Bautismo del Señor



El Martirologio Romano elogia la «Fiesta del Bautismo de Nuestro Señor Jesucristo, en el que maravillosamente es proclamado como Hijo amado de Dios, las aguas son santificadas, el hombre es purificado y se alegra toda la tierra». El episodio tuvo lugar en el río Jordán al iniciar Jesús la vida pública, o sea cuando ya tenía, más o menos, los treinta años. De ahí que hoy termine el tiempo de Navidad. Largo paréntesis, ciertamente, el que va desde el Niño Jesús de los Magos hasta el Jesús adulto a quien Juan el Precursor bautiza en el río Jordán. Espacio cronológico que se sustancia en la divina elocuencia del silencio de Nazaret, lo que viene a poner de relieve que también el silencio es asumido en la obra redentora de Cristo..

La sagrada Liturgia explicita lo del Martirologio Romano poniendo de relieve la manifestación de Jesús como el Hijo amado de Dios que viene a darnos la salvación (tema de la primera Lectura). Lo cual ocurrió cuando, una vez bautizado, se abrió el cielo y el Espíritu Santo se posó sobre él como una paloma (argumento del Evangelio de san Lucas).

Jesús así se manifiesta como el Xristós, o sea Cristo, es decir el Ungido por Dios con la fuerza del Espíritu, que pasó haciendo al bien y curando a los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con Él (asunto central de la segunda Lectura). También se manifiesta Jesús como hombre, Él, el único santo, en la fila de los pecadores para ser bautizado. Con su bautismo, Jesús instituye nuestro bautismo, cuya agua nos da la gracia del Espíritu Santo por el que somos hijos de Dios (tesis de la primera oración: Colecta).

Según refiere san Mateo (3,13-17), Jesús fue de Galilea al río Jordán para que lo bautizara Juan; de hecho, acudían de toda Palestina para escuchar la predicación del gran profeta, cuyo mensaje no era sino anunciar la venida del reino de Dios, y para recibir el bautismo, o sea someterse a ese signo de penitencia que invitaba a convertirse del pecado. Claro que, aunque llamado bautismo, carecía del valor sacramental del rito que hoy celebramos. Sabido es que Jesús, con su muerte y resurrección, instituye los sacramentos y hace nacer la Iglesia.

El que Juan administraba, pues, era un acto penitencial y de ahí no pasaba: un gesto que invitaba a la humildad frente a Dios, a un nuevo inicio: al sumergirse en el agua, el penitente reconocía que había pecado, imploraba de Dios la purificación de sus culpas y se le enviaba a cambiar los comportamientos equivocados, casi como si muriera en el agua y resucitara a una nueva vida.



Quizás esto explique por qué, cuando Juan Bautista ve a Jesús que, en fila con los pecadores, va para que lo bautice, se sorprende. Se queda desconcertado al reconocer en él al Mesías, al Santo de Dios, a aquel que no tenía pecado. Juan mismo habría querido hacerse bautizar por Jesús, y no así. Es la aparente falta de lógica con que a menudo parecen ocurrir las cosas de Dios, que tampoco tiene por qué ajustarse a la lógica. Sea como fuere, Jesús exhorta a Juan a no oponer resistencia, a aceptar este acto y hacer lo conveniente para «cumplir toda justicia».

Jesús manifiesta claramente con este leve inciso -«cumplir toda justicia»- que vino al mundo para hacer la voluntad de Aquel que lo mandó, para realizar todo lo que el Padre le pide; aceptó hacerse hombre para obedecer al Padre. Este gesto revela ante todo quién es Jesús: el Hijo de Dios, verdadero Dios como el Padre; pero también quien «se rebajó» para hacerse uno de nosotros, el que se hizo hombre y aceptó humillarse hasta la muerte y muerte de cruz. Que se dice pronto…

El bautismo de Jesús hoy recordado se sitúa en esta lógica de la humildad y de la solidaridad: es el gesto de quien quiere hacerse en todo uno de nosotros y se pone realmente en la fila con los pecadores; él, que no tiene pecado, deja que lo traten como pecador (cf. 2 Co 5,21), para cargar sobre sus hombros el peso de la culpa de toda la humanidad, también de nuestra culpa. No parece sino que la vida de Cristo en el mundo hubiera discurrido al rebufo de un constante oxímoron.

Estamos ante el «siervo de Dios», del que nos habla el profeta Isaías en la primera lectura (cf. 42,1). Lo que dicta su humildad es el deseo de establecer una comunión plena con la humanidad, realizar una verdadera solidaridad con el hombre y con su condición. El gesto de Jesús anticipa la cruz, la aceptación de la muerte por los pecados del hombre. Acto de anonadamiento, este, con el que Jesús quiere uniformarse totalmente al designio de amor del Padre y asemejarse a nosotros. Manifiesta la plena sintonía de voluntad y de fines entre las personas de la santísima Trinidad.

Dije antes que, bautizado Jesús, se abrió el cielo y el Espíritu Santo se posó sobre él como una paloma. Lo proclama san Lucas en este domingo del Ciclo-C (Lc 3, 15-16. 21-22) y la patrística no hace sino recrearse en el episodio. Por ejemplo, san Agustín en el Sermón 52, cuando echa mano del protagonismo de la Trinidad con este sutil comentario teológico:

«Después de haber sido bautizado, se abrieron los cielos y descendió sobre él el Espíritu Santo en forma de paloma; luego siguió una voz que vino de lo alto: Este es mi Hijo amado, en quien me sentí bien. Tenemos aquí, pues, a la Trinidad con una cierta distinción de las personas: en la voz, el Padre; en el hombre, el Hijo; en la paloma, el Espíritu Santo. Sólo era necesario recordarlo, pues verlo es extremadamente fácil. Con toda evidencia, por tanto, y sin lugar a escrúpulo de duda, se manifiesta aquí esta Trinidad.

En efecto, Cristo el Señor, que viene hasta Juan en la condición de siervo, es ciertamente el Hijo; no puede decirse que es el Padre o el Espíritu Santo. Vino, dice, Jesús: ciertamente el Hijo de Dios. Respecto a la paloma, ¿quién puede dudar?, o ¿quién hay que diga: “Qué es la paloma”, cuando el Evangelio mismo lo atestigua claramente: Descendió sobre él el Espíritu Santo en forma de paloma? En cuanto a la voz aquélla, tampoco existe duda alguna de que sea la del Padre, puesto que dice: Tú eres mi Hijo (Lc 3, 22)» (Sermón 52,1).

El discurso de Pedro en casa de Cornelio, objeto de la segunda lectura, abunda en el carácter de Xristós, o sea Ungido. «Vosotros sabéis –dice- lo sucedido en toda Judea, comenzando por Galilea, después que Juan predicó el bautismo; cómo Dios a Jesús de Nazaret le ungió con el Espíritu Santo y con poder, y cómo él pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el Diablo, porque Dios estaba con él» (Hch 10, 34-38: 37).



La respuesta de Pedro en los Hechos es densa de significado teológico y misionero, sobre todo en lo que sigue: «Y nosotros somos testigos de todo lo que hizo en la región de los judíos y en Jerusalén; a quien llegaron a matar colgándolo de un madero; a éste Dios le resucitó al tercer día y le concedió la gracia de aparecerse, no a todo el pueblo, sino a los testigos que Dios había escogido de antemano, a nosotros, que comimos y bebimos con Él, después que resucitó de entre los muertos. Y nos mandó que predicásemos al Pueblo, y que diésemos testimonio de que Él está constituido por Dios juez de vivos y muertos» (Hch 10, 34-43).

Se trata, en realidad, de un texto largo, condensación ulterior del kerygma y primera síntesis de la catequesis que quedará fijada luego en el Credo. Son el kerygma y la catequesis de Jerusalén que tuvieron lugar el día de Pentecostés, repetidos en Cesarea en la casa del pagano Cornelio, donde se renueva el acontecimiento del Cenáculo en lo que se podría llamar el «Pentecostés de los paganos, análogo al de Jerusalén, como constata el mismo Pedro (cf. Hch 10,47;11,15;15,8). En efecto, leemos que “estaba Pedro diciendo estas cosas cuando el Espíritu Santo cayó sobre todos los que escuchaban la Palabra”. Y los fieles circuncisos que habían venido con Pedro quedaron atónitos al ver que el don del Espíritu Santo había sido derramado «también sobre los gentiles» (Hch 10,44-45). Vemos testimoniado así el carácter salvífico universal del bautismo de Jesús.

La teología patrística empezó desde los primeros tiempos a desarrollar matices o aspectos del tema bautismal, donde la base o fundamento es precisamente Cristo bautizado en el Jordán. Por ejemplo, el sugestivo argumento de la maternidad de la Iglesia, que parece haberse desarrollado de manera especial en África con Tertuliano, san Cipriano y san Agustín. Tertuliano escribe al final de su tratado De Baptismo: «Benditos sois cuando salís del baño santísimo del nuevo nacimiento y oráis por primera vez junto a vuestra Madre con vuestros hermanos» (c. 20).

La conexión entre maternidad de la Iglesia y bautismo, que comienza aquí a perfilarse, aparece más acusada todavía en san Cipriano, el santo mártir de Cartago: «Puesto que el nacimiento del cristiano se verifica en el bautismo y la regeneración bautismal sólo tiene lugar en la única Esposa de Cristo, que puede engendrar espiritualmente a los hijos de Dios ¿dónde nacerá quien no es hijo de la Iglesia?» (Ep. 74,6).

Se ve, pues, cómo se ha ido precisando progresivamente el tema: la Iglesia es la madre de los hijos de Dios y los da a luz precisamente en el bautismo. Sólo a partir de esto queda definido el simbolismo del rito: la piscina bautismal es el seno materno donde son engendrados los hijos de Dios. Tal concepción aparece claramente expuesta en Dídimo el Ciego, cuya dependencia respecto de los citados autores africanos, por lo que se refiere a la teología bautismal, es, desde luego, bien conocida:



«La piscina es el instrumento de la Trinidad para la salvación de todos los hombres. Permaneciendo Virgen, la piscina viene a ser madre de todos por virtud del Espíritu Santo. Tal es el sentido del Salmo: “Mi padre y mi madre me abandonaron (Adán y Eva no supieron permanecer inmortales), pero el Señor me ha escogido. Me ha dado por madre la piscina, por Padre al Altísimo, por hermano al Señor bautizado por nosotros”» (PG, 39,692 B). En el bautismo de Jesús, pues, hemos de ver la oportunidad de celebrar nuestro bautismo.

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