Unos celebran la pascua y otros la padecen
Vamos a situarnos en el siglo II, en el contexto de la llamada contienda de Laodicea. Tercian en esta contienda personajes tan relevantes como Hipólito de Roma, Apolinar de Hierápolis, Clemente de Alejandría y otros. A todos ellos hay que situarlos a caballo entre el siglo II y el siglo III. La contienda, de contenido complejo, acaba enfrentando a un conjunto de iglesias del Asia Menor con la gran iglesia. Digo que el contenido de la controversia es complejo y difícil de definir. Sin embargo, el historiador Eusebio de Cesarea nos ofrece en su «Historia Eclesiástica» algunos apuntes que pueden dar luz sobre el tema. Pero aquí no voy a descender a esos detalles. Solo voy a prestar atención al planeamiento de algunos autores, seguidores de la cronología de Juan, según los cuales Jesús, el año en que murió, no “comió” la pascua sino que la “padeció”. No la comió, es decir no la celebró ritualmente a través de la cena pascual. En el evangelio de Juan la última cena que Jesús comió con sus discípulos, a juzgar por los datos ofrecidos, no fue una cena pascual sino una comida de despedida.
De forma taxativa asegura uno de esos autores que lo que Jesús quiso, no fue tanto “comer” la pascua, sino “padecerla”. Establecen una clara distinción entre comer la pascua y padecerla; es decir, entre celebrarla ritualmente y vivirla, sufrirla, padecerla. Más aún, según ellos, Jesús atribuye una clara primacía a la pascua padecida sobre la pascua celebrada. Desde una clara interpretación teológica, la pascua celebrada tiene sentido en la medida en que es expresión de la pascua padecida. Sin pascua padecida no hay pascua celebrada. Sólo quienes padecen la pascua tienen derecha a celebrarla. La cena del jueves sólo tiene sentido desde la pasión del viernes. Sin la cruz del viernes la cena del jueves carecería de contenido y de significado.
Damos un paso más y pensamos en nuestra situación. Estoy seguro de que quienes leemos estos escritos y compartimos estas reflexiones somos los que “celebramos” la pascua. Dicho sin tapujos, somos los grandes expertos de la “pascua celebrada”. Cuidamos las celebraciones, las preparamos, confeccionamos las moniciones y textos a utilizar en las liturgias pascuales, pensamos en los cantos, en los ritos especiales, en los momentos de silencio; en suma, proyectamos y programamos todo el desarrollo de las solemnidades pascuales. No hay duda. Somos los expertos, los animadores, los representantes más idóneos de la “pascua celebrada”. No lo critico, por supuesto. Constato un hecho.
Ahora hay que terminar con una llamada. Los que cuidamos de las celebraciones no debemos desanimarnos. Corremos un peligro: el de quedarnos desconectados de la vida. Lo sabemos. Hay que superar este riesgo. No debemos renunciar a ser, al mismo tiempo y con toda coherencia, los protagonistas de la pascua celebrada y de la pascua padecida. Lo seremos en la medida en que seamos capaces de solidarizarnos con los pequeños, con los que sufren, con los humillados de la sociedad. Hay que dar a nuestras liturgias una mayor proyección, una mayor exigencia de compromiso, una decidida dimensión de arraigo en los sectores más marginados de nuestra sociedad. Celebrar y compartir; hacer liturgia y comprometernos solidariamente; unidos con Cristo en la cena y agarrados a su cruz en la pasión. Esa debe ser nuestra consigna.