Buscar y salvar lo que estaba perdido

Buscar y salvar lo que estaba perdido

El evangelista san Lucas dispensa especial atención al tema de la misericordia de Jesús. Cumplidamente lo demuestran algunos episodios sobre el amor de Dios y de Cristo, el cual afirma que no vino a llamar a los justos, sino a los pecadores (cf. Lc 5, 32). Entre los relatos en esa línea destaca el de la conversión de Zaqueo, central hoy en la liturgia dominical (Lc 19,1-10).

Zaqueo es el jefe de los publicanos de Jericó, importante ciudad situada junto al río Jordán. Los publicanos eran los recaudadores de los impuestos que los judíos debían pagar al emperador romano y, por este motivo, ya eran considerados pecadores públicos. La verdad es que a menudo, además, se aprovechaban de su posición para sacar dinero a la gente mediante chantaje, un «robaperas» vamos, que se había hecho rico llevándose el dinero de los pobres. A la postre: como echar leña al fuego.

Se explica que Zaqueo fuese muy rico, pues, pero sus conciudadanos lo despreciaban. Prueba de ello es que cuando Jesús, al atravesar Jericó, se detuvo precisamente en su casa, suscitó un escándalo general, pero el Señor sabía muy bien lo que hacía. Profundamente impresionado por tan excelsa e inesperada visita, Zaqueo decide cambiar de vida, y promete restituir el cuádruplo de lo robado. «Hoy ha llegado la salvación a esta casa», dice Jesús y concluye: «El Hijo del hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido» (Lc 19, 9).

Dios no excluye a nadie, ni a pobres ni a ricos. No se deja condicionar por nuestros prejuicios humanos, sino que ve en cada uno un alma que salvar, y le atraen sobremanera aquellas a las que se considera perdidas y que ellas mismas, por si fuera poco, así lo piensan también. Jesucristo, encarnación de Dios, demostró esta inmensa misericordia, que no quita nada a la gravedad del pecado, sino que busca siempre salvar al pecador, ofrecerle una segunda, tercera y hasta setenta veces siete oportunidades de volver a comenzar, de convertirse.

Es el nunc coepi de los místicos, locución latina que significa ahora empiezo y señala la determinación de reinventarnos, para escribir los recientes capítulos de vida, haciéndolo con buen talante, afianzando el predominio que le demos al optimismo, a la esperanza, a las iniciativas que nos conduzcan a la transformación. En otro pasaje del Evangelio Jesús afirma que es muy difícil para un rico entrar en el reino de los cielos (cf. Mt 19, 23).

Precisamente en el caso de Zaqueo vemos que lo que parece imposible se realiza: «Él —comenta san Jerónimo— entregó su riqueza e inmediatamente la sustituyó con la riqueza del reino de los cielos» (Hom. sobre el Salmo 83,3). Y san Máximo de Turín añade: «Para los necios, las riquezas son un alimento para la deshonestidad; sin embargo, para los sabios son una ayuda para la virtud; a estos se les ofrece una oportunidad para la salvación; a aquellos se les provoca un tropiezo que los arruina» (Serm. 95).

Zaqueo acogió a Jesús y se convirtió, porque Jesús lo había acogido antes a él. No lo había condenado, sino que había respondido a su deseo de salvación. Dios, pues, sugiere y dialoga, insiste y convence, ama y acoge. Lo pone de relieve la primera lectura de hoy: «Amas a todos los seres, Señor, amigo de la vida» (Sab.11. 22-12,2). Dios ama la creación, y ama al hombre, y, como amigo de la vida, en todo está su soplo incorruptible (o sea, su Espíritu).

Buena circunstancia para pedir a la Virgen María, acabado modelo de comunión con Jesús, que también nosotros experimentemos la alegría de recibir la visita del Hijo de Dios, de quedar renovados por su amor y transmitir a los demás su misericordia. Por  cierto que se lo dice también san Pablo a los Tesalonicenses en la segunda lectura de hoy: «El nombre de Nuestro Señor Jesucristo sea glorificado en vosotros, y vosotros en él» (2 Tes 1,11-2,2). Dios mismo es quien nos permite cumplir la tarea de la fe. Así, Jesús será nuestra gloria y nosotros su gloria. Sólo entonces seremos dignos de la vocación cristiana.

Zaqueo, hoy quiero alojarme en tu casa

La sagrada liturgia cuida mucho esta idea. Ya en la antífona de entrada se vale del salmista para exclamar: «No me abandones, Señor, Dios mío, no te alejes de mí. Ven de prisa a socorrerme, Señor mío, mi salvador» (Sal 37, 22-23). Y en la misma oración colecta le pide a «Dios omnipotente y misericordioso, a cuya gracia se debe el que tus fieles puedan servirte digna y laudablemente, concedernos caminar sin tropiezos hacia los bienes que nos tienes prometidos».

El salmo responsorial abunda también por ahí: Sal 144, 1-2. 8-9.10-11: «Bendeciré al Señor eternamente y no cesará mi boca de alabarte.El Señor es compasivo y misericordioso, lento para enojarse y generoso para perdonar. Bueno es el Señor para con todos y su amor se extiende a todas sus criaturas. Que tus fieles te bendigan, proclamen la gloria de tu reino y narren tus proezas a los hombres». 

El evangelio de este domingo nos conduce hasta Jericó donde tiene lugar uno de los acontecimientos más gozosos narrados por san Lucas: la conversión de Zaqueo. Este hombre es una oveja perdida, es despreciado y es un «excomulgado», por publicano, más aún, es el jefe de los publicanos de la ciudad, amigo de los odiados ocupantes romanos, es un ladrón y un explotador.

Al ir atravesando la ciudad, sucedió que un hombre llamado Zaqueo, jefe de publicanos y rico, trataba de conocer a Jesús; pero la gente se lo impedía, porque Zaqueo era de baja estatura. Entonces corrió y se subió a un árbol para verlo cuando pasara por allí. Al llegar a ese lugar, Jesús levantó los ojos y le dijo: «Zaqueo, bájate pronto, porque hoy tengo que hospedarme en tu casa». El bajó enseguida y lo recibió muy contento. Al ver esto, comenzaron todos a murmurar diciendo: «Ha entrado a hospedarse en casa de un pecador».

Puesto en pie, Zaqueo dijo a Jesús: «Mira, Señor, voy a dar a los pobres la mitad de mis bienes, y si he defraudado a alguien, le restituiré cuatro veces más». Jesús le dijo: «Hoy ha llegado la salvación a esta casa, porque también él es hijo de Abraham, y el Hijo del hombre ha venido a buscar y a salvar lo que se había perdido». Y tanto que había llegado la salvación a dicha casa: estaba allí, visible y saludable; era él, Jesús, que significa salvación. ¿O no es Jesús el Salvador? 

 Lo predicó una vez san Agustín: «Así como podemos herir y maltratar nuestro propio cuerpo a capricho y para sanarlo tenemos que recurrir al médico, ya que no está en nuestro poder el curarnos, del mismo modo el alma se basta a sí misma para cometer el pecado, pero para curar la herida causada implora la mano curativa del Señor.

De ahí que se diga: «Yo dije, Señor, ten misericordia de mí; sana mi alma porque pequé contra ti». Se dice: «Yo dije, Señor», para dejar en claro que la voluntad y la decisión de pecar nació de su alma y que es muy capaz de perderse a sí mismo, pero que debía ser Dios el que buscara lo que había perecido y el que sanase la herida. «Vino el hijo del hombre a buscar y a salvar lo que se había perdido» (Lc 19,10). Digamos todos conjuntamente: «Crea en mí, Señor, un corazón puro y renueva en mi interior un corazón firme» (Sal 50, 12). Proclame esto el alma que pecó, no sea que pierda más desesperando que lo que perdió pecando» (Serm.  20,1).

El fragmento evangélico de san Lucas que acabamos de proclamar indica que Jesús se hospeda en casa de un pecador (Zaqueo) para comunicarle la salvación. Una prueba más de que Jesús «vino para buscar y salvar lo que estaba perdido». En Zaqueo, estamos a menudo nosotros (bajos de estatura espiritual). La Eucaristía del domingo hace que Jesús se hospede en nuestro corazón. Dios, pues, ama, sí, y acoge dejándose acoger del alma.

…pero di una sola palabra…

«El Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que se había perdido» (Lc 19,10). Tiene san Agustín un delicioso texto en sus Confesiones que viene también al pie de lo que aquí se dice de Zaqueo: «Señor, ten piedad de mí y escucha mi deseo. Pues pienso que no es un deseo terreno: porque no ambiciono oro, ni plata, ni piedras o vestidos suntuosos, ni honores, ni cargos o deleites carnales, ni tampoco lo necesario para el cuerpo y para la presente vida de nuestra peregrinación, cosas todas que se darán por añadidura a todo el que busque el reino de Dios y su justicia.

Fíjate, Dios mío, cuál es el origen de mi deseo. Me contaron los insolentes cosas placenteras, pero no según tu voluntad, Señor. He aquí el origen de mi deseo. Fíjate, Padre, mira, ve y aprueba, y sea grato ante el acatamiento de tu misericordia que yo halle gracia ante ti, para que me sean abiertos, al llamar yo, los íntimos secretos de tus palabras.

Te lo suplico por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, el hombre de tu diestra, el hijo del hombre, a quien confirmaste como mediador tuyo y nuestro, por medio del cual nos buscaste cuando no te buscábamos, y nos buscaste para que te buscáramos, tu Palabra por la cual hiciste todas las cosas y, entre ellas, también a mí; tu Unigénito, por medio del cual llamaste a la adopción al pueblo de los creyentes, y, en él, también a mí: te lo suplico por aquel, que se sienta a tu derecha e intercede ante ti por nosotros, en quien están encerrados todos los tesoros del saber y el conocer. 

Esos tesoros son los que yo busco en tus libros […] Moisés lo escribió y se fue […] No pudiendo preguntarle a él, te ruego a ti, oh Verdad, de la que estando lleno él, dijo cosas verdaderas. Te ruego, Dios mío, te ruego, que perdones mis pecados; y tú que concediste a aquel siervo tuyo decir estas cosas, concédeme también a mí poder comprenderlas» (Conf. 11, 2, 3-3, 5).

No soy digno de que entres en mi casa…

En definitiva, son innúmeros los números de fragmentos de la sagrada Escritura que nos señalan verdades relevantes relativas al pasaje del simpático Zaqueo. Era bajo de estatura física, sí, ¡pero hay que ver cómo creció al hospedar a Jesús en su casa!

Espiritualmente bajos también nosotros tantas veces, ¿no seremos por ventura capaces de crecer hospedando a Jesús-Eucaristía? «Señor, decimos, no soy digno de que entres en mis casa, pero di una sola palabra y mi alma quedará sana y salva». Quedará sana, crecerá y se salvará.

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