La generación de la televisión
Los Niños Chiripitifláuticos, se ha llamado a la generación de españoles nacidos en los años sesenta –más de siete millones, la década con mayor índice de natalidad–. El nombre viene de un programa de televisión infantil que no existe ya más que en la memoria. La mayor parte de las cintas donde se grabaron, fueron recicladas –excepto algún episodio y fragmento que todavía se puede ver en la página del archivo histórico de RTVE.es–. Un nuevo libro recupera su historia.
La industria de la nostalgia parece que está en pleno despegue en nuestro país. Tras ser elegido portal del año, yofuiaegb.com ha editado un volumen que se ha convertido en el más vendido estas navidades. El lema de la página que retrata a la generación que estudió la Educación General Básica, el ciclo de estudios primarios obligatorios que hubo en los años setenta y ochenta –se llama igual en Argentina, Chile, Ecuador y Costa Rica–, no puede ser más provocativo: “no somos nostálgicos, más que nada, porque no hay nostalgias como las de antes”.
No había entonces más que una sola cadena –la segunda, conocida como UHF, no emitía más que unas pocas horas por la tarde y por la noche–. Cuando se inauguran los estudios de Prado del Rey en 1964, los programas más populares de la televisión española eran, como en todo el mundo, series americanas como “Embrujada” o “Bonanza” y británicas como “El santo”. Había, sin embargo, una fuerte conexión con Latinoamérica. Figuras como Ibáñez Menta –padre de Chico Ibáñez Serrador– y Oscar Banegas –el creador de los Chiripitifláuticos– habían hecho ya televisión en Argentina, antes de hacer algunos de los programas más populares de TVE.
UNA ESPAÑA GRIS
En aquellas tardes de meriendas de pan con chocolate, nace “Antena Infantil” en 1965. Junto al Capitán Tan, conocimos a Locomotoro (un supuesto ferroviario con aspecto rural y boina de paleto). Uno no sabía realmente si era un pícaro o un ingenuo, pero lo encarna un cómico español, Paquito Cano, que ya había hecho las Américas con su hermano. Tenía el truco de inclinarse hasta casi tocar el suelo con la nariz, fijándose al suelo con unos tornillos de cabeza gruesa, que encajaban en unos zapatos con planchas de hierro. Su frase preferida era: “¡que se me mueven los mofletes!”.
El instinto maternal lo proporcionaba Valentina, que sería algo así como la Lisa Simpson de los Chiris –no en vano, su hija Isacha dobla al personaje de Gröening–. Su aspecto sensato e inteligente, lo resaltan unas gafas grandes de “sabihonda”, que dulcifica con el tono didáctico de una joven maestra de pelo corto. Mari Carmen Goñi venía de la radio, pero comenzó a hacer televisión en el primer programa que hizo Pilar Miró. Antes de ser Valentina, su cara aparecía preguntando a señoras en el mercado o en la calle cómo aprovechaban las sobras de la comida.
Junto a ellos había payasos como Patatín –interpretado sucesivamente por las uruguayas Marisa Montana e Isabel Pisano–, un enorme oso blanco de peluche (Osobuco), o los mimos argentinos Escobar y Lerchundi. Pisano era la esposa del músico argentino Waldo de los Ríos –fallecido misteriosamente en 1977, por un presunto suicidio nunca del todo aclarado–. Su atractivo físico llamó la atención de directores de cine tan prestigiosos como Fellini, Torre Nilsson o Bigas Luna. Acaba escribiendo relatos eróticos en la Transición y es corresponsal de guerra en Bosnia, Irak, Líbano y Palestina –donde conoció al líder de la OLP, Yasir Arafat, con el que mantuvo una larga relación en secreto, que ella misma reveló años después–.
EL MUNDO DE LOS CHIRIS
El año 67 aparece también el cuarto chiripitifláutico, el tío Aquiles, “que tiene sobrinos a miles”. Este entrañable hombrecillo de edad madura y gafas redondas, vestido de tirolés, tiene aspecto de sabio despistado y bonachón, ya que su deseo es que sus “despistes sirvan para evitar los vuestros en la vida real”. Él representa la cordura y la prudencia en medio de las extravagancias de los chiris. Miguel Armario venía de Larache, que era parte del antiguo Protectorado español en el norte de Marruecos. Se dedicaba al teatro desde los años treinta. Murió el año 2000.
A finales de 1970 se incorporan al cuarteto los hermanos Malasombra. Aparecen en un viaje al Lejano Oeste y nunca perdieron su indumentaria de vaqueros de negro, que combinaban la maldad con la estupidez en una fraternal y chapucera pareja. Aunque no tenían nombre propio, el más flaco se conocía por la M de Malo y el grueso de bigotillo hitleriano con gafas redondas por la P de Peor. El primero era un mimo de Córdoba (Argentina) y el segundo un actor gallego. Su canción “somos malos Malasombra / somos malos de verdad, / somos como una espina / que sólo sabe pinchar”, era casi tan popular como “Había una vez un barquito chiquitito / que no podía navegar”.
El año 71 desaparece el espacio “Antena Infantil”, que es sustituido por la adaptación de un programa de la BBC llamado “La casa del reloj”. Lo presentan jóvenes locutores de TVE, acompañados de muñecos de peluche con los guiones de Lolo Rico –la creadora de la mítica “Bola de cristal” de los ochenta, que llenó la mente infantil con las historias de la Movida madrileña–. Durante este periodo es cuando compraron mis padres una televisión, que sustituyó en mis tardes, después del colegio, a los programas de “Matilde, Perico y Periquín” que solía oír en una enorme radio, mareado del autocar que me llevaba al Colegio Evangélico Juan de Valdés.
La segunda etapa de Los Chiripitifláuticos con su nombre como título, pero en singular, dura sólo dos años, el 73 y el 74. Es cuando yo los solía ver. Tras haberse dedicado un tiempo a hacer galas, Locomotoro se dedica a la construcción y sólo utiliza su personaje para hacer publicidad. Se incorporan nuevos personajes, como el payaso Poquito, el negrito Barullo y el romano Fileto, acompañado siempre de un león de peluche llamado Leocadio. Su consagración vino con el apadrinamiento de un avión de la Operación Plus Ultra, junto a la entonces Princesa Sofía y los infantes.
LOS AÑOS DEL TARDOFRANQUISMO
En un país cada vez más agitado, dos generaciones de españoles menores de edad repetíamos el surrealista estribillo de “chiripitifláutica es la sonrisa de papá / es la sonrisa de mamá / chiripitifláutico es el gesto alegre del bebé / es Don José”. Es cierto que sus melodías no eran tan pegadizas como las de los Payasos de la Tele, que acaban con los Chiris, al volver la familia Aragón a España en 1973, después de hacer televisión en Cuba, Puerto Rico y Argentina. Canciones como “¿Cómo están ustedes?”, “¡Hola, Don Pepito!”, o “La gallina Turuleta” son la banda sonora de una nueva generación.
Además de Los Chiripitifláuticos, Oscar Banegas producía otros muchos programas de TVE, como “Nosotros” con Martín Ferrand y Alfredo Amestoy, pero sobre todo el “magazine” de la tarde de los domingos, donde introduce a principios de los años setenta al cómico argentino Joe Rigoli, que se hace famoso con el personaje de Felipito Takatún y su expresión “¡yo sigo!”. Lo que poca gente sabe es por qué desapareció…
En aquellos días el general Franco utilizaba la expresión “españoles, yo sigo”. Al hacerse tan popular la frase de Rigoli, el presidente Suárez –que era entonces director de TVE–, llamó por teléfono y dijo: “Felipito tiene que morir”. Así terminó el personaje de Rigoli, cuenta la viuda de Banegas en el libro. En la calle, todo el mundo contaba chistes sobre la inminente muerte de Franco, pero esa noche de 1975 TVE emitió un documental sobre ¡“qué duro es ser pingüino”!
LA INFANCIA PERDIDA
Soñar con la inocencia perdida lleva siempre a idealizar una infancia que nunca existió. No es que no fuéramos niños, sino que nunca ha habido una Edad de Oro. La vida ahora está siempre llena de insatisfacciones. Nunca estamos contentos. Todos suspiramos por un tiempo mejor. Da igual el tiempo y el lugar donde vivamos. Cuando somos pequeños, queremos la libertad de los mayores. Y el día que nos hacemos grandes, no queremos perder la despreocupación de la adolescencia.
Lo que pasa es que “el recuerdo es hambre”, como dice Hemingway. Las memorias más agradables que tenemos, bien por tiempos que hayamos vivido, o que nos hubiera gustado vivir, apuntan a un deseo profundo por una vida mejor. Ese anhelo demuestra la verdad del cristianismo, dice C. S. Lewis. La nostalgia por un mundo mejor, él la identificaba con el Cielo –el gran “norte” que podía ver en el inmenso cielo, encima suyo, que relacionaba con el cambio de estaciones, los recuerdos de la infancia y la experiencia del hogar–.
En el último de los libros de Narnia, Lewis nos da su particular visión del fin. No es una huída de la creación, o una vuelta al pasado. Es una Narnia más “real”, que la antigua Narnia, de la que esta no es más que una sombra. La vida en la actual Narnia tiene un final, pero no es el fin. Nos prepara para la vida en una nueva Narnia, donde nuestros anhelos de un hogar son satisfechos, y se extienden hasta la eternidad.
VENTANAS ABIERTAS
Cuando llegamos a cierta edad, supongo que es inevitable verse a veces dominado por la nostalgia. Aunque sabemos que es una ilusión, intentamos huir de esa manera de una realidad que nos resulta molesta, gris o dolorosa. ¡Hay tantas cosas que aborrezco del mundo actual! Incluso aunque estemos reconciliados con el presente y fascinados por su tecnología, ¿quién no se ha preguntado alguna vez qué hubiera sido de su vida si se hubiera casado con otra persona, hecho otro trabajo, o estado en otro lugar?
Desde la adolescencia me ha intrigado siempre el libro Eclesiastés. Lo redescubrí por medio de las exposiciones de José Grau en un campamento de estudiantes en que estuve, en el Pirineo, durante dos semanas en los años ochenta. Escuchar a Grau cada mañana, era abrir las ventanas a una realidad que no solía encontrar en los sermones de otros predicadores. Me encantaba hablar con él. Y creo que nunca le agradecí lo suficiente aquellos mensajes que luego publicó en un libro y dedicó a los estudiantes que los escuchamos por primera vez.
Como el Predicador de Eclesiastés, yo siempre me he sentido insatisfecho con la vida. Como Grau decía, me interesa el “más acá”, no sólo el más allá. Y lo que observo es que “en esta vida la carrera no la ganan los más veloces, ni ganan la batalla los más valientes; que tampoco los sabios tienen qué comer, ni los inteligentes abundan en dinero, ni los instruidos gozan de simpatía, sino que a todos les llegan buenos y malos tiempos” (9:11).
La ironía de aceptar esa realidad insatisfactoria es que nos libera para vivir nuestras actuales circunstancias. Si no podemos alcanzar un mundo ideal, podemos aceptar nuestro lugar en la vida. Dejar de pensar en “lo que hubiera sido si…”, nos abre los ojos a lo que está ocurriendo a nuestro alrededor. Y nos da una mayor razón para esperar. Cuando miramos al pasado, anhelando la inocencia perdida, olvidamos que es mirando al futuro, como todo deseo será satisfecho, para alabanza de la gloriosa gracia de Dios.