carros y las ciudades para la caballería” (1 Rey 9,19). De esa forma, el ejército se convierte en una institución unificada, al servicio del imperio.[36]

Dentro de la historia religiosa y aun militar de Salomón ocupa un lugar muy especial la construcción del templo. Todo nos permite suponer que David ya quiso construirlo, pero encontró la oposición de parte de las tribus, reacias a identificar la experiencia del yahvismo con el culto cananeo-jebusita de Jerusalén y la nueva ideología del estado unificado[37]. Esto es lo que indica 2 Sam 7. Salomón ya no tiene esos reparos. Tampoco necesita del consejo de las tribus. Ha construido un gran estado imperial, y como símbolo y garantía divina de ese estado edifica un templo. La novedad está en que el templo, asumiendo los valores religiosos del yahvismo (representado por el Arca), hereda también la ideología religioso-militar de la montaña de Sion de los Jebuseos.

 EL MONTE SIÓN Y LAS PROFECÍAS DE LA PAZ

 Actualmente resulta difícil distinguir lo que en el culto de Sión hay de vivencia antigua del yahvismo y lo que ha sido innovación de Salomón y sus sucesores, que introducen dentro de Israel las tradiciones de la montaña-ciudad santa donde Dios habita, defendiendo desde allí a sus seguidores (cf. Is 14,12-15; Ez 27,12-16). Lo cierto es que ahora el templo de Sión viene a entenderse como garantía y signo de presencia salvadora de Yahvé en medio de su pueblo. En torno a Sión se reasume y concretiza el viejo mito de la teomaquia originaria en la que Dios ha derrotado en el principio a los poderes abismales del caos. Ahora esos poderes están representados históricamente por los enemigos de Sión; vienen a combatir contra la ciudad, y Dios los vence:

  1.  Grande es el Señor y muy digno de alabanza,
  2. en la ciudad de nuestro Dios, su monte santo...
  3.  Mirad, los reyes se aliaron para atacarla juntos,
  4. pero al verla quedaron aterrados, huyeron despavoridos. 
  5. El correr de las acequias alegra la ciudad de Dios...,
  6. los pueblos se amotinan, los reyes se rebelan,
  7. pero él lanza su trueno y se tambalea la tierra... (Sal 48,2-5; 46,5-7)[38].

 El viejo mito de la guerra de los pueblos viene a interpretarse ahora como victoria de Dios, que lucha desde Sión en favor de sus aliados, los devotos de su templo. Este es un tema que puede conducirnos al campo del puro mito, interpretado en forma de imaginación religiosa: los creyentes proyectan su defensa sobre Dios, sacralizando, al mismo tiempo, la política del rey, que actúa como beneficiario y protector del templo. Pues bien, el mismo tema, que puede derivarse de la tradición originaria de la guerra santa (cf. Ex 14-15), desemboca en la más alta visión del pacifismo que han desarrollado los profetas[39]. Así, aparece ya en Oseas:

  •  Asiria no nos salvará, no montaremos a caballo
  • ni llamaremos “dios” a la obra de nuestras manos (Os 14,4).

 Estamos en contexto de llamada a conversión. El gran profeta destaca el nombre y sentido de los nuevos dioses que destruyen la vida y dignidad del pueblo: el imperio militar de Asiria, las armas, los caballos de guerra, con que intenta defenderse ahora el estado[40]. El poderío militar se ha convertido así en militarismo sacral, en el peor de los sentidos: es un ídolo que engaña, pues promete salvación y no la garantiza; exige entrega plena y mata a quienes se le entregan. Sobre ese fondo viene a desvelarse el poderío verdadero, el Dios que salva. En esta perspectiva se mantienen las palabras de Isaías:

  •  ¡Ay ! de los que bajan a Egipto por auxilio, confiados en su caballería;
  • confían en los carros numerosos, en los jinetes fuertes,
  • sin mirar al Santo de Israel...
  • Pues bien, los egipcios son hombre y no dioses;
  • sus caballos, carne, y no espíritu (Is 31,1-3).[41]

El profeta ha condenado el poderío militar en cuanto tal, esa confianza que suscita el ejército más fuerte, en este caso Egipto. Lo que es contrario al hombre, peligroso, antidivino, es el imperio de Egipto; no es el culto de sus templos o sus ídolos aislados. Peligroso en realidad es el ejército, las armas de conquista y muerte que explicitan el sentido de los ídolos y quieren dominar sobre la tierra. Por eso, la batalla de Yahvé, su nueva guerra santa, no va dirigida contra los esquemas pseudorreligiosos de su pueblo, que son únicamente ideología. Esa batalla se dirige, más bien, contra las fuerzas de opresión real del mundo, contra “los caballos y los carros” (cf. Is 2,7-9), en que viene a condensarse la violencia de la historia. Por eso, cuando los reyes de Damasco y Samaria avanzan contra Sión, para tomarla, el gran profeta ha proclamado:

  •   Ten cuidado, está tranquilo,
  • no temas, ni desmaye tu corazón...
  • He aquí que la doncella concebirá y dará a luz un hijo
  • y le pondrán por nombre Emmanuel, Dios con nosostros (Cf. Is, 7,4-14).[42]

 Con esto reasume la llamada a la confianza que se encuentra en el comienzo de toda guerra santa. Pero hay una diferencia. Antes venía a pedirse fe en la guerra o fe por medio de la guerra: las milicias de las tribus luchaban confiadas, teniendo la certeza de que el mismo Dios inclinaría de su parte la victoria. Lo que ahora se pide es confianza sin que exista guerra; un tipo de fe que no va unida a la violencia a través de la batalla. De esta forma se interpretan ya las tradiciones de Ex 14-15: los creyentes desarmados ponen su confianza en la defensa que Dios hace de Sión. Esta situación vuelve a repetirse en el momento de la invasión de Senaquerib: el rey asirio intenta sitiar y conquistar Jerusalén; el profeta apela a la confianza radical, la fe de los creyentes, que se deben poner en manos de Dios (cf. Is 36-37)[43].

Este es el ambiente en el que surgen y se entienden las palabras más realistas y utópicas, exigentes y esperanzadas de todo el Antiguo Testamento: el poderío militar de los imperios, entendido como el ídolo antidiós del mundo, viene a situarse ante la revelación definitiva de Yahvé, que actúa como salvador para su pueblo. En el tiempo de las guerras santas el ejército del pueblo aparecía como “visibilización” de la justicia de Dios; ahora Israel no tiene que apelar más a las armas; los ejércitos del mundo se han venido a demostrar como perversos; son una expresión de la maldad absolutizada, enemigos de Dios. Por eso, cuando Dios se manifiesta, ellos se esfuman o transforman. Isaías transmite una versión pacífica de esta gran esperanza:

  •   Al final de los tiempos estará firme el monte de la casa del Señor...
  • hacia él confluirán naciones, caminarán pueblos numerosos.
  • Dirán: venid, subamos al monte del Señor;
  • él nos instruirá en sus caminos y marcharemos por sus sendas...
  • Será el árbitro de las naciones, el juez de pueblos numerosos.
  • De las espadas forjarán arados; de las lanzas, podaderas.
  • No alzará la espada pueblo contra pueblo, no se adiestrarán para la guerra (Is 2,2-5; cf. Miq 4,1 y sigs.).

                Sobre la montaña del templo actúa la presencia de Yahvé como principio de nueva revelación. Dios mismo enseñará a los hombres el camino de una ley de paz por siempre; los hombres dejarán las tácticas de guerra: desaparecerán los ejércitos, mudarán los armamentos, convertidos en simples herramientas de trabajo. ¿Cómo? El profeta no lo dice. Sabe que llega la gran revelación y siente la necesidad de prepararla y anunciarla con sus fuerzas[44]. Pues bien, la misma revelación toma en los salmos un matiz distinto, se realiza por medio de una guerra violenta que, al fin, impone la paz entre los hombres:

  •  Venid a ver las obras del Señor,
  • los prodigios que hace en la tierra:
  • pone fin a la guerra hasta el extremo del orbe,
  • rompe los arcos, quiebra las lanzas, prende fuego a los escudos.
  • Dios se manifiesta en Judá; su fama es grande en Israel,
  • su albergue está en Jerusalén; su morada, en Sión.
  • Allí quebró los relámpagos del arco,
  • el escudo, la espada, la guerra (Sal 46,9-10; 76, 2-4)[45].

¿Cómo lo hace Dios? El texto no lo clarifica. Sólo podemos afirmar que los ejércitos y fuerzas de este mundo constituyen realidades idolátricas: expresan su poder como violencia, y en virtud de esa violencia acaban pereciendo. Dios se manifiesta desde arriba en forma diferente: como voz de paz que enseña y transfigura al hombre para hacerle morador de paz (Isaías), o como violencia superior que quiebra lo perverso de este mundo para imponer sobre Sión una existencia humana sin batallas, sin ejército ni espada. En estas dos formas se transmite el signo supremo de Yahvé, su paradoja: inmersos en un tipo de combate que no tiene salida, dominados por un mundo que ellos juzgan pervertido, los profetas como Isaías hablan de un camino de paz que viene a través de la enseñanza, de una ley que cambiará los corazones, educando a los hombres para la paz (cf. Jer 31,31-34).

Los salmos de la paz final conciben el gran cambio de manera diferente: no es efecto de enseñanza y conversión, no es resultado de la misma libertad del hombre abierto hacia la gracia; para lograr el cambio apelan al rigor de la violencia superior de Dios que, al imponerse sobre el mundo, acalla la violencia loca y destructiva de los hombres.

 LA RESTAURACIÓN DEUTERONOMISTA

 Mientras salmistas y profetas se abren hacia  el mundo nuevo de la paz viene a realizarse en Israel un cambio diferente. Lo animan los levitas de la escuela deuteronomista. Parece que han venido del reino del norte, después de la caída de Samaria (722 a. de C.), llevando hacia Jerusalén las antiguas tradiciones de las tribus y la alianza. Ellos preparan decisivamente el cambio socio-religioso de Josías (640-609 a. de C.), formulan de manera jurídica la vieja guerra santa (Dt 20) y pretenden recrear, de forma nacionalista, la estructura social y la independencia política del pueblo. Aceptan la monarquía de Jerusalén, pero la ponen al servicio de una ley yahvista nuevamente actualizada (Dt 17,14-20); asumen el templo de Sión, pero exigiendo que se purifique de todos los posibles componentes míticos antiguos, para interpretarlo como el santuario central de las tribus (cf. Dt 12). Desde ese fondo entienden los antiguos datos como expresión de la unidad del pueblo que, ayudado por Dios, se apodera violentamente de la tierra palestina, aniquilando a los antiguos habitantes por medio de un herremgeneralizado (Dt 20,16-18) y se establece para siempre en Palestina, conforme a la palabra de Dios[46].

En esta visión deuteronomista, el ejército vuelve a aparecer como expresión de todo el pueblo. No se habla ya de soldados profesionales: queda simplemente el pueblo en armas, animado por su Dios y defendiendo de manera, si es preciso, despiadada los derechos de Dios sobre la tierra santa y santuario. En esta perspectiva, militares son aquellos que caminan voluntarios al combate, libres ya de los quehaceres y preocupaciones de este mundo (casa, mujer, viña), sin miedo a las fatigas y a la muerte (Dt 20,1-9). Son los voluntarios que confían en el Dios de su justicia y de su causa. Pero ahora la fe ya no supone, como en Is 7,9, la renuncia a los poderes de violencia, al ejército y las armas: la fe implica una confianza activa, programada y militarmente eficaz, en los caminos de la lucha y la conquista; los guerreros tienen que lanzarse sin temor en el combate; defienden una causa de Dios, y el Dios de su causa les sostiene y justifica (cf. Dt 1,32-33; Jos 1,3-10, etc.).[47]

Pues bien, esa remilitarización nacional que propugnaba el Dt acabó siendo un fracaso. Como abandonado de Dios cayó Josías en manos del ejército enemigo (609 a. de C.), y el reino de Judá se fue desintegrando poco a poco, envuelto en conflictos interiores y amenazas exteriores. La palabra radical de Jeremías resultó incapaz para sostener la fe del pueblo, lanzado ya a la política suicida de pactos militares, revueltas palaciegas e injusticias. Así, cumpliendo las palabras de amenaza que dijeron los profetas, desde Amós hasta el mismo Jeremías, Jerusalén cayó en manos de los babilonios (586 a. de C.), y los notables de Judá fueron deportados. Parecía que llegaba el fin del pueblo.

Sin embargo, aquel pueblo, perdido en el exilio o cautivo en su propia tierra, consevaba algo más grande que todos los poderes militares: el recuerdo de su antigua libertad, la palabra de las viejas tradiciones, compilada y meditada ávidamente en tiempos de tragedia. Esa palabra transmitía la ley del Dt, enriquecida ya con la experiencia radical de Jeremías; transmitía los recuerdos de las tribus (documentos J y E), vinculados a la voz de amenaza y esperanza de los profetas. Ella fue capaz de mantener y revitalizar al pueblo en el exilio.[48]

Pueblo sin estado ni milicia. El judaísmo

 El exilio (586-539 a. de C.) y los años posteriores fueron tiempo de muerte y nuevo nacimiento. Murió el ideal de la independencia política, del estado nacional interpretado como sacramento de la presencia de Dios sobre la tierra; acabó así la realidad concreta, históricamente constatable, de un ejército sagrado. Fue naciendo la conciencia de un destino humano y religioso diferente: el viejo Israel, convertido cada vez más en judaísmo, fue expresando en formas nuevas la certeza de su misión sagrada sobre el mundo. Era una certeza alimentada por profetas de tipo diferente.

Destaca entre ellos Ezequiel, preocupado sobre todo por la sacralidad del pueblo, que volverá a reunirse en torno a Sión “con un corazón nuevo y un espíritu renovado” (Ez 36,26), formando una comunidad religioso-sacerdotal donde la independencia política no tiene ya mucha importancia[49]. También destaca aquel vidente anónimo que los exegetas han llamado el Segundo Isaías (Is 40-55): el profeta de la buena nueva de la vuelta hacia la tierra, evangelista de un nuevo nacimiento del pueblo que resurge, como siervo de Yahvé, después de que ha superado el sufrimiento del exilio, que casi le ha llevado hasta la muerte. Ciertamente, este profeta no prepara un alzamiento militar ni ha pregonado en sí la independencia política del pueblo: espera el orden de un Dios que actúa por medio del imperio de los persas y saluda el triunfo militar de su rey Ciro (cf. Is 45,1-13), quien abrirá un espacio de libertad para el resurgimiento nacional (no estatal) de los israelitas en su tierra palestina[50].

Sin embargo, es evidente que estas y otras profecías, especialmente de Ageo y Zac 1-18, leídas a la luz de la historia anterior, fueron entendidas a veces como indicación de un triunfo político-militar del pueblo. Sobre este fondo pueden trazarse dos líneas de interpretación posterior del judaísmo: una, de adaptación sacral; otra, de revolución histórico-apocalíptica.

 ADAPTACIÓN SOCIAL. EL CÓDIGO SACERDOTAL, ESTER, NEHEMÍAS

 Esta postura, reflejada por el último Ezequiel (Ez 40-48), recibe su forma clásica en eso que los críticos han llamado el P (Documento Sacerdotal), elaborado a partir del exilio por un gurpo dominante del clero de Jerusalén, que concibe al pueblo de Israel en forma de comunidad cultural. Este grupo ha reinterpretado toda la historia de su pueblo, desde la creación del mundo (Gén 1), pasando por los patriarcas (Gén 17) y el éxodo (trozos P en Ex 1,6, 14, etc.), hasta el momento de la entrada en Palestina (cf. Núm 33-36).

Pues bien, su novedad está en el hecho de que ha presentado la historia de Israel en formas plenamente desmilitarizadas; el pueblo no lucha, deja que Dios le defienda; su Dios es quien destruye a los malvados en el diluvio (partes del P en Ex 6-9), el que actúa desde arriba en el Mar Rojo (P en Ex 14), y así sigue dirigiendo siempre la vida de los israelitas, que se deben centrar en el cultivo de su pureza ritual (cf. Ez 25-30, 35-40; todo el Lev), a través de una política sagrada que culminará en el servicio religioso de los sacerdotes y tribus en torno al templo de Jerusalén.[51]

Esta concentración sacral hay que entenderla en el contexto político-social del gran imperio persa (del 539 al 332 a. de C.). En un sentido externo, los persas aparecen como liberadores: dominan con su imperio todo el mundo; su estado es el estado; su ejército, el ejército, y no cabe oposición interna. No hay un mundo exterior que sea conocido, pues los griegos y sus ideas quedan todavía lejos.

Dentro de esa especie de estado mundial los israelitas se conciben y estructuran en forma de pequeño enclave religioso, dirigido por un consejo de sacerdotes, en torno a Jerusalén. Así los define el P y así se sienten ellos. Gozan de una autonomía relativamente grande, se administran con libertad en todo lo que afecta el culto religioso. Más aún, allí donde surgieren problemas, dentro de la comunidad de los creyentes, será el mismo gran imperio el encargado de solucionarlos, como muestran los libros de Es-Neh. Nehemías, un judío al servicio de la administración imperial, y con ayuda del imperio, resolverá los problemas que han surgido en Palestina. La espada pertenece al rey de Persia; los judíos tienen el altar, y en torno al altar viven, protegidos por aquella espada. Son comunidad cultual y eso les basta. Por eso, ahora reescriben su historia en forma sacral, sin la violencia de la guerra externa.[52]

Quizá el ejemplo más característico de esta simbiosis entre el pueblo religioso (sin estado) y el estado mundial en el que habitan diferentes pueblos, lo ha ofrecido el libro de Ester. Muchos judíos han salido de su tierra o no han tornado a ella: viven en diáspora social a lo largo y a lo ancho del imperio. Evidentemente, se han enriquecido y llegan a tener influjo, pues suscitan la enemistad de sus vecinos, el primer antisemitismo conocido. Hay un momento en que esos enemigos, apoyados por un ministro imperial antijudío (Amán), deciden castigar, diezmar a los judíos. Resulta claro que la respuesta no puede ser de tipo militar: ni en Judá ni en la diáspora se puede organizar la guerra en contra del imperio. La única salida es una revuelta cortesana: Ester, representante de Israel y favorita del monarca, promueve una intriga palaciega en la que acaba resultando vencedora; su tío, Mardoqueo, sustituye a Amán como ministro y, con la autoridad del rey, establece la persecución legal en contra de los antisemitas del imperio.

A la guerra abierta ha sustituido ahora la intriga legal: la batalla militar queda convertida en lucha civil contra la venganza popular, dentro de un imperio que defiende a los judíos porque eso resulta favorable a su política. Evidentemente, en esta línea se supone que el gran rey impera en nombre y con la autoridad de Dios: su ejército es garante de la paz para los pueblos y permite que Israel perviva como unidad sagrada en torno a Jerusalén y como grupo nacional (no estatal) a lo largo y ancho del imperio.[53]

 REVOLUCIÓN HISTÓRICO-APOCALÍPTICA: MACABEOS, DANIEL

 El anterior es sólo un lado del problema. Hay en Israel otras tradiciones, otras perspectivas político-religiosas, que salen a la luz sobre todo a la caída del imperio de los persas (332 a. de C.) y de los ptolomeos, que siguieron su misma política (el 198 a. de C.). Empieza entonces el dominio de los seleúcidas siro-helenistas sobre Palestina, iniciándose para los judíos una época nueva en que se introduce y a veces triunfa eso que hemos llamado la línea de revolución histórico-apocalíptica. Con ella llega una nueva interpretación del pueblo y de su ejército, en una perspectiva donde pueden distinguirse tres aspectos: sueño histórico, utopía apocalíptica y alzamiento militar.[54]

Antes de tratar de esos aspectos resulta necesaria una breve introducción. Paulatinamente, a lo largo de todo el siglo III a. de C., la cultura helenista se fue introduciendo en Palestina. El proceso se acelera con el dominio de los seleúcidas (tras el 198 a. de C.): crecen las ciudades helenistas, se extiende la cultura griega en el país y una parte considerable de la nobleza y clero judío de Jerusalén se inclina hacia el nuevo modo de entender la realidad: tienden a identificar Yahvé con Zeus, quieren convertirse en ciudadanos del nuevo imperio universal helenista. Aprovechando esa circunstancia, Antíoco IV Epífanes decide la transformación del judaísmo: constituye una ciudadela militar sobre Jerusalén y convierte a la ciudad en una polis griega donde el mismo templo queda como propiedad del pueblo; lógicamente, el culto antiguo de Yahvé viene reemplazado por el nuevo Yahvé-Zeus, en la línea de las otras ciudades del imperio. Estamos en el 168-167 a. de C.

Pues bien, la parte más identificada con las tradiciones del judaísmo se alza con violencia y creatividad pocas veces superada. Como en tiempos del exilio, el judaísmo se enfrenta ante una crisis de muerte o nuevo nacimiento. Conforme a lo indicado, la salida de la crisis puedecondensarse en tres direcciones.

La primera es de tipo militar, y estalla probablemente el mismo 167 a. de C. Un grupo de fieles a la vieja ley, bajo la dirección de Matatías y sus hijos, llamados macabeos (los martillos), inician la revuelta armada, en alzamiento de guerrillas que termina siendo guerra abierta. Tres años después Judas Macabeo logra controlar Jerusalén y establece de nuevo el culto israelita sobre el templo. Los judíos logran nuevamente su independencia religiosa, avalada y garantizada por los reyes sirios. Parece que el peligro ha pasado, y muchos fieles se sienten satisfechos: la guerra ha sido positiva y el ideal de la libertad nacional se ha mantenido, de modo que eso basta; no necesitan construir un estado independiente.

Sin embargo, los últimos macabeos y su descendientesasmoneos continúan la lucha, con fines ya puramente políticos, consiguiendo hacia finales del siglo II la independencia estatal de Judá; pero sus métodos de gobierno, la rejudaización violenta de algunas poblaciones limítrofes y las mismas divisiones religiosas (con el surgimiento de fariseos, saduces, aliancistas de Qumrán, etc.) hicieron que los macabeo-asmoneos terminaran siendo rechazados por gran parte del pueblo.         La lucha militar había conducido a una independencia política, pero eso no significaba el restablecimiento del auténtico Israel. La solución impuesta por la lucha armada tuvo valor en un momento dado, pero resultaba insuficiente.[55]

 En ese contexto de amenaza y lucha (entre el 167 y 164 a. de C.) vino a encenderse también la utopía apocalíptica. Se trata de un ideal de guerra santa que empalma con las tradiciones de Sión y con pasajes que provienen de la gran predicación profética (cf. Is 25-27, Ez 38-39 Joel 3, Zac 8-14). Resulta común en estos casos evocar el “día de Yahvé”: los enemigos vienen, luchan contra el pueblo en un combate de crueldad y fuerza impresionante.

Pues bien, frente al poder de todas las naciones, con su ejército que es antidivino, emerge de Sión el verdadero Dios-Rey que triunfa en guerra superior y ofrece al pueblo bueno el reino de la paz sobre la tierra. ahora, culminando esa postura, el libro de Daniel presenta a los imperios militares enemigos como bestias enloquecidas: el ejército del mundo que combate contra el pueblo israelita es la expresión del hombre pervertido, es la fiera que se impone, mata, destruye. En contra de ella nohay posible lucha humana, no hay ejército de fieles con capacidad de vencer en guerra histórica al poder de lo perverso.

Por eso, el alzamiento militar de los macabeos resulta insuficiente, quizá malo: la victoria de Dios vendrá a manera de manifestación celeste; surgirá el “hijo de hombre”, el hombre de la paz, el nuevo reino, cuando Dios destruya para siempre a los ejércitos del mundo (cf. Dan 7)[56]. Estrictamente hablando, estas posturas pueden separarse.

 – En la línea del Dt, los militaristas de tipo macabeo van hasta la lucha armada, reclutando un ejército de liberación para defender la ley, la libertad y el templo en Palestina.

Al contrario, los apocalípticos, en línea más profética prefieren esperar y mantenerse en fe, aguardando desarmados la manifestación gloriosa de Dios. Pero de hecho las posturas aparecen conectadas de maneras que es difícil precisar ahora.

Hay, además, una corriente pactista que está representada, sobre todo, por la burguesía económica: la forman aquellos que prefieren mantenerse en alianza con la fuerza establecida, para defender los intereses del pueblo y defender su propia situación de privilegio.

Hay, en fin, eso que puede llamarse el sueño histórico de aquellos que, en uno u otro lado, encienden ideales de liberación, alimentando así la moral de un pueblo amenazado.

 Entre éstos encontramos al autor del libro de Judid, la judía: casi vencidos por un terrorífico caudillo de la guerra llamado Holofernes, los judíos estaban dispuestos a rendirse para siempre; pero aparece la heroína, personificación del auténtico Judá, que lucha en forma “femenina” contra el enemigo, seduciéndole con su belleza, matándole con su astucia, haciendo así posible la victoria posterior de las milicias populares de Israel[57]. Pero con esto salimos ya del campo del Antiguo Testamento, para enfrentarnos con la vida de Jesús, el Cristo.

 NOTAS

[1]Cf. E. Lipinski: La royauté de Yahvé,Brüssel, 1965; P. D. Miller: The Divine Warrior in Early Israel, Cambridge MA, 1973; M. C. Lind: Yahweh is a Warrior, Scottdale PA, 1980.

[2]Visión introductoria del tema en T. de Vaux: Instituciones del AT, Barcelona, 1964.

[3]Cf. la visión de R. De Vaux: Historia antigua de Israel. I. Desde los orígenes a la entrada en Canaán, Madrid, 1974, págs. 171-288.

[4]Cf. M. Rose: “Entmilitarisierung des Kriegs?” Erwägungen zu den Patrianchen-Erzählungen der Genesis, BZ, 20, 1976, págs. 197-211. De todas formas, el recuerdo de la guerra es fuerte en Gén 14.

[5] Expone las posturas R. De Vaux: Historia antigua de Israel. II. Asentamiento en Canaán y período de los Jueces, Madrid, 1975, págs. 17-28. Cf. también B. Halpern: Theemergence of Israel in Canaan, Chico CA, 1983, págs. 3-16 y 49-50.

[6]Cf. W. F. Albright: Arqueología de Palestina, Barcelona, 1962; Y. Kaufmann: The Biblical Account of the Conquest of Palestina, Jerusalem, 1953.

[7]Cf. J. T. Luke: Pastoralism and Politics in the Mari-Peiod, Ann Arbor, Univ. Microfilms, 1965. Su investigación ha sido aprovechada por N. K. Gottwald, en obra citada en nota siguiente, págs. 435-459.

[8]Cf. G. E. Mendenhall: The Hebrew Conquest of Palestine, BibArch, 25, 1962, págs. 66-87; íd.: The Tenth Generation. The Origins of the Biblical Tradition, Baltimore, 1973; N. K. Gottwald: The Tribes of Yahweh. A ociology of the Religion of Liberated Israel, 1250-1050 B. C. E., London, 1980.

[9]Cf. A. Alt: Die Landnahme der Israeliten in Palestina, Leipzig, 1925, reproducido y ampliado en Grundfragen der Geschichte des Volkes Israel, München, 1970, págs. 99-185; M. Noth: Das BuchJosua,Tübingen, 1953; Historia de Israel, Barcelona, 1966, págs. 76-89; M. Weippert: Die Landnahme der israelitischen Stämme in der neueren w. Diskussion, Göttingen, 1967.

[10]Cf. N. K. Gottwald: o. c., págs. 391-409.

[11]Destaca la importancia de estos campesinos, corrigiendo parcialmente la postura de N. K. Gottwald, B. Halpern: TheEmergence of Israel in Canaan, Chico CA, 1983, págs. 81-108.

[12] Para la estructuración y sentido del texto en el relato J, cf. M. Noth: Exodus, ATD, 5, Göttingen, 1968, págs. 80-95; J. Plastaras: Il Dio dell’Esodo, Torino, 1976, páginas 118-121; B. Halpern: o. c., págs. 42-43; G. von Rad: Der Heilige Krieg mi alten Israel, Göttingen, 1965, págs. 45-46.

[13]Cf. N. K. Gottwald: o. c., págs. 153-155.

[14]Evidentemente “tribu” no pertenece a lo que K. R. Popper llama “sociedad cerrada”, refiriéndose al pueblo istraelita de una forma al menos poco matizada, en La sociedad abierta y sus enemigos, Barcelona, 1982.

[15]Cf. N. K. Gottwald: o. c., págs. 293-442.

[16]Textos estudiados por N. Lohfink: Das Hauptgebot, AnBib, 20, Roma, 1963.

[17] Cf. E. Otto y T. Schram: Fiesta y gozo, Salamanca, 1983, págs. 28-52, donde se reasume la tesis de E. Otto en Das Mazzotfest in Gilgal, BWANT, 107, Stuttgart, 1975.

[18]Cf. B. Halpern: o. c., págs. 187-236.

[19] La visión clásica sobre la “anfictionía” de Israel fue defendida por M. Noth: Das System der zwölfStämmeIsraels, BWANT, 4, Stuttgart, 1930. Reasumen y precisan el tema C. H. J. De Geus: TheTribes of Israel, Assen, 1976; N. K. Gottwald: o. c., págs. 345-386.

[20]Cf. N. K. Gottwald: o. c., págs. 270-276.

[21]Cf. G. Van Rad: Der Heilige Krieg mi alten Israel, Göttingen, 1965; M. Weippert: Heiliger Krieg in Israel und Assyrien, ZAM, 84, 1972, págs. 460-492; P. C. Craigie: The Problem of the War in the O. T., Grand Rapids MI, 1978.

[22]Cf. N. Lohfink: Il Dio della Bibbia e la violenza, Brescia, 1985, págs. 77-79; íd.: Haram, TWAT, 3, págs. 192-213.

[23]Cf. N. K. Gottwald: o. c., págs. 543-550.

[24]Cf. B. Halpern: o. c., págs. 118-120; N. K. Gottwald: o. c., págs. 534-540.

[25]Cf. trabajos de G. E. Mendenhall citados en nota 10.

[26]Cf. Th. Hobbes: Leviatán, Madrid, 1983, págs. 221-259. Sobre todo el tema, cf. R. Girard: La violence et le Sacré, París, 1972.

[27]J. P. Miranda: Marx y la Biblia, Salamanca, 1972, págs. 144-155.

[28]En esta línea se sitúa, a mi entender, la más valiosa interpretación y actualización judía de la Biblia, tanto en perspectiva exegética como filosófica. Cf. E. Levinas: De Dieuquivient a l’idée, París, 1982, pág. 134; J. Klausner: Jesús de Nazaret, Buenos Aires, 1971, páginas 381-398, y, especialmente, B. H. Levy: El testamento de Dios, Buenos Aires, 1979, páginas 221-297, donde defiende la exigencia judía de la “resistencia” al mal, frente a la utopía cristiana de la “no resistencia”.

[29] Sobre el nacimiento de la monarquía, cf. B. Halpern: Theemergence of Israel in Canaan, Chico CA, 1983, págs. 239-261; íd.: The Constitution of the Monarchy in Israel, Chico CA, 1981. Sobre la novedad y cargas de la monarquía en Israel, cf. también G. Von Rad: Teología del AT, I, Salamanca, 1972, págs. 90 y sigs.

[30]Sobre el reinado de Saúl, cf. M. Noth: Historia de Israel, Barcelona, 1966, páginas 163-174; J. Bright: La historia de Israel, Bilbao, 1970, págs. 222-234; S. Herrmann. Historia de Israel, Salamanca, 1979, págs. 173-189.

[31]Sobre el reinado de David, cf. M. Noth: o. c., págs. 174-192; J. Bright: o. c., páginas 234-251; S. Herrmann: o. c., págs. 190-225.

[32]Cf. K. Elliger: Kleime Schriften zum AT, München, 1966, págs. 72-118.

[33]Sobre el sentido de Jerusalén, cf. M. Noth: Jerusalem und die israelitische Tradition, Gesammelte Studien Zum AT, München, 1960, págs. 172-187; R. E. Clements: God und Temple, Philadelphia, 1965, págs. 17-39; Y. Congar: El misterio del templo, Barcelona, 1964.

[34]Cf. N. K. Gottwald: The Tribes of Yahweh, London, 1980, págs. 362-367,

[35]cf. R. E. Clements: Abraham and David, London, 1967.

[36]Cf. N. K: Gottwald: o. c., págs. 267-274.

[37] Cf. R. E. Clements: God and Temple, Philadelphia, 1965, págs. 57-62.

[38]Ibíd., págs. 71-78. Cf. también H. J. Kraus: Psalmen, I, Neukirchen, 1960, páginas 342 y sigs.; H. P: Müller: Ursprünge und StrukturenalttestamentlicherEschatologie, Berlín, 1969, págs. 86-101.

[39]Sobre la relación entre salmos de Sión y profecía pacifista, cf. J. L. Sicre: Los dioses olvidados, Madrid, 1979, págs. 23-39. Una visión general de los profetas en la perspectiva aquí estudiada con la bibliografía sobre el tema, en N. Lohfink: Il Dios dellaviolenza e la Bibbia, Brescia, 1985, págs. 36-39.

[40]Cf. J. L. Sicre: o. c., págs. 48-49. Reasume el tema H. W. Wolf: Oseas hoy, Salamanca, 1984, págs. 197-202.

[41]J. L. Sicre: o. c., págs. 59-64. Cf. J. Plastaras: Il Dio dell’Esodo, Torino, 1976, págs. 132-134.

[42]Para situar el tema, R. Kilian: Die Verheissung Immanuels. Jes 7,14, Stuttgart, 1968.

[43]En contra de R. Kilian: o. c., págs. 17-20, K. Elliger: Kleime Schriften zum AT, München, 1966, págs. 119-140, y otros muchos; J. L. Sicre: o. c., págs. 29-33 y 51-64, ha demostrado que la profecía de Isaías ha de interpretarse radical: el armamento resulta antidivino; por eso, la defensa por medio de las armas resulta idolatría.

[44] Cf. G. Von Rad: Estudios sobre el AT, Salamanca, 1976, págs. 200-202.

[45]Cf. H. P. Müller: o. c., págs 95 y sigs. G. Von Rad: Der HeiligeKrieg mi alten Israel, Göttingen, 1965, estudia todo el tema desde una perspectiva profética en págs. 56-67.

[46]Cf. N. Lohfink: o. c., págs. 73-83, además de los trabajos del mismo autor citados en pág. 118, nota 35.

[47]N. Lohfink: o. c., pág. 76. Los trabajos de Kilian y Elliger citados en nota 44 interpretan Is 7 a la luz del Dt, lo cual no parece procedente.

[48]Sobre exilio y restauración, además de las historias clásicas de M. Noth, J. Bright y S. Herrmann, cf. P. R. Ackroyd: Exile and Restoration. A Study of Hebrew Thought of the Sixth Century BC, London, 1972.

[49]En esta línea se sitá Ez 40-48 con su visión idealizada del nuevo Israel sobre la tierra palestina; la independencia política queda en un segundo plano.

[50]Cf. P. R. Ackroyd: o. c., págs. 121-128; C. Westermann: Das Buch Jesaja 40-66, ATD, 19, Göttingen, 1966, págs. 124-132.

[51]Sobre la amplitud y sentido de los textos del P, cf. K. Elliger: KleineSchiften zum AT, München, 1966, págs. 174-198. Para la visión general de la guerra en el P., cf. N. Lohfink: o. c., págs. 84-100.

[52]Cf. A. Kuschke: Die Lagervorstellung der priesterschriftlichen Erzählung. Eine überlieferungsgeschitliche Studie, ZAW, 63, 1951, págs. 74-105.

[53]Sobre el libro de Ester y su visión de la política, cf. H. Ringgren: Esther, ATD, 16, Göttingen, 1967., págs. 74-105.

[54]Sobre las transformaciones del Israel bajo el dominio helenista, además de las historias de Israel citadas en nota 31, cf. M. Hengel: Judaism und Hellenism, London, 1981; G. W. E. Nickelsburg: Jewish Literature between the Bible and the Mishnah, Philadelphia, 1981.

[55]Cf. E. Schürer: The History of the Jewish people in the age of Jesus Christ, I, London, 1973, págs. 124-242, con bibliografía.

[56]He estudiado el tema en Hermanos de Jesús y servidores de los más pequeños. (Mt. 25,31-46), Salamanca, 1984, págs. 89-128, con bibliografía.

[57]Cf. A. E. M. A. Cowley: Judith, en R. H. Charles: The Apocrypha and Pseudoepigrapha of the OT, I, Oxford, 1971, 242-267; D. R. Dumm: Tobías, Judith, Ester, en R. E. Brown (de.): Com. Bíblico San Jerónimo, II, II, Madrid, 1971, págs. 721-751.

(seguirá) XABIER PIKAZA, Iglesia Viva 129 (1987)273-324

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