Ben-Hur y el milagro del perdón
Esta semana se estrena en Estados Unidos, una nueva versión de “Ben-Hur” –el 2 de septiembre en España–. La adaptación que hizo William Wyler con Charles Heston en 1959, es probablemente la película más popular que hizo Hollywood sobre el cristianismo primitivo. Muchos la recuerdan por su carrera de cuadrigas, pero habla en realidad del significado de la vida, pasión y muerte de Cristo. No en vano la novela original del general Lew Wallace (1827-1935) lleva el subtitulo de “Una Historia del Cristo”.
El autor de la novela “Ben-Hur” (1880) luchó en la guerra de Secesión norteamericana como general de la Unión. Era gobernador de Nuevo México cuando escribió este libro. En esas funciones, Wallace lo mismo discutía con Billy El Niño la posibilidad de su perdón, que viajaba como representante del estado.
Un día Wallace volvía en el tren a Nuevo México, cuando empezó a discutir con un filósofo agnóstico llamado Robert Ingersoll. Hasta entonces no había dado muestras de grandes convicciones religiosas, pero aquella conversación le llevó a investigar los fundamentos de la fe, convirtiéndose finalmente al cristianismo evangélico.
UNA PELÍCULA DIFÍCIL DE HACER
Samuel Goldwyn consiguió los derechos de la novela en 1920, que era ya en 1888 el segundo libro más vendido después de la Biblia. Los herederos de Wallace consiguieron a cambio una cantidad fija y un porcentaje de los beneficios, que se incrementaba según la taquilla, hasta llegar al 50%. La familia anteriormente había logrado ya retirar una película en 1914, que hizo en un rollo Sidney Olcott de unos quince minutos. El cortometraje de dieciséis secuencias costó además a la productora de la compañía Kalem pagar daños y perjuicios, cuando los herederos ganaron el juicio tras la muerte del general en 1914.
La versión más conocida del cine mudo es por lo tanto la que dirigió Fred Niblo en 1925, con el subtitulo original del libro, “Una historia de Cristo”. La hace Metro-Goldwyn-Mayer, como la versión de 1959. Es de hecho la película más conocida que hicieron estos estudios, tras su fusión en 1924.
Tuvo muchos problemas de producción. Su primer director era un alcohólico (Charles Brabin), la guionista había impuesto a su amante (el hermano del director Raoul Walsh, George) y el rodaje en Italia tenía los costes hinchados. Se contrata entonces a Fred Niblo y al actor mexicano Ramón Novarro como protagonista.
Novarro era la estrella latina de Hollywood hasta la llegada de Rodolfo Valentino. Había nacido en Durango, pero llegó a Estados Unidos cuando tenía sólo quince años. La película se rueda en California, en vez de en Italia, pero supuso grandes gastos. Tiene incluso un curioso prólogo en color, que representa el nacimiento de Cristo. Las escenas más espectaculares son la de la batalla naval –rodada en el mar de Livorno y en una enorme piscina, con primeros planos de decapitaciones– y la carrera de cuadrigas –para la que se utilizaron cuarenta y dos cámaras, cuatro mil extras y varios miles de muñecos articulados– .
Se dice a veces que Wyler rodó ya esta escena en la versión de 1925, pero no es cierto. Era simplemente uno de los sesenta ayudantes de dirección que controlaba a los extras, vestido de romano. Aunque la secuencia de la carrera de cuadrigas es repetida casi plano por plano en su versión.
La película salvó a los estudios, aunque un falso fuego en la batalla naval se convirtió en un verdadero incendio, en el que murieron varios extras italianos que no sabían nadar. El “latin lover” Ramon Novarro saltó desde la punta de un mástil, atravesando una vela en llamas, para caer al mar y salvarse del desastre. La toma está en la película.
UNA HISTORIA DE CRISTO SIN CRISTO
La película que hizo Wyler, ha pasado a la historia de los Oscar por conseguir once estatuillas de la Academia de Hollywood en 1960 –incluida la de mejor película–. Superó así los diez de “Lo que el viento se llevó” (1939), siendo igualada sólo por “Titanic” (1997) y la tercera entrega de “El Señor de los Anillos” (2003). Salvó por segunda vez el estudio de la Metro, aunque es la primera película en la que el león no ruge en los títulos de crédito.
Muchos recuerdan hoy sobre todo la escena de la carrera de cuadrigas, homenajeada por George Lucas en “La amenaza fantasma” de “Star Wars”. No está hecha tampoco por Wyler, sino por los directores de la segunda unidad, que eran especialistas de western. Se tardó cinco semanas en hacer, aunque son sólo once minutos de película. Aunque ese era el ritmo habitual de rodaje de Wyler, que repetía tantas tomas que era conocido como Noventa tomas Wyler.
Algunos críticos dicen que su versión es aburrida, los actores sosos, el guión pobre, la música previsible y la escenografía pretenciosa, pero para muchos es una obra maestra. Aunque se le ofreció primero a Burt Lancaster, fue protagonizada por Heston, después del éxito de “Los Diez Mandamientos” (1956). El actor hace de Judá Ben-Hur, un noble judío que vive en la época de Jesucristo, supuestamente el año 26 de nuestra era.
Al principio sale Jesús, pero no se le ve la cara, según la costumbre protestante de la época (en la versión teatral de 1889, Cristo no aparecía en escena, sino que en su lugar surgía un rayo de luz). Ya que se evitaba toda representación de Dios, por el mandamiento que prohíbe hacer imágenes.
Su figura aparecía como ahora la de Mahoma, sólo de espaldas. Lo interpreta un cantante de ópera, Claude Heater. Un decurión romano se dispone a golpearle cuando da de beber a Judá encadenado, camino de su castigo como galeote.
EL DESEO DE VENGANZA
“Ben-Hur” es la historia del enfrentamiento entre dos amigos que han crecido como si fueran hermanos, Judá y Messala (Stephen Boyd con unas lentillas negras, para oscurecer sus ojos azules), un tribuno romano que el emperador envía a Judea a restablecer el orden. Messala quiere aprovecharse de la influencia del judío Ben-Hur para que éste se manifieste en contra de la rebelión de su pueblo, que se niega a pagar impuestos. El personaje de Heston no accede, y los dos se convierten en enemigos. El resto de la película narra la historia de este desencuentro.
La idea de que detrás de esta relación de amor/odio hay un elemento homosexual es uno de los tópicos más repetidos hoy en día. Fue introducida por el escritor Gore Vidal, que participó en el guión, aunque no está acreditado. Se basa en su supuesto consejo a Wyler sobre la relación entre los protagonistas y la frase de la novela que acaba el capítulo de su separación: “¡Eros ha muerto!, ¡Marte reina!”. Ben-Hur tiene sin embargo relación con dos mujeres, Esther (Haya Harareet) y Flavia (Marina Berti). Si su actitud hacia ellas es algo tibia (dos besos castos, casi en penumbra), no es por su inclinación sexual, sino por el carácter religioso de la película.
Está también de moda ahora decir que la película está llena de anacronismos. Ya que aparece por ejemplo la estrella de David, que no se conoce hasta la Edad Media, convirtiéndose en un icono judío en la Praga del siglo XVII. Todo esto nos puede hacer olvidar que la preocupación principal de la película no es divulgar una realidad histórica, sino ilustrar el mensaje del perdón que trae Jesucristo.
El deseo de venganza mueve a Ben-Hur, desde el momento en que Messala les responsabiliza del accidente en que es herido el nuevo gobernador romano por su madre y su hermana, hasta que el cónsul Quinto Arrio le nombra hijo adoptivo y puede enfrentarse directamente con su enemigo.
Parece que es la pasión que le ayuda a sobrevivir, pero en realidad le está destruyendo, hasta que Ben-Hur cruza otra vez su mirada con Jesús camino de la crucifixión y le da de beber, como hizo con él cuando iba camino de galeras.
EL ASOMBRO DEL PERDÓN
La historia de Ben-Hur nos recuerda que no hay nada que podamos dar menos por obvio que el perdón. Es una obra sobrenatural que sólo podemos experimentar por la vida y la muerte de Cristo Jesús.
El Nuevo Testamento relaciona nuestra experiencia del perdón de Dios con nuestra capacidad de perdonar a otros. Es más, el perdón es una evidencia de salvación. Tras enseñar a sus discípulos cómo orar, Jesús les dice “Si perdonáis a otros el mal que os han hecho, vuestro Padre que está en el cielo, os perdonará también a vosotros; pero si no perdonáis a los demás, tampoco vuestro Padre os perdonará.” (Mateo 6:15-16).
Suena casi como una condición, por la que nuestro perdón depende de que perdonemos a los demás. Lo que quiere decir más bien, es que si no perdonamos a otros, no hemos experimentado el perdón de Dios. Perdonar a los demás es una prueba de que somos salvos.
Al perdonar, dejas libre a un prisionero, pero descubres que el prisionero eras tú. La alternativa al perdón es la amargura y el resentimiento. El odio te consume y enloquece. Rehusar perdonar nos destruye emocionalmente y se convierte en un verdadero obstáculo para tener paz con Dios. “El que no tiene capacidad para perdonar”, dice Martin Luther King, “tampoco puede amar”.
¿Qué cambiara entonces nuestro corazón? Darnos cuenta que por esa Cruz, Dios mismo ha pagado el precio del perdón. Es libre e incondicional para el que le recibe, pero tiene un coste para el que lo da.
Por la muerte de su Hijo, el Padre ya no quiere recordar más nuestras ofensas. El perdón “convierte al esclavo en un hijo”, dice el himno de William Cowper, “y la obligación en una opción”. ¿Decidiremos entonces nosotros también perdonar?