Desayuna conmigo (domingo, 1.11.20) Bienaventurados los pacificadores
¿Comida pecaminosa?
La fecha de hoy, 1 de noviembre, concita muchos sentimientos y vivencias relacionados con el impacto que la muerte de familiares y otros seres queridos ha tenido y sigue teniendo en las distintas culturas y formas de vida. En el cristianismo, la muerte ha estado ligada a la santidad de tal manera que, en los primeros tiempos, santidad y martirio eran prácticamente equivalentes y hasta se asignaba el día del martirio como la fecha más adecuada para la celebración litúrgica del santo mártir. La agrupación de varios mártires en una sola celebración comenzó a hacerse a principios del s. IV, tras la gran persecución de Diocleciano, práctica que se consolidó en el s. VIII, cuando el papa Gregorio III consagró la Basílica de San Pedro a todos los santos y eligió la fecha de hoy para su celebración.
La liturgia de hoy se abre con un texto estremecedor del Apocalipsis, referido al juicio final para el marcaje de los siervos de Dios con el sello del Cordero. Tremendo texto que ha servido de alimento a cuantos fundamentalismos y milenarismos han tratado de sacarle partido sobre el número de los que al final se salvan y sobre el tiempo en que tendrá lugar tan espeluznante espectáculo. Aun siendo un libro que forma parte del canon de libros revelados, estoy persuadido de que el Apocalipsis no es más que una lectura del mensaje cristiano muy peculiar, en clave simbólica, que pretende demostrar únicamente la prevalencia del amor sobre el odio, el triunfo consolidado de las bienaventuranzas de que habla el evangelio de hoy, emplazando en la gloria de la beatitud a la muchedumbre inmensa que lleva vestiduras blancas. Todavía no hace mucho, una persona muy devota trataba de convencerme a toda costa de que el coronavirus es un signo claro de que llega ya el final del mundo.
San Juan ahonda, en la segunda lectura litúrgica de hoy, en ese mismo sentir al poner de relieve un amor que nos viene de Dios, se concreta en las bienaventuranzas y se expresa en las vestiduras blancas. Como fundamento de ese amor, aduce su razón suprema: que Dios, al amarnos, nos hace hijos suyos y nos convierte en hermanos. Esta es la gran verdad del cristianismo: que todos los seres humanos sin excepción posible somos hermanos porque no tenemos más que un único padre. Si incorporáramos tan honda verdad a nuestra forma de vida, seguro que transformaríamos un mundo que se nos ha entregado como regalo, pues “del Señor es la tierra y cuanto la llena, el orbe y todos sus habitantes”, según canta hoy el Salmo.
Por su parte, Jesús traza el plan de vida de los cristianos en el Sermón de la Montaña, plan del que hoy nos da cuenta san Mateo en el evangelio que proclama las “bienaventuranzas”. Subrayemos que el cristianismo, en cuanto vida que debe alimentarse todos los días, son las bienaventuranzas más que ninguna otra cosa. Solemos decir que somos cristianos por el bautismo y porque practicamos algunos ritos, pero eso no serviría de nada si nuestra vida no siguiera el programa de las bienaventuranzas. De su denso contenido hemos extraído para el título de nuestro desayuno de hoy lo referente a los “hombres pacificadores”, aquellos cuya vida gesta la paz a su alrededor. El de pacificador es uno de los más hermosos y fructíferos cometidos de todo cristiano. La paz brota precisamente del cumplimiento de las bienaventuranzas. De ahí que cuando, sin ser pacíficos, la damos a los demás en la celebración de la misa, convertimos en farsa un bonito gesto de hermandad. Recordemos a este propósito que antes va el perdón que la ofrenda.
Que la Iglesia Católica se refiera con la celebración de este día únicamente a los santos canonizados, a aquellos cuyas vidas son ejemplares y dignas de elogio se debe, en mi humilde opinión, a un cierto desenfoque teológico interesado de la cuestión de la santidad. Hablo de un interés claramente propagandístico. Lo digo porque solamente Dios es santo de tal manera que toda otra santidad proviene exclusivamente de él. El mártir, testigo de la fe, no es santo por razón de su muerte, sino por la gracia que recibe de Dios. Pero toda persona que muere entra definitivamente en la onda divina, se sitúa en el ser mismo de Dios, a despecho de las exclusiones que quieran marcar las explicaciones apocalípticas de la fe cristiana, las ya habidas y las todavía por haber. De ahí que toda persona que muere retorna a Dios y participa de su santidad. Por ello, el auténtico día de todos los santos es mañana, el día de los difuntos. Es esta una idea tan sólida como consoladora, pues los mortales no tenemos que pedirle a Dios que libre a nuestros seres queridos muertos de los tormentos de supuestos purgatorios y, mucho menos, pagar dinero para que las misas ofrecidas por ellos acorten su inaudito tiempo de purgación, sabiendo como sabemos que tras la muerte ya no hay tiempo, sino eternidad. Las misas son cenas del Señor de las que todos formamos parte como comensales y como comida, no monedas de cambio de dinero por reducción de penas.
En torno a la celebración de hoy, muchos pueblos han desarrollado variopintos folclores que se han nutrido de contenidos religiosos mezclados con reminiscencias paganas. Imposible que nos detengamos aquí a dar cuenta de ellos, por interesantes y sugestivos que sean. Tampoco sería necesario hacerlo por ser muchos de ellos muy conocidos. Digamos que también se ha desarrollado en torno a ella, como ocurre con cualquier fiesta que se precie, una rica gastronomía que le da una animada dimensión social, por más que este desventurado año esa dimensión pierda lustre por mor del coronavirus dichoso.
Al contenido litúrgico de este domingo parece venirle como anillo al dedo el hecho de que hoy se celebre el “día mundial del veganismo”, celebración que viene haciéndose desde el año 1994 como conmemoración del cincuenta aniversario de la creación de una forma de vida que, más que un régimen alimenticio, encarna toda una filosofía y forma de comportarse. El vegano extrema los requerimientos alimenticios del vegetariano al excluir, por un lado, de la alimentación no solo los animales sino también los alimentos producidos por ellos, como por ejemplo la leche, los huevos y la miel, y, por otro, del vestido todo aquello que tenga algún componente animal. De alguna manera, el vegano intenta demostrar que la alimentación humana que hoy practicamos y en la que tanto peso tienen los animales y lo directamente producido por ellos, además de ser insalubre, conculca el derecho que los animales tienen a la vida y los expolia de cuanto es legítimamente suyo.
Por más que el veganismo sea uno de los estilos de vida que más se ha popularizado en estos últimos tiempos, nunca podrá extenderse más que a una ínfima minoría, pues resultaría totalmente inviable a nivel global. Hay razones muy poderosas y contundentes para afirmarlo: ante todo, lejos de defender la vida animal, la liquidaría al erradicar la razón de ser de muchos animales; lógicamente, se vería obligado a una defensa radical de la vida animal procurando que también los animales, lejos de comerse unos a otros, fueran también veganos, y, finalmente, alteraría de tal manera la cadena alimenticia natural, obviando que incluso los seres humanos fuimos antes cazadores que agricultores, que daría lugar a una competencia brutal entre animales y hombres por su alimentación. Llevado a sus últimas consecuencias, el veganismo daría pronto al traste con toda vida animal sobre la tierra.
Hay lucha, hay competencia y hay muerte sobre la tierra, por más que la tierra sea de por sí un paraíso. También hay calvario y cruz. La vida misma nunca deja de ser un “juicio final implacable”, que da a cada uno la medicina que él mismo se fabrica. La muerte, por su parte, siempre es un crisol de purificación en el que a cada ser humano se lo dota de la vestidura blanca que acreditará su condición de bienaventurado, de retorno definitivo a Dios. Avala esta gozosa contemplación del más allá el hecho de que, al otro lado del tiempo, en la eternidad, que incluso hace presente el pasado, no hay más entidad que la de Dios. Todo es Dios y todo está en él. Ya lo he dicho más de una vez: de existir un infierno, que sería muy lógico para el gusto de algunos, también el infierno estaría en Dios. ¡Que cada cual salga como pueda del atraganto mental que su aberración del infierno le produzca! Hoy es el Día de Todos los Santos y mañana, también, y lo son todos los días, porque a los seres humanos no nos queda otra que llegar a serlo, por muy necios que seamos o ciegos que estemos a lo largo de toda nuestra vida. La pena es que no sepamos que la posibilidad de cambiar el infierno real de la vida en un cielo real de fraternidad depende únicamente de nosotros mismos.
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