Los cuatro nombres de Dios (Para el P. José Vicente Rodríguez)
Hoy quiero detenerme en su último libro, titulado Los cuatro nombres de Dios, que acaba de ser editado en San Pablo, Madrid. José Vicente me ha hecho el honor de pedirme un prólogo, y así lo he escrito, como verá quien quiera aproximarse al libro.
Quiso José Vicente que el libro se titulara Cuatrilogía, los cuatro nombres, que definen al Dios cristiano, en la línea de los libros clásicos de espiritualidad y teología que se titulaban De divinis nominibus, De los Nombres de Dios, que para él son los siguienes:
CONDESCENDENCIA,
TERNURA MATERNAL,
TRASCENDENCIA
PRESENCIA MÚLTIPLE
No he querido comentarlos, hubiera sido como una provocación. Dejo que estén ahí, en su libro, donde va recogiendo el autor una serie de textos y de reflexiones que explican el sentido de esos nombres, en la línea de la teología clásica y de la experiencia actual.
Pero he pensado que podría ofrecerle una reflexión introductoria sobre los cuatro nombres del Dios bíblico que se llama Misericordia. Estos son, a mi juicio, los cuatro nombres de la misericordia:
Rehhem: Amor materno
Hen, gratuidad
Hesed, fidelidad al pacto
Emunah, verdad, firmeza
Así es Dios, así he querido presentar, para ofrecer así una especie de pequeño pórtico para el gran libro del P. José Vicente.Venga al pórtico quien esté interesado por entrar luego en el gran templo de la obra de José Vicente. Mañana o pasado terminaré esta reflexión, deseando a mis lectores (los lectores de la obra de José Vicente una buena semana.
Una experiencia de cuaternidad, la plenitud de Dios
Es muy posible que él no lo recuerde. Fue en los años ochenta. El P. José Vicente había impartido una lección magistral sobre algún tema de presencia y experiencia de Dios, ya no recuerdo dónde. Asistimos, muy atentos, el Prof. Antonio Vázquez, Catedrático de Psicología de la Universidad Pontificia de Salamanca (máxima especialista en Freud y Jung) y un servidor.
Hubo una larga tanda de preguntas, en las que algunos quisieron acorralar al P. José Vicente, sobre la posibilidad de intervenciones extraordinarias de Dios, por encima del orden de la naturaleza, a las que él respondió siempre con amabilidad, inteligencia y sonrisa. Horas después, en una larguísima “sobrecena”, el Profesor A. Vázquez comentó y condensó el tema con su agudeza, diciéndome que había dos tipos de pensamiento, que no se excluyen entre sí, sino que se completan.
‒ Hay un pensamiento triangular o, mejor dicho, tríadico y dramático, más propio del psicólogo judío S. Freud, que pone de relieve las contradicciones de la vida, con su fuerte dramatismo, en una línea que los teólogos “vinculáis” (me dijo) con la Trinidad. En ese plano, las cosas quedan siempre abiertas, de manera que no pueden responderse; es como en la vida de los hombres en el mundo se escondiera siempre una tragedia.
‒ Y hay un pensamiento más abarcador y oceánico, en la línea de K. Jung, también gran psicólogo, que acentúa más las armonías de la vida, con su propensión a la “cuaternidad”, es decir, a la vinculación profunda de los opuestos. El Prof. A. Vázquez terminó diciendo que el P. José Vicente iba más en esa línea de unificación profunda, con la implicación de los opuestos, como pensaba el Cardenal Cusano en otro tiempo, como K. Jung en el siglo XX, que son hombres de armonía y de diálogo.
Ciertamente, la Iglesia Cristiana ha optado, dogmáticamente, por un esquema ternario-trinitario, para incluir a Jesús y el Espíritu Santo en el misterio de la esencia de Dios Padre, como ha puesto de relieve el Credo de la Iglesia, en un equilibrio que no puede nunca resolverse en este mundo, aunque queda abierto a la unidad más honda de Dios, en su silencio y palabra trascendente. Pero, junto a esa línea oficial, que debe mantenerse en la perspectiva del dogma de fe, pues el Dios de Cristo es Trinidad, puede y debe ponerse también de relieve, en una perspectiva de búsqueda humana, un esquema de cuaternidad que nos obliga a vincular y unir los opuestos de Dios (las cuatro laderas del Monte, los cuatro puntos cardinales de la tierra), pues se trata de un modelo más humano, más cercano a nuestra experiencia.
Los dos esquemas son necesario, decía el Prof. Vázquez, no puede buscarse en este mundo una única solución. Ciertamente, como sabía y ponía de relieve San Juan de la Cruz, la palabra más honda es la Trinidad, que no puede decirse ni entenderse (¡es lo mayor y más grande de todos los santos!). Pero, al mismo tiempo, como caminantes que somos, es bueno que haya personas como el P. José Vicente que buscan y cultivan la armonía de los cuatro punto cardinales de Dios, de un modo inteligente, ayudándonos a penetrar en su misterio impenetrable, que siempre nos desborda.
Así lo había visto, en un plano quizá un poco superficial, el mismo K. Jung, cuando decía que, de hecho, psicológicamente, en un plano de experiencia concreta (no de fundamentación dogmática de la fe), la Iglesia utiliza un esquema de cuaternidad, como lo demostró introduciendo a la Virgen María (y con ella a la humanidad) en el espacio de la gran “cuaternidad” divina (como habría hecho el Papa Pío XII al proclamar el Dogma de la Asunción, año 1950). Sea como fuere, dejando a un lado esos problemas de conocimiento psicológico, que tanto interesaban al Prof. Vázquez, es claro que José Vicente (¡sin negar la Trinidad en modo alguno, sino para ponerla más de relieve!) ha utilizado esquemas de cuaternidad, como había mostrado ya en su libro de Las cuatro cosas de Fray Juan. Cuatro que en resumen las cosas que pueden verse y decirse desde este mundo, como las cuatro laderas y caminos de ascenso a la Montaña.
Como una cesta (círculo) de flores dividida en cuatro apartados
Cuatro son, por tanto, las cosas que nos permiten organizar y “decir” un poco, en este mundo, el misterio de Dios que, siendo indecible (porque él es lo que él se quiere), como sabía bien Juan de la Cruz, puede ser sin embargo conocido de un modo misterioso y asombrado por los hombres. Ciertamente, en un sentido, sería mejor guardar silencio. Pero en otro, por no callar y para situarnos de un modo menos opaco ante la misteriosa geografía de la Montaña de Dios, no tenemos más remedio que hacer esquemas y buscar modelos de organización y pensamiento, como sabía bien Teresa de Jesús con sus siete moradas (¿por qué siete? ¿no se cruzan y entrecruzan unas en las otras?), y sobre todo Juan de la Cruz, el mejor maestro de divisiones y esquemas teológicos que yo conozco.
Como mujer de ciudad, Teresa escogió la imagen de la gran ciudad-castillo, con sus siete muros… Como hombre más de campo y de naturaleza, Juan de la Cruz escogió la imagen de la subida a la Montaña, que empieza por el Monte Sinaí de la Biblia (con el Monte Sión) y culmina en el Carmelo. No quiero comentar aquí más esa imagen de Juan de la Cruz, pues de eso sabe José Vicente todo lo que puede saberse y nada puedo enseñarle, pero me atrevo a recordar algo que está en la base de toda la experiencia mística cristiana, tal como la formulaban ya los Padres de la Iglesia, cuando hablaban de los cuatro momentos del camino del encuentro del hombre con Dios.
Estos cuatro momentos, vinculados a la montaña de Dios, nos permitirán plantear mejor el tema de la “cuatri-logia”, es decir, de las cuatro palabras que el P. José Vicente a vislumbrado en la subida del Monte. Estos cuatro momentos forman parte del despliegue de la psicología espiritual, siendo, al mismo tiempo, de algún modo, momentos del misterio divino, conforme a la ley de encarnación. Son cuatro, digo, y no siete como las moradas de Santa Teresa, cuatro aspectos contemporáneos, no sucesivos, del Camino del hombre en/con Dios y de la revelación de lo divino:
‒ Elevación. Toda oración implica un movimiento ascensional: el hombre puede alzarse sobre sí, superando los niveles anteriores de su vida, para situarse ‒interrogante, gozoso, esperanzado‒ ante un misterio de gracia y vida (Dios) que puede responderle. Así decía Teresa “levantar el corazón a Dios”, dejar que el mismo Dios nos lo levante, no para pedirle sin más mercedes, sino para gozar de su Merced. Así, la altura del Monte inalcanzable al que debemos ascender (¡Monte Carmelo o Sinaí!), eso es Dios para los creyentes.
‒ Pasividad. Ciertamente, el hombre es el que hace (¡homo faber, hacedor de cosas!); pero, al mismo tiempo, él es también aquel que se deja hacer, el que aprende a escuchar, ejercitándose en el más hondo silencio, poniéndose en gesto de quietud, aguardando así el paso y llamada de Dios, en la gran noche pasiva del sentido y del entendimiento. De esa forma se define el hombre, cuando ya no quiere nada, cuando simplemente acoge, como “oyente de la Palabra”, aquel que puede escuchar a Dios cuando le habla. El orante es un hombre que se deja amar, de manera que su pasividad aparece como acción más honda, que consiste en permitir que Dios le vaya transformando, enriqueciendo con su gracia, el Dios de la Pasividad suprema, que está en la Cruz, que es Cruz.
‒ Comunión. Orar es dialogar con Dios en clave no sólo de confianza, sino de mutua responsabilidad: «Tratar de amor con aquel que sabemos nos ama», decía Teresa de Jesús. El trato se vuelve así costumbre y la costumbre intimidad y la intimidad un tipo de necesidad más honda que no puede formularse con palabras, la comunión más alta, el Matrimonio divino, que puede llamarse comunión de amor. Dios mismo “necesita” de nosotros, como necesitó de Jesús para redimir a los hombres, y como necesitó a María para encarnarse. Por eso, Dios mismo es comunión, en su intimidad divina (Trinidad) y en su diálogo de amor con los hombres. En esa línea, la oración es un ejercicio de comunión: Dios vive en el hombre, el hombre vive y se realiza en lo divino, como al modelo supremo del “matrimonio divino”.
‒ Acción más alta. En un momento pudiera parecer (y ha de decirse) que la oración es olvidarse: “Dejéme y olvidéme…”, dejar todas las penas y cuidados de la tierra y quedar así traspuestos, reclinados en los brazos del Amado. Pues bien, ese mismo olvido se convierte en recuerdo más profundo, en exigencia más honda de hacer, de dar la propia vida y transformar (enriquecer) la vida de los hombres, empezando por los pobres y enfermos, como supo Jesús al dar la vida por el Reino. En ese sentido, el orante es un hombre despierto, el más despierto y activo del mundo, aquel que se pone en pie, asumiendo las tareas de la vida, descubriendo y gozando sus valores, siempre al servicio de los otros.
Siendo elementos de la vida humana, estos cuatro momentos de oración (Elevación→ Pasividad→ Comunión→ Acción más alta), que trazan el camino del hombre en el misterio, son elementos del mismo Dios, que pueden leerse en esa dirección o en la opuesta (Elevación ↔ Pasividad ↔ Comunión ↔ Acción más alta), pues cada uno se implica en los otros, trazando un camino que va del hombre a Dios, de Dios al hombre, y de unos hombres a los otros… Normalmente suelen ponerse uno detrás del otro, como momentos sucesivos de un único ascenso-descenso. Pero el P. José Vicente los ha visto más bien como momentos simultáneos (uno al lado del otro, no uno después del otro), como seguiré indicando.
Con estos cuatro momentos podría haber organizado el P. José Vicente la cuatri-logía, el “logotipo” y contenido de su “cestilla”, llenándola con “flores” de Teresa de Jesús y sobre todo de Juan de la Cruz, con la ayuda de la Biblia que ofrece abundante material para cada uno de los temas. También podría haber apelado a otros autores, incluso no cristianos (como hace al introducir en su discurso la experiencia mística de Teilhard de Chardin y el modelo del Budismo Zen), pues el camino de la oración y presencia de Dios es un despliegue humano del que saben algo los teólogos profesionales (¡como los antiguos Salmanticenses del Carmen Descalzo!), pero también (en otra línea) los poetas y espirituales.
Incluso un filósofo “profano” como M. Heidegger hablaba, en lo más alto de su pensamiento, de una cuaternidad (Geviert), formada por cielo (trascendencia) y tierra (inmanencia), lo divino (eternidad) y lo humano (tiempo), en una línea que parece más pagana que cristiana, y que pretende abarcar todo lo que existe, aunque con el riesgo de cerrarse y cerrarlo todo en el destino, sin presencia personal, sin verdadera realidad de Dios. Sea como fuere, como vesJosé Vicente, estás en buena compañía, aunque es mejor que vuelvas y te apoyes en los místicos antiguos, más que en algunos pensadores modernos como Heidegger (Unamuno es harina de otro costal), que nos terminan dejando al fin en la oscuridad más grande con su cuadratura impersonal y fría de una realidad sin alma verdadera.
Tú, en cambio sabes, que siendo la más plena oscuridad, Dios es la luz más clara. Por eso no empleas tu esquema de cuatro (cuatri-logía: las cuatro palabras) para confundir o mezclar planos, sino para delimitar un poco los espacios o moradas del misterio, de la que habló Jn 14, 2, desde los cuatro ángulos de la realidad, que son los cuatro caminos de ascenso por las laderas del misterio, dejando los arrabales, de una vida perdida en un mundo que corre el riesgo de perderse, si Dios no condesciende y lo adentra en su regazo de ternura, para introducirlo así en su trascendencia, haciéndose de esa manera presente en nuestra vida.
Tu cesta de flores divinas me recuerda a la de Jer 24, la cesta buena de los buenos higos de Dios, no para definir y pontificar de un modo amenazante, sino para ayudar mejor en el camino, diciéndonos a otros lo que has visto, como testigo de misterio (y para que así podamos dejar la cesta de higos malos, que otros pregonan con engaño, como sigue diciendo el mismo Jeremías).
Perdona una referencia personal. No me cuesta imaginarte, hace ochenta años, caminando por las cortinas y prados de Monleras, y bajando al río, cuando aún no se había construido el gran embalse de Almendra. Algunos de mis mejores amigos han sido de aquella tierra, casi vecinos suyos, de Sardón y el Jejo de los Reyes. Ellos me enseñaron a entender los prados, las cortinas y cortinos, las riberas del río donde estaban (¡ahora anegados!) los molinos.
Muchas cosas han pasado en estos ochenta largos, pero en ti ha seguido creciendo la misma experiencia del misterio, que presentas ahora con toda nitidez en las cuatro partes de este libro, con títulos muy hondos de Dios, para este Año Jubilar de la Misericordia 2016, año bueno para insistir en la Montaña de Dios y en los caminos que nos llevan por su laderas al gran Misterio.
Un libro de Jubileo. Los cuatro nombres de la Misericordia
Sabes bien que ése es un Libro de Jubileo, como dices en la Introducción, citando la Bula del Papa Francisco (MV: El rostro de la misericordia, 2015), un libro para despertar a los dormidos y orientar a los perdidos, en la línea de Unamuno, pero desde el Mar de Dios que ha sido y sigue siendo Juan de la Cruz…
Perdona que aduzca aquí otra referencia personal.
Allá por el año 1980, el Prof. Vázquez perdió su coche y se perdió, tras una jornada de pesca, entre Sardón y Monleras, pues había dejado su Seiscientos y una zona escondida de la Ribera, en un tiempo en que el pantano estaba bajo de aguas. Fue al pueblo y me llamó y fui a buscarle con otro coche, y recorrimos con la luna de guía, las tierras onduladas de la ribera del pantano, bajo el gran manto de la misericordia de Dios… hasta que encontramos el coche. Yo pensé en un momento: Por aquí debía guiarnos el P. José Vicente.
Supe entonces que es fácil perderse en este mundo, pero no en la Misericordia de Dios, en sus cuatro nombres y caminos de amor. Este pensamiento ha vuelto a mi cabeza, una y otra vez, mientras iba leyendo tu libro, con la certeza de que tú, tras más de ochenta años de experiencia profunda de Dios, seguías enraizado en el misterio insondable de su belleza, después de haber camino de niño por lo que hoy son las riberas (¡por esos montes y riberas…!) del Almendra, que no es Dios, pro es muy grande.
Por aquellos caminos y por un largo estudio de los clásicos del Carmelo y de la vida cristiana, partiendo de la Biblia, has podido llenar con las flores de Dios y de la vida creyente los cuatro recuadros o puntos cardinales de este canastilla de admiración y gozo emocionado que es nuestra existencia de creyentes, un soplo y camino de cielo en la misma tierra.
Volveré muy pronto a tus cuatro nombres de Dios, pero antes quiero citar (¡persona mi deformación profesional!) los cuatro que aparecen en Ex 34, 6-7, casi en el principio del camino de Dios en la Biblia, como sabes muy bien. Ese pasaje del Éxodo ha sido y sigue siendo la Carta Magna de la misericordia de Dios, que se eleva sobre el pecado de los hombres, a quienes el mismo Dios ofrece perdón desde la Montaña de su misterio de amor, para que ellos (pecadores perdonados) puedan así superar el estallido anterior de la idolatría (adoración del Becerro de Oro).
Esas cuatro palabras del Éxodo, que comentaré de inmediato, me sirven o, quizá mejor, nos sirven para trazar cuatro camino de humanidad reconciliada, como un templo de cuatro naves paralelas, todas misteriosas, no para volver simplemente a las cosas que habían sido antes (no podemos retornar a Egipto, como querían algunos hebreos, ni siquiera a la vida en Monleras, en los años treinta del siglo pasado, cuando tú eras niño, pues ya aquellas riberas tuyas del río sin pantano no existen), sino para crear rutas nuevas, desde el mismo Dios eterno que quiere seguir fecundando de amor nuestro tiempo, porque también el siglo XXI es Día de Dios.
Recodemos la escena. Dios había dado a Moisés su ley (cf. Ex 19-21), pero los judíos ha habían rechazado, para adorar (¡como nosotros solemos hacer!) al becerro de oro, que es el dinero, la fuerza y la pura pasión. Como mediador fracasado de la alianza, bajó aquel patriarca del monte con las tablas de piedra de la ley, y descubriendo el pecado del pueblo, rompió las tablas con furia, pues le parecía que todo había terminado (Ex 32, 15-20).
Pero Dios aguardaba con paciencia, y le pidió que volviera, que empezara de nuevo, con nuevos fundamentos de amor y de misericordia
Conforme a la ley de este mundo, Dios tenía que haber rechazado para siempre al pueblo, pero su misericordia es mayor que la ley, y Dios quiso perdonar (¡él es perdón!), pidiéndole a Moisés que subiera de nuevo a la montaña (cf. Ex 34, 1-4)… Moisés subió y Dios bajó a su encuentro como misericordia infinita, y ambos dialogaron, sin rayos ni truenos (cf. Ex 19):
Moisés… subió al amanecer al Monte Sinaí... Yahvé bajó en la nube y se quedó con él conversando, y proclamó el nombre de Yahvé (¡su nombre!) y pasó ante él diciendo: ¡Yahvé, Yahvé, Dios entrañable (rehem) y de gracia (hannun), lento a la ira y rico en lealtad (hesed) y verdad (‘emunah), leal hasta la milésima generación; que perdona culpa, delito y pecado, pero no deja impune y castiga la culpa de los padres en los hijos y nietos, hasta la tercera y cuarta generación! (Ex 34, 4-7).
Este “bautismo” de Moisés (tan parecido al de San Elías, tu patrono, en la misma montaña, con los mismos motivos de fondo: cf. 1 Rey 19) forma parte de nuestra iniciación mística, en la gran Montaña de Dios, a cuyas rocas seguimos “agrapados” en la noche de la vida.
Perdona, José Vicente, pero vuelvo otra vez a la evocación personal. Así te pienso a ti, como otro Moisés, como Elías, tu santo (¡tú dirás que más pequeño, eso lo sabe Dios!), subiendo otra vez a la Montaña de Dios (a tu Carmelo, Horeb o Sinaí, el Monte de la Segunda Alianza, que es Perdón), para descubrir así, con más fuerza que nunca, al Dios de la Misericordia, con los cuatro nombres de la “canastilla sagrado”, que voy a comentar ahora, con los cuatro caminos de su Roca, las cuatro naves de su Templo, utilizando para ello las palabras hebreas, que tú recuerdas bien, de tu tiempo del Bíblico de Roma.
Éstos son los nombres que el Papa Juan Pablo II citó y estudió en la famosa nota 52 de su Encíclica Dives in Misericordia (Rico en Misericordia, 1980), acudiendo al texto hebreo, porque es importante captar bien los matices de cada uno de ellos. Dios revela su verdad en aquel Monte Sinai, con cuatro nombres tan parecidos a los que tú has escuchado con Juan de la Cruz en el Carmelo. Esos nombres nos dicen que en el principio de la vida no están las “obras malas” de los hombres (el oro, la fuerza bruta, la pasión del gran “becerro”, que sigue pastando en las dehesas de toros bravos de tu tierra); en el principio, sobre el río, las cortinas pequeñas, los prados, la gran dehesa de encinares, está la misericordia más alta de Dios que pasa ante la roca donde Moisés se ha guarnecido para proclamar cuatro palabras de su nombres: Amor entrañable (rahum), lleno de Gracia (hannun), rico en Fidelidad (hesed) y en Verdad (´emet, ‘emunah).
Éstos cuatro nombres (que llenan los cuatro espacio de su canastilla bendita, y forman las laderas de la montaña antigua) describen el misterio de Dios, abriendo un camino de vida a los hombres, a los que él perdona, para que así ellos puedan (podamos) perdonarnos unos a los otros. Son los nombres de Dios, siendo, al mismo tiempo, los hombres del hombre que ha de ser amor entrañable y gratuidad, fidelidad y verdad.
Moisés tenía algo más de ochenta años cuando subió a la montaña (como se dice al comienzo del Éxodo; cf. Ex 7,7). Tú, José Vicente, eres un poco mayor, has tenido más tiempo para Dios, es decir, para llenar tu canastilla. Déjame que recuerde aquí y que exponga brevemente (no para ti, que ya los sabes, sino para tus lectores) el sentido estos cuatro nombres, que he comentado en otro lugar (Entrañable Dios. Las obras de misericordia, Verbo Divino, Estella 2016). Ellos, que nos llegan del mismo corazón de la Biblia, me ayudarán a situar algo mejor los cuatro que tú has escogido, desde el corazón de Juan de la Cruz y Teresa, para iluminar con ellos la vía de Dios en nuestro tiempo:
1. Dios es Rahum (rehem), Amor entrañable. Esa palabra, vinculada al vientre materno, expresa el cuidado de una madre por aquellos que brotan de su entraña y necesitan su ayuda, evocando así la más honda experiencia de Dios en la Biblia. El principio de Dios no es la acción de unas manos que forman las cosas, ni un tipo de pasión superior, ni un deseo de amontonar cosas, sino el amor del útero materno, expresado en el cuidado de la madre por los hijos. También un padre puede tener rehem, pero su modelo originario es la madre.
Ciertamente, rehem significa también apiadarse de los desgraciados externos, pero ese amor Dios no nace sólo porque hay desgraciados externos, sino porque Dios mismo es amor entrañable o, mejor dicho, entraña de amor. Así lo has indicado tú, José Vicente, al explicar de un modo tan hondo el tema de su condescendencia y su ternura. Dios se apiada de un modo radical de cada uno hombres necesitados (descendiendo a ellos: con-descendiendo, como dices tú) no sólo porque ellos lo (le) necesitan, sino ante todo porque el mismo es Amor entrañable, porque él ama como madre, en un desbordamiento de ternura y cuidado.
2. Dios es Hannun (hen), Gratuidad amorosa. Esta palabra viene de la raíz hebrea hanan, que significa Gracia, como en Hanna/Ana, la madre de Samuel (2 Sam 2), o la abuela de Jesús (Protoevangelio de Santiago). Ese nombre (Ana) significa en hebreo Agraciada (lo mismo que el nombre que el Ángel de Dios puso a María (en el evangelio de Lucas: 26-38), aunque en idioma griego: Kejaritomene: Agraciada o llena de Gracia
Dios aparece así como la Gracia, como aquel que acoge y ayuda a los hombres de un modo generoso, sin necesidad de imponerse con violencia, para enriquecerles, dialogando y colaborando con ellos no para dominarles, sino con ternura maternal, como has destacado tú en la segunda parte de tu libro. Sólo Dios es plenamente gracia y maternidad entrañable, Hannun, gratuidad suprema de la que nace toda misericordia, aunque los hombres pueden responder y actuar también gratuitamente, si acogen y cumplen su palabra Dios.
Este amor-hen de Dios, que es fuente de toda gratuidad, y Ternura de todas las ternuras, precede a las obras de misericordia de los hombres, las sostiene y fundamenta. En esta línea se manifiesta su experiencia, Entraña de las entrañas de Dios que agracia a los hombres, se agrada en ellos y les mira no sólo con simpatía, sino con felicidad, a pesar de su pecado. En esta línea se entiende, José Vicente, tu segundo camino, el nombre segundo de tu cuatri-logía.
3. Dios es Hesed, Fidelidad, una palabra que incluye también los matices de cercanía y ayuda entrañable y gratuita, como en los casos anteriores, pero añade un matiz importante de lealtad o fidelidad a la alianza, es decir, a la palabra dada, como aparece bien en esta escena del Monte Sinaí, que estamos comentando, en la que Dios aparece en su trascendencia suprema, como desbordamiento de Amor que supera a todo amos.
El Dios Yahvé (¡soy el que soy!) había estipulado con los hebreos un pacto en el montaña, y ellos, su pueblo, se habían comprometido a cumplirlo (Ex 19-31), pero después ellos lo rompieron, adorando al Becerro (Ex 32). Lógicamente, Dios debía responder rompiendo su pacto y abandonando al pueblo en manos de su propia destrucción. Pero Dios es trascendente, y habita más allá de esa lógica de ley (de talión), de forma que él ha mantenido su palabra de amor y ha perdonado.
En esa línea, hesed significa no sólo lealtad sino también trascendencia de amor y “perdón”, por encima de la misma ley (no en contra de ella), superando el plano de los mandamientos y ofreciendo a los hombres la gracia incondicionada y eterna de su vida. En esa línea se sitúa lo que tú, José Vicente, dices de la Trascendencia. En esta línea se entiende algo que San Juan de la Cruz conocía mejor que nadie: El misterio más hondo de la fe no consiste en que nosotros creamos en Dios, sino en que Dios crea en nosotros, siendo fiel a su palabra y promesa de amor.
4. Dios es ‘Emet/’Emunah, e Verdadero, es decir, la Verdad. El último rasgo nos lleva a la Verdad, que no significa simple veracidad, ni descubrimiento de algún misterio particular oculto, sino firmeza, esto es, cumplimiento de la palabra dada, presencia de amor, Vida de Dios en nuestra misma vida. Nuestra verdad humana consiste, por tanto, en mantener a la fidelidad trascendente de Dios, siendo fiables, respondiendo así a su llamada de Dios, que es en hebreo ‘emunah, presencia y firmeza eterna.
Aunque los hombres pueden haber sido in-fieles, es decir, falsos, Dios es fiel, y creyentes pueden confiar en él, respondiendo “amén” (así es, así sea), aceptando de esa forma su presencia, como ha puesto de relieve la cuarta palabra de tu cuatrilogía. Por eso la Verdad no pertenece a un nivel de conocimiento externo, sino a la vida, y de un modo más profundo a la experiencia radical de la persona. Sólo los hombres pueden ser verdaderos en el mundo, y pueden serlo porque Dios se hace presente en ellos Verdad (como dice Jesús, en nombre de Dios: Yo soy la Verdad).
Esta firmeza y seguridad de Dios define y fundamenta la vida de los hombres que pueden y deben ser fieles entre sí, relacionándose con entrañas de amor, con obras de misericordia (es decir, de verdad y firmeza, de fiabilidad, de auténtica justicia). La fidelidad de Dios aparece así, por tanto, como principio y fundamento de fidelidad entre los hombres y mujeres, que han de mantener el compromiso que ellos han contraído con Dios y con los restantes hombres.
Y con esto puedo ya pasar a tu libro, querido José Vicente, trasponiendo de algún modo los cuatro nombre de Ex 34, 6-7 a los cuatro nombres teresianos, sanjuanistas, de tu libro. Tras haberlo leído había preparado un resumen y comentario de cada una de sus partes. Pero he pensado después que eso ya no me pertenece, sino que ha de ser propio de los mismos lectores del libro. Yo me quedo simplemente en el atrio o, si prefieres, en el pórtico de tu Iglesia, entreteniendo un poco a los lectores, para que ellos mismo pasen y vean, es decir, pasen y lean por sí mismos.
Que ellos mismos entren en el “templo” de tu libro y caminen por sus cuatro naves, una al lado de la otra, como en algunas basílicas antiguas (y en algunas mezquitas, pues el nombre del Dios misericordioso, bien pronunciado, nos vincula a todos). Nosotros, cristianos del siglo XXI, estamos más acostumbrados a las iglesias de una nave o, si se quiere, de tres o cinco naves, y la del centro, más amplia, más alta, con un ábside más grande y con un único altar central; las dos (o cuatro) naves laterales son más bajas, más estrechas, como si hubiera sólo un único camino para llegar a la cumbre de la Montaña de Dios.
Pues bien, situándote en un plano diferente (sin negar en modo alguno lo anterior), tú José Vicente, has llenado de flores los cuatro cuadrantes de la canastilla, los cuatro iguales, cada uno un capítulo del libro, sin que uno sea más amplio que los otros (aunque van en un orden, es decir, con un sentido). Escribes así el libro desde las cuatro vertientes de la Montaña de Dios. Sin duda, las cuatro se unen allí arriba, pero de lo que está allá, en la cumbre de la cumbre no podemos decir, sino sólo contemplar en silencio.
Utilizado la imagen del templo, podemos decir que tú has hecho un santuario de cuatro naves, todas de la misma altura, con la misma dignidad, sino que haya una nave central, porque todas son centro, y están llenas del mismo Dios que lo llena todo, con los cuatro nombre de su cuatri-logia, que se parecen mucho a los de Dios de la Biblia en Ex 34, 6-7-