"Todos en la Iglesia compartimos la misma dignidad" José María Marín: "Hay una resistencia endémica en la jerarquía eclesiástica a perder su hegemonía en favor del laicado"
"En algunos ámbitos la jerarquía eclesiástica ejerce su 'sagrada autoridad' sin el mínimo pudor: la gestión de los bienes y recursos económicos, la liturgia y los sacramentos, la predicación y la catequesis"
"La pretendida autoridad de los obispos sobre los sacerdotes y la de éstos sobre los laicos, ni es cristiana ni puede seguir manteniéndose. Menos todavía cuando, en no pocas ocasiones se ha ejercido con autoritarismo humillante"
“Los laicos son simplemente la inmensa mayoría del Pueblo de Dios. A su servicio está la minoría de los ministros ordenados”. E.G. 102
El reconocimiento del laicado y su incorporación real en los ámbitos de decisión y dirección, es hoy uno de los desafíos más urgentes de la Iglesia si quiere seguir en pie y con credibilidad suficiente para intervenir en la construcción de la sociedad.
“Es la hora de los laicos” se ha convertido en un eslogan, ahogado por la “minoría dirigente”, el clero. Hay una resistencia endémica en la jerarquía eclesiástica a perder su hegemonía, casi absoluta, especialmente en algunos ámbitos donde ejerce su “sagrada autoridad” sin el mínimo pudor: la gestión de los bienes y recursos económicos, la liturgia y los sacramentos, la predicación y la catequesis.
Decenas de citas del Papa Francisco advierten machaconamente sobre el clericalismo, del que ha llegado a afirmar que es “uno de los peligros más graves y más fuertes de la Iglesia de hoy”. Lo vemos todos, lo sufrimos todos, unos más convencidos que otros, pero sigue sin corregirse. Son solo palabras que van contaminando –como agua estancada en una charca- el agua limpia de la fe compartida y celebrada con gozo, en comunidad de hermanos.
El Congreso Nacional del Laicado celebrado recientemente en la Iglesia española sorprende por la naturalidad con la que se acepta algo totalmente inadmisible en nuestros días: “Sacerdotes, Laicos y Consagrados, guiados por nuestros Pastores, tenemos la tarea…” (Ponencia final, febrero de 2020). Así ha sido siempre y así se pretende seguir en adelante, “laicos guiados por el clero”, como si literalmente se tratara de ovejas incapacitadas para tomar decisiones. Laicos “sumisos” a quienes tienen la última palabra en todo: los obispos en sus diócesis y los curas en sus parroquias y también en, no pocos, movimientos seglares. Para concluir esto no era necesario un Congreso.
Muy diferentes las palabras del Papa: “Debemos reconocer que el laico por su propia realidad, por su propia identidad, por estar inmerso en el corazón de la vida social, pública y política, por estar en medio de nuevas formas culturales que se gestan continuamente tiene exigencias de nuevas formas de organización y de celebración de la fe. ¡Los ritmos actuales son tan distintos (no digo mejor o peor) a los que se vivían 30 años atrás! Esto requiere imaginar espacios de oración y de comunión con características novedosas, más atractivas y significativas —especialmente— para los habitantes urbanos. EG 73”. Todo el párrafo es literal y lo encontramos en la Carta del Santo padre Francisco al Cardenal Marc Ouellet, Presidente de la Pontificia Comisión para América Latina. Todo el documento merece ser estudiado con detenimiento.
La cosa está clara. La inmensa mayoría del clero no lo quiere o no puede verlo. Ya lo decía Jesús: “no hay peor ciego que el que se niega a ver” (Mateo 11, 20-24). Es necesario, pues, que sean los laicos los que lideren esta urgente transformación eclesial. Ellos y ellas tendrán que ponerse en pie y tomar en sus manos el desafío que nos plantea la fe y la evangelización del mundo de hoy.
Sabemos que cuando hablamos de la potestad episcopal y sacerdotal es solo respecto a su “función” al servicio de las personas que conforman el Pueblo de Dios. Los sacerdotes ni tenemos una dignidad mayor, ni tampoco somos más “santos” que los demás creyentes. Ni lo son tampoco las “superioras y los superiores” de las comunidades religiosas. Todos en la Iglesia compartimos la misma dignidad que proviene del Bautismo. Cada uno en su función. Ni la teología, ni la fundamentación bíblica respecto al sacerdocio en su configuración con Cristo como Cabeza de la Iglesia, justifican una supuesta “dignidad superior” por encima de los demás miembros del Cuerpo de Cristo.
En la comunidad cristiana las “funciones” que cada miembro ha de desarrollar, todas, sin excepción, están al servicio de todo el cuerpo. Las “funciones” no pueden ser la excusa para establecer desigualdades, ni mucho menos para imponer la superioridad de una minoría sobre los demás. La pretendida autoridad de los obispos sobre los sacerdotes y la de éstos sobre los laicos, ni es cristiana ni puede seguir manteniéndose. Menos todavía cuando, en no pocas ocasiones se ha ejercido con autoritarismo humillante, con amenazas y condenas.
Tengo un sacerdote amigo que gusta decir “la autoridad en la Iglesia no está en la cabeza sino en los pies” haciendo alusión directa a la escena bíblica del Jesús arrodillado frente a sus discípulos, en la Última Cena. Expresión totalmente alineada a uno de los mandatos más significativos de Jesús a sus discípulos: “sabéis que los gobernantes tienen sometidos a sus súbditos y los poderosos imponen su autoridad. No será así entre vosotros; más bien, quien entre vosotros quiera llegar a ser grande que se haga vuestro servidor; y quien quiera ser el primero, que se haga vuestro esclavo” (Mateo 20, 25-29).
Es evidente que esto dista mucho de la realidad, pero estamos a tiempo de corregir la dirección de nuestros pasos. Si a lo largo de los siglos hemos ido afianzando el poder y los privilegios del clero, es hora de dejarnos, todos, “guiar” por el Espíritu y transformar actitudes y estructuras que nos impiden ser lo que debemos ser: una comunidad de hermanos, con carismas y funciones distintas, al servicio de la evangelización de los pobres.
La Iglesia no es una democracia, pero tampoco es, ni debe parecer, una monarquía absoluta. Deberíamos convertirla entre todos en una familia, reflejo de la familia universal que el espíritu de Jesús impulsa con su presencia, en todos los ámbitos y en todos los corazones de buena voluntad. Si consideramos necesaria una “jerarquía” no podemos perder de vista que ésta se legitima solo al servicio de las personas y desde la caridad. No podemos seguir con los “viejos odres” que desparraman el vino nuevo de la vida (Marcos 9, 22): consejos de pastoral, de economía, parroquiales, diocesanos, elegidos a dedo, presididos y “dirigidos” por clérigos, en todo caso “consultivos” donde solo y siempre, los obispos y sacerdotes, tienen la última palabra. Lo mismo Delegaciones Diocesanas, Vicarías, Congresos, Asambleas, exactamente igual… pareciera que todo tiene la misma liturgia: uno convoca, preside, saluda, proclama el Evangelio, lo interpreta, ofrece, consagra, reparte, conserva… y finalmente bendice y despide. Todos los demás, “asisten” con la única competencia de decir “amén” a todo… o alejarse definitivamente.
Es la hora de que los obispos y los sacerdotes nos sentemos, como uno más entre todos, al mismo nivel, sin “sedes”. Es hora de escuchar a los hombres y mujeres creyentes y dejarnos acoger y acompañar por ellos. Muchos están sobradamente formados y viven entregados a sus hermanos. Tienen, más y mejor experiencia, que nosotros como profesionales en los diversos ámbitos de la vida y de la evangelización: como padres, como maestros, como obreros o artistas… En la economía y en la política, el dolor y el sufrimiento. Abundan entre los Movimientos Especializados. Siempre podemos aprender unos de otros, todos tenemos algo que enseñar, algo que decir y algo que decidir. Muchas veces hablamos de la necesidad de formación de los laicos, no pocas veces para acentuar el sentimiento de superioridad de los sacerdotes y obispos. Todos necesitamos formación, ni más ni menos.
"Pareciera que todo tiene la misma liturgia: uno convoca, preside, saluda, proclama el Evangelio, lo interpreta, ofrece, consagra, reparte, conserva… y finalmente bendice y despide. Todos los demás, 'asisten' con la única competencia de decir 'amén'"
Es hora de que los laicos tomen decisiones y sean no solo escuchados sino “obedecidos” en su experiencia humana y en su madurez cristiana, en su formación y en su entrega. Es hora de que participen activamente y con “autoridad” en las programaciones y acciones pastorales. Son los laicos los que llevan el Evangelio y la Iglesia al mundo, ellos los que escuchan y comparten el grito de los pobres y oprimidos por la falta de pan, de casa, de trabajo y salario digno. Ellos y ellas son los que están en la calle, en cada rincón, codo a codo con los hombres y mujeres que necesitan a Dios y no se acercan a nuestros templos ni a nuestras catequesis. Ellos lideran el servicio y la solidaridad desde el voluntariado en las más diversas formas de caridad que siempre ha realizado la Iglesia, en el pasado y en la sociedad actual. No necesitan “dirigentes” sino compañeros sacerdotes amigos, que acompañan y comparten con ellos: ideas, proyectos y acciones.
Ellos y ellas son la “Iglesia viva” que se ciñe cada día la toalla para salir al encuentro del otro, sin juzgar, sin condenar, tendiendo la mano, para sostener, animar o, simplemente, para caminar a su lado en su vida. Ellos y ellas creen en la única Iglesia de Cristo de la que formamos parte cada uno de los Bautizados, seamos laicos, sacerdotes, religiosos o religiosas.
Sin un laicado respetado, integrado y amado por la “jerarquía” no hay evangelización posible. Este cambio solo puede andarse si los laicos, a nivel personal, en sus Movimientos y asociaciones lo lideran. La “jerarquía” ni parece querer, ni está capacitada para ello.