Siempre tenemos algo que celebrar

La necesidad de celebrar es algo connatural al hombre. Porque en la celebración alimentamos nuestra memoria, al recordar los grandes eventos del pasado, los que nos han configurado como pueblo y como personas. En la celebración ahondamos en nuestras raíces y recomponemos el núcleo de nuestra propia identidad.

En la celebración, además, espoleamos nuestra esperanza. Porque la fiesta nos hace soñar e imaginar tiempos nuevos, futuros maravillosos; la fiesta nos permite también experimentar con nuestros gestos rituales, con nuestras danzas, con nuestro júbilo y nuestros cantos, la riqueza indescriptible de ese futuro que soñamos. Por eso la experiencia de la fiesta alimenta nuestra esperanza, y nuestros anhelos imparables, y nuestra lucha solidaria por alcanzar nuevas metas, nuevos modos de existencia. Porque la experiencia festiva del futuro es siempre un acicate para la lucha.

Por todo ello estoy convencido de que la fiesta es un estímulo para la memoria, para la imaginación y para la esperanza. Porque los pueblos, los grupos humanos y las comunidades, siempre han tenido algo que celebrar. Esto lo demuestra hasta la saciedad la historia de las religiones. Celebramos el rodar de las estaciones: los rigores del invierno, cuando se recogen las olivas y comienza a ser más larga la claridad del sol; el reverdecer de la vida y de las plantas en primavera; el tiempo del estío, el de la cosecha, cuando se recogen las mieses y los frutos del campo; el tiempo del ocaso, del otoño, cuando caen las hojas marchitas de los árboles, cuando se almacena el vino en las bodegas. Nuestros antepasados, los que vivieron en el campo o entre las montañas, entendieron esto mejor que nosotros.

También los acontecimientos de la vida, los que han ido tejiendo nuestra historia personal y comunitaria, constituyen un motivo importante para celebrar y hacer fiesta. Celebramos el nacimiento de nuestros hijos y el aniversario de esos eventos, que salpica las fechas del calendario; celebramos y conmemoramos el día de nuestro enlace matrimonial, cuando iniciamos una nueva vida en pareja; celebramos los aniversarios de nuestros padres y abuelos. Estas celebraciones conmemorativas nos llenan de emoción y de alegría. Hay otras celebraciones, sin embargo, que llenan nuestro corazón de tristeza y de luto. Me refiero a la muerte de nuestros seres queridos y al aniversario en que conmemoramos esos acontecimientos luctuosos. También estos eventos, que llenan nuestro corazón de tristeza, son objeto de celebración.

En el mundo de lo religioso también tenemos importantes motivos para celebrar. Los cristianos, al reunirnos para hacer fiesta, no celebramos ideas sublimes o las grandes expresiones del pensamiento filosófico. Desde el principio, los cristianos nos hemos reunido para celebrar el triunfo de Jesús sobre la muerte, su triunfo sobre el mal y la injusticia, su resurrección gloriosa y su vuelta al Padre. Porque sabemos que él, a través del acontecimiento pascual, se ha constituido en el hombre nuevo, en el primogénito de muchos hermanos, en la primicia de una humanidad regenerada y salvada.Por encima de todo, eso es lo que celebramos.

Ahí está el motivo de nuestra alegría y de nuestra acción de gracias. Ahí se condensan todas las razones que nos urgen a reunirnos, a cantar y dar gracias, a celebrar que en él, en el Jesús triunfador, la humanidad ha sido salvada. La eucaristía que celebramos cada domingo nos sumerge en el proceso de regeneración pascual, enraizado e iniciado en Cristo, y convertido para nosotros en motor de la historia. Porque nuestra fe en Cristo y nuestra incorporación a su pascua nos introduce en el gran proceso de liberación pascual, comprometidos en la realización de la gran utopía del Reino.
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