¿Todo está permitido?
Los que nos tenemos por juristas –no es lo mismo tenerse que serlo-, o nos encanta el noble arte del Derecho o, mejor aún, del imperio efectivo de lo justo en la sociedad, a veces –si somos serios- debemos abrirnos a la autocrítica como todo hijo de vecino debe hacer, a menos que se busque andar a salto de mata o caer en diletantismos románticos. Y, otras veces, habremos de abrirnos a la crítica de nuestros congéneres para evitar las complicidades de algunos silencios. Ambas cosas abonan de ordinario el campo de los deberes de busca y encuentro con la verdad
En mis reflexiones de ayer mostraba mi disconformidad con todo tipo de “desmesura”, que veo como habitáculo de toda clase de exceso, inflación o desajuste, al hacer algo, decir algo o valorar algo. Mi punto de vista de ayer era que “toda desmesura es viciosa”. Hasta en virtud -dejaba percibir- la desmesura tiene carne de vicio o es pecado.
Vuelvo esta mañana a insistir en ello a propósito de algunas actitudes y actuaciones de abogados que, deontológicamente, me parecen desmesura y tal vez algo más que eso si lo referimos al papel propio de los letrados en los procesos.
Me viene a la mente ahora mismo el juicio que se lleva en Pamplona contra los presuntos violadores “en manada” –el juicio “a la manada” se le da en llamar- de una joven madrileña en los “sanfermines” de 2016. Y me viene a la mente así mismo la investigación y resolución que dejaba a Carmen Forcadell, presidenta del parlamento autonómico catalán, en libertad bajo fianza, tras haber ella, en la 2ª comparecencia ante el juez, poco menos que abjurado de sus actos independentistas y acatado la Constitución y la aplicación de su art. 155.
El punto de partida de estas reflexiones nace de la observación de estas realidades y de las informaciones captadas al filo de las noticias que se ofrecen estos días sobre los dos casos.
Ante los dos escenarios, sin prejuzgar nada y en aras solamente de provocar reflexiones –las mías ante todo y de cualquier otro que quiera conmigo pensar en ello-, se me ocurren varios interrogantes.
¿Puede un abogado utilizar todos los medios a su antojo y arbitrio para defender a su cliente?
¿No tiene límites el derecho a la defensa judicial?
Lo mismo que un juez puede caer en prevaricador si dicta una resolución a ciencia y conciencia de que es injusta, ¿pudiera decirse lo mismo del abogado que miente, falsea, etc. para favorecer a su cliente?
Si las pruebas para ser admitidas han de ser pertinentes y lícitas, ¿eso mismo afectaría a las razones y argumentos de los letrados?
Esta batería de preguntas pudiera engrosarse mucho más y unirle otrios cuestionamientos similares o de similar cuño y factura.
Ayer cantaba la grandeza de la ciencia y de la técnica por sus contribuciones al desarrollo del hombre y a su progreso –en el buen sentido de la palabra. Me recataba, sin embargo, de hacer de ellas -la ciencia o las técnicas- los únicos exponentes o vías del progreso hasta volverse una idolatría superlativa de tales medios como si fueran los únicos y no existieran, además de la ciencia o la técnica, otros hombros sobre los que auparse los seres humanos para dejar de ser enanos, pigmeos o liliputienses.
Creo que, sin pecar de audaz, ante esos escenarios indicados, puedo permitirme afirmar que, por mucha libertad o derechos que se invoquen o aleguen a favor de algo o de alguien, no todo está permitido; que ni los más laudables fines hacen legítimo pretenderlos o lograrlos a costa de lo que sea, con medios extravagantes, ilícitos, injuriosos o simplemente denigrantes o del que los emplea o de quien se beneficia de ellos.
“Mi verdad” o “tu verdad” –como enfatiza A. Machado en la conocida rima de sus Proverbios y Cantares y el más elemental sentido común rubrica- no son necesariamente, por ser tuyos o míos, ls verdad. Ni caras de ella puede que sean a veces las gramáticas y las retóricas de los que tratan de vender la verdad a peso de utilidades o beneficios.
La verdad es que no cuadran del todo bien con mis creencias y criterios jurídicos algunos usos de asistencia y defensa que se intuyen –por vía de indicios y conjeturas- al fondo o detrás de procedimientos que los “medios• ponen a la vista de la ciudadanía. No es método ajeno a la “praxis” forense el de llegarse a las cosas, hechos o realidades del proceso por la vía o camino de los indicios como fuente posible de presunciones cuya presencia y peso en las actuaciones de esta índole parece fuera de duda.
Sin llegar a eso, a construir presunciones que pudieran ser inoportunas o infundadas, no estará de más –creo yo- alertar sobre el daño que, a las causas de la verdad y de la justicia –tan próximas jurídicamente- en una sociedad, pudiera ser la sola sospecha de que –en cuestiones tan humanamente sensibles ética y jurídicamente como la administración de la justicia (los letrados son parte del aparato judicial en la medida en que atienden el deber de favorecer la justicia a la vez que favorecen al cliente pero con subordinación de lo segundo a lo primero) los instrumentos y los medios no se corresponden ni proporcionan a los fines; como si fueran los medios los que deban montar sobre los fines.
Dos ideas cierren hoy estas reflexiones. La de Ortega, en El Espectador, afirmando que nos hallamos en una cultura de medios y no –como sería lógico y normal- en una cultura de fines y postrimerías….. Y la del procesalista N. Alcalá Zamora y Castillo cuando, apoyando en una escena de la obra de Víctor Hugo, L’homme qui rit, lamenta que “aterra pensar las veces que administrar justicia no es hacer justicia” (vid. Estampas procesales de la literatura española, Buenos Aires, 1961, pag. 52)
He de confesar que estas vivencias que han estado y aún están pasando ante nuestros ojos no me sirven para deducir conclusiones universales que serían injustas y falsas; pero sí para pensar un poco en este otro interrogante que, después de estos pensamientos derivo del interrogante que los preside hoy. ¿Hay algún derecho humano –desde el más básico y primario hasta la última de sus positivaciones que no tenga límites y que, por ello, otorgue facultades para convertir los medios en fines?
Estoy convencido de que no existen derechos humanos de proyecciones ilimitadas. Ni tampoco libertades tan absolutas que vayan más allá de la condición humana limitada. No todo está permitido.
En mis reflexiones de ayer mostraba mi disconformidad con todo tipo de “desmesura”, que veo como habitáculo de toda clase de exceso, inflación o desajuste, al hacer algo, decir algo o valorar algo. Mi punto de vista de ayer era que “toda desmesura es viciosa”. Hasta en virtud -dejaba percibir- la desmesura tiene carne de vicio o es pecado.
Vuelvo esta mañana a insistir en ello a propósito de algunas actitudes y actuaciones de abogados que, deontológicamente, me parecen desmesura y tal vez algo más que eso si lo referimos al papel propio de los letrados en los procesos.
Me viene a la mente ahora mismo el juicio que se lleva en Pamplona contra los presuntos violadores “en manada” –el juicio “a la manada” se le da en llamar- de una joven madrileña en los “sanfermines” de 2016. Y me viene a la mente así mismo la investigación y resolución que dejaba a Carmen Forcadell, presidenta del parlamento autonómico catalán, en libertad bajo fianza, tras haber ella, en la 2ª comparecencia ante el juez, poco menos que abjurado de sus actos independentistas y acatado la Constitución y la aplicación de su art. 155.
El punto de partida de estas reflexiones nace de la observación de estas realidades y de las informaciones captadas al filo de las noticias que se ofrecen estos días sobre los dos casos.
Ante los dos escenarios, sin prejuzgar nada y en aras solamente de provocar reflexiones –las mías ante todo y de cualquier otro que quiera conmigo pensar en ello-, se me ocurren varios interrogantes.
¿Puede un abogado utilizar todos los medios a su antojo y arbitrio para defender a su cliente?
¿No tiene límites el derecho a la defensa judicial?
Lo mismo que un juez puede caer en prevaricador si dicta una resolución a ciencia y conciencia de que es injusta, ¿pudiera decirse lo mismo del abogado que miente, falsea, etc. para favorecer a su cliente?
Si las pruebas para ser admitidas han de ser pertinentes y lícitas, ¿eso mismo afectaría a las razones y argumentos de los letrados?
Esta batería de preguntas pudiera engrosarse mucho más y unirle otrios cuestionamientos similares o de similar cuño y factura.
Ayer cantaba la grandeza de la ciencia y de la técnica por sus contribuciones al desarrollo del hombre y a su progreso –en el buen sentido de la palabra. Me recataba, sin embargo, de hacer de ellas -la ciencia o las técnicas- los únicos exponentes o vías del progreso hasta volverse una idolatría superlativa de tales medios como si fueran los únicos y no existieran, además de la ciencia o la técnica, otros hombros sobre los que auparse los seres humanos para dejar de ser enanos, pigmeos o liliputienses.
Creo que, sin pecar de audaz, ante esos escenarios indicados, puedo permitirme afirmar que, por mucha libertad o derechos que se invoquen o aleguen a favor de algo o de alguien, no todo está permitido; que ni los más laudables fines hacen legítimo pretenderlos o lograrlos a costa de lo que sea, con medios extravagantes, ilícitos, injuriosos o simplemente denigrantes o del que los emplea o de quien se beneficia de ellos.
“Mi verdad” o “tu verdad” –como enfatiza A. Machado en la conocida rima de sus Proverbios y Cantares y el más elemental sentido común rubrica- no son necesariamente, por ser tuyos o míos, ls verdad. Ni caras de ella puede que sean a veces las gramáticas y las retóricas de los que tratan de vender la verdad a peso de utilidades o beneficios.
La verdad es que no cuadran del todo bien con mis creencias y criterios jurídicos algunos usos de asistencia y defensa que se intuyen –por vía de indicios y conjeturas- al fondo o detrás de procedimientos que los “medios• ponen a la vista de la ciudadanía. No es método ajeno a la “praxis” forense el de llegarse a las cosas, hechos o realidades del proceso por la vía o camino de los indicios como fuente posible de presunciones cuya presencia y peso en las actuaciones de esta índole parece fuera de duda.
Sin llegar a eso, a construir presunciones que pudieran ser inoportunas o infundadas, no estará de más –creo yo- alertar sobre el daño que, a las causas de la verdad y de la justicia –tan próximas jurídicamente- en una sociedad, pudiera ser la sola sospecha de que –en cuestiones tan humanamente sensibles ética y jurídicamente como la administración de la justicia (los letrados son parte del aparato judicial en la medida en que atienden el deber de favorecer la justicia a la vez que favorecen al cliente pero con subordinación de lo segundo a lo primero) los instrumentos y los medios no se corresponden ni proporcionan a los fines; como si fueran los medios los que deban montar sobre los fines.
Dos ideas cierren hoy estas reflexiones. La de Ortega, en El Espectador, afirmando que nos hallamos en una cultura de medios y no –como sería lógico y normal- en una cultura de fines y postrimerías….. Y la del procesalista N. Alcalá Zamora y Castillo cuando, apoyando en una escena de la obra de Víctor Hugo, L’homme qui rit, lamenta que “aterra pensar las veces que administrar justicia no es hacer justicia” (vid. Estampas procesales de la literatura española, Buenos Aires, 1961, pag. 52)
He de confesar que estas vivencias que han estado y aún están pasando ante nuestros ojos no me sirven para deducir conclusiones universales que serían injustas y falsas; pero sí para pensar un poco en este otro interrogante que, después de estos pensamientos derivo del interrogante que los preside hoy. ¿Hay algún derecho humano –desde el más básico y primario hasta la última de sus positivaciones que no tenga límites y que, por ello, otorgue facultades para convertir los medios en fines?
Estoy convencido de que no existen derechos humanos de proyecciones ilimitadas. Ni tampoco libertades tan absolutas que vayan más allá de la condición humana limitada. No todo está permitido.