Domingo de Pentecostés en la "zona roja" de Bangui

(JCR)
¡Por fin una misa larga, con bailes, palmas, colorido y alegría, como Dios manda! Así fue mi Eucaristía este domingo

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de Pentecostés en la parroquia Notre Dame de Fatima, en el barrio más populoso de Bangui, conocido como el Kilometre 5, habitado por algo más de 100.000 personas. Me presento allí a las 6,10 de la mañana y si llego a demorarme cinco minutos más no encuentro un sitio para sentarme.

Preside la celebración el comboniano italiano padre Gabriele, uno de esos veteranos de África que lleva en Centroáfrica cuatro décadas largas. La gente no cabe en la espaciosa iglesia y desde hace algunos años han habilitado unos asientos de hormigón en el amplio patio donde suelen celebrar la misa de los domingos, a no ser que llueva. Le comento, medio en broma, que el problema en los países europeos no suele ser precisamente falta de espacio para albergar a los que vienen a misa, sino cómo llenar los templos. Al entrar en el recinto unas señoras ataviadas con telas africanas con el mismo diseño reciben a los que entramos y nos van indicando donde acomodarnos. Se está bien al fresco, bajo una hermosa cúpula de altos árboles de neem que ofrecen una sombra generosa ante el fuerte sol que empieza a pegar fuerte, apretujados unos con otros y sientiendo ese calor humano que sólo África sabe ofrecer y que, paradójicamente, parece que refresca.

Al ser el día de Pentecostés, el fondo sobre el que se coloca el altar está decorado con la silueta de una paloma y de unas lenguas de fuego. Sobre cada una de ellas han escrito en francés el nombre de los siete dones del Espíritu Santo. La procesión de entrada es larga y vistosa: primero llegan, en dos filas, 20 chiquillas que entran bailando y agitando pañuelos blancos y que al legar al altar lo rodean mientras siguen moviéndose al son del himno que todos los presentes cantan dando palmas. Después siguen unos doce monaguillos vestidos de rojo, algunos hombres y mujeres que se ocuparán de proclamar las lecturas y repartir la comunión, y los dos sacerdotes. Después del saludo del cura que preside y de una introducción por parte de unos de los laicos, una de las señoras se acerca al altar con una caja, la abre y al instante sale una paloma que vuela sobre la asamblea mientras todos aplauden y estallan en gritos de júbilo. Si el comité parroquial que ha preparado la liturgia quería que a la gente le entrara Pentecostés por los ojos, lo ha conseguido con creces.

Me impresiona particularmente del momento del ofertorio, en el que –como suele ocurrir en África y a diferencia de lo que suele ser habitual en las misas europeas- en lugar de pasar el cestillo es la gente la que se levanta para acercarse al altar a depositar sus monedas. Los cantos se suceden uno tras otro, al ritmo de los tambores y de las guitarras que desgranan sus notas a ritmo de sukús. Cuando llega el momento de traer las ofrendas, tras el pan y el vino se acerca una procesión de mujeres que bailan mientras en sus cabezas traen grandes cestas con harina de mandioca, ñames, ananas y hasta gallinas vivas y que van entregando a algunos líderes de la comunidad los cuales se encargarán de hacer llegar estos regalos a las familias más pobres del barrio.

Mientras sigue el ofertorio y todos cantan y dan palmas, mujeres de todas las edades aquí y allá se levantan con espontaneidad y se marcan bailando unos ritmos que levantan el ánimo. Siempre me llama la atención en África la naturalidad con que se rodean la cintura con telas multicolores en las que lucen efigies de algún santo, el obispo de la diócesis de turno o el Papa de Roma, haciendo que sus caras luzcan en la generosa región nalgatoria de la señora ataviada con la tela correspondiente y que se cimbrea al ritmo del himno en honor del Creador.

Han pasado dos horas que se me han esfumado como si fueran unos pocos minutos. Según salimos, sin prisas, todos nos saludamos y la gente sigue charlando en animada conversación a la salida del recinto como si les costara irse de allí. Estamos muy lejos de las ceremonias religiosas en Europa en el que la gente va buscando un lugar apartado donde sentarse y los feligreses desaparecen en apenas un minuto nada más escuchar el “podéis ir en paz”. Los dos sacerdotes saludan a todos, hacen carantoñas a los niños y bendicen las medallas o rosarios de quienes se los presentan. No hay prisas, para eso es un día de fiesta.

Cuando, pasado un buen rato, el párroco me invita a pasar a la casa y tomar un café, me acuerdo de que hace dos días cuando nos dieron las instrucciones de seguridad nos mostraron un mapa de Bangui con distintos colores según el grado de peligrosidad estimado, y el barrio donde estoy venía señalado como “zona roja” a evitar. Sonrío mientras pienso que una de las lecciones que África me ha enseñado durante más de 20 años es que el mejor escudo de seguridad es la gente y la mejor manera de evitar el riesgo es tener una buena relación con ellos. A todos os deseo un feliz domingo de Pentecostés. Tal feliz como el mío.
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