Ministerios, ¿un problema coyuntural?

Últimamente venimos hablando, un día sí y otro también, sobre el tema de los ministerios en la Iglesia. Yo mismo lo he hecho y he terciado en este intercambio de ideas con diferentes escritos, incluso en mi blog digital. Pero, reflexionando sobre la gravedad del problema y releyendo los escritos que van apareciendo, tengo la impresión de que, a la postre, lo único que queremos es poner un parche al descosido. Como he referido en uno de mis últimos escritos, eso es pan para hoy y hambre para mañana.

Porque no se trata solo de resolver el gravísimo problema que hoy se planea a las iglesias con la falta alarmante de sacerdotes. De cara al futuro, las iglesias de la vieja Europa, sobre todo, tendrán que abordar y resolver una creciente falta de vocaciones, con los seminarios vacíos y con el envejecimiento creciente de los sacerdotes. Y no es cuestión de encomendar al joven sacerdote de turno, piadoso y abnegado, un enloquecido recorrido, los fines de semana, desplazándose de un pueblo a otro para celebrar la misa dominical en sus parroquias. A nadie se le escapa que esta fórmula, además de ser una solución de emergencia y de resultados pastorales muy discutibles, no deja de ser un recurso alocado.

Tampoco se resuelve el problema encomendando el cuidado de las comunidades parroquiales a grupos de religiosas o de laicos comprometidos, dispuestos a dirigir la catequesis parroquial o a presidir las celebraciones de la palabra, con las que se pretende organizar actos litúrgicos de suplencia, en ausencia de presbítero. También en este caso no pasamos de soluciones de emergencia; recurriendo además a celebraciones, muy respetables, pero que en este caso no pasan de ser sucedáneos de la eucaristía. Por ahí tampoco se vislumbran soluciones reales y consistentes.
Porque, insisto, no se trata solo de resolver el problema coyuntural que nos abruma. El problema de los ministerios, en realidad, es más de fondo; no es coyuntural sino, más bien, estructural. Como dicen los castizos, -con perdón-, hay que coger el toro por los cuernos. Es decir, hay que abordar el asunto de los ministerios en la Iglesia desde su misma raíz. Un tratamiento serio del tema requeriría, por supuesto, una dedicación más extensa y, seguramente, una mayor profundidad.

Salvando, sin embargo, estos inconvenientes, yo me arriesgo a señalar aquí algunas pistas. Habría que desacralizar el ejercicio del ministerio. Entiéndaseme bien. Yo no pretendo en absoluto promover una profanación del sagrado ministerio; yo abogo por una desclericalización de los servidores de la comunidad. Ya en el nuevo ritual de ordenación de presbíteros ha sido desactivada notablemente la importancia de la unción de las manos (¡las manos consagradas!) y de la entrega de los sorprendentemente llamados “instrumentos” (porrectio instrumentorum); esto es, de la patena con el pan y del cáliz con el vino. Son justamente los elementos que vinculan el ministerio presbiteral al ejercicio del culto. El nuevo ritual presenta al presbítero como un colaborador del obispo, incardinado al colegio presbiteral, entregado al triple ministerio de anunciar proféticamente la palabra, de promover la celebración de los sacramentos y de animar la vida de la comunidad.

El presbítero debe ser uno más entre los hermanos, sin privilegio alguno, humilde, cercano. Debe ser el primero en el amor, en el compromiso, en la entrega, en la caridad. El representa al Señor en medio de los hermanos. Nada debe crear distancias innecesarias entre los presbíteros y la comunidad, ni las vestimentas, ni los títulos, ni los reconocimientos sociales. Un paso importante para acercar a los presbíteros, rompiendo barreras, sería la supresión del celibato obligatorio; eso propiciaría una imagen del presbítero más humana, ciertamente, pero también más encarnada, más solidaria, más llana y más cabal.

Siguiendo en esa línea, no deberíamos perder de vista el potente clamor de la mujer que, desde hace años, no deja de reivindicar y de reclamar un espacio de responsabilidad en la Iglesia, sobre todo reconociendo la posibilidad de su acceso al ministerio ordenado. Todos reconocemos la importante misión que las mujeres llevan a cabo en la Iglesia en infinidad de campos y tareas. No entendemos, en cambio, el talante tan inflexible de la jerarquía eclesiástica al negarse de forma tan radical, no solo al reconocimiento de esas reivindicaciones, sino incluso a la consideración e intercambio de opiniones de cara a una leal búsqueda de soluciones.

No es un problema coyuntural. Es un problema de estructuras y de reajustes fundamentales. Quiera Dios regalarnos un papa sensible a estos problemas, abierto y conocedor de los grandes retos que se abren hoy a la Iglesia, piadoso y atento a los potentes impulsos del Espíritu, valiente y dispuesto a romper muros aparentemente infranqueables.

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