Mi viaje a Tierra Santa (V) “Bienaventurados”
"¿Dónde está realmente Dios? (de lo alto del Monte a debajo de un puente)"
"Donde se supone que Jesús predicó el “Sermón de la Montaña”, el de las Bienaventuranzas, sublime doctrina para encauzar correctamente los comportamientos humanos y que, de ser escuchada y seguida, corregiría “con autoridad pedagógica” el disparatado rumbo que lleva nuestra sociedad"
"El Sermón de las Bienaventuranzas contiene una sublime doctrina del comportamiento humano que también hoy nos lanza un reto capaz de rectificar el disparatado rumbo que lleva nuestra sociedad"
"Tomarse el cristianismo que profesamos en serio requiere que cerremos los ojos y abramos el corazón para ver que, día sí y día también, Jesús se nos muestra hambriento, sediento, forastero, emigrante, desnudo, enfermo, preso y sufriente en su carne, redentora de cuanto padecen todos los hombres durante el peregrinaje de su vida"
"El Sermón de las Bienaventuranzas contiene una sublime doctrina del comportamiento humano que también hoy nos lanza un reto capaz de rectificar el disparatado rumbo que lleva nuestra sociedad"
"Tomarse el cristianismo que profesamos en serio requiere que cerremos los ojos y abramos el corazón para ver que, día sí y día también, Jesús se nos muestra hambriento, sediento, forastero, emigrante, desnudo, enfermo, preso y sufriente en su carne, redentora de cuanto padecen todos los hombres durante el peregrinaje de su vida"
La mañana del 20 de noviembre, presentándole cara a la adversidad climatológica, nos trasladamos en unos minutos de la iglesia de la multiplicación de los panes y los peces en Tabgha a la iglesia del Monte de las Bienaventuranzas. El peregrino se sorprende sobremanera cuando, subiendo a ella por la ladera opuesta a la que albergó la muchedumbre, tiene justo al lado el pequeño valle en el que se cree que Jesús predicó lo más fundamental de su mensaje. La iglesia que conmemora el hecho se construyó en lo alto de la colina, en un lateral, con una hermosa vista al mar de Tiberíades.
En contra de lo que refleja por lo general la iconografía sagrada, que nos sitúa a Jesús en lo alto de un montículo, en una especie de promontorio o cátedra natural, predicando a una multitud postrada a sus pies, la disposición del lugar presenta un escenario natural que se parece mucho más a un anfiteatro que al púlpito de uno de nuestros templos. Hablando desde la hondonada, Jesús no tendría que esforzar mucho la voz para hacerse oír claramente por la gran multitud sentada en la ladera frente a él. El lugar es un pequeño valle en barbecho, sin testigos visibles de los servicios prestados entonces.
La climatología adversa impidió que nuestro microbús se detuviera al cruzar la ladera, que estaría situada a la espalda de Jesús, en el ascenso a la colina en que fue construida la iglesia. De haberlo hecho, seguramente habría recreado nuestra mirada al contemplar con amplitud y calma tan excepcional escenario y habría esponjado nuestro corazón al hacer resonar en él el eco todavía vivo de la vigorosa predicación del Maestro. El rápido tránsito por la ladera no impidió, sin embargo, que nos impresionara sobremanera hallarnos frente al lugar donde se supone que Jesús predicó el “Sermón de la Montaña”, el de las Bienaventuranzas, sublime doctrina para encauzar correctamente los comportamientos humanos y que, de ser escuchada y seguida, corregiría “con autoridad pedagógica” el disparatado rumbo que lleva nuestra sociedad.
Si un lector me pusiera en la tesitura de preservar solo dos cosas del cristianismo, sin la menor duda elegiría la eucaristía, tema de mi anterior entrada sobre este viaje, y la proclamación de las bienaventuranzas, pues ambas son una mina de diamantes inagotable. Su potencial sobra para llenar voluminosos mamotretos con luces para dar vida a los ojos ciegos del hombre actual y consignas capaces de saciar su insaciable hambre de verdad y bondad: la eucaristía, hermoso rito cuyo meollo es la alimentación; las bienaventuranzas, sublime enseñanza para inyectar humanidad en nuestros comportamientos.
He insistido muchas veces en que el cristianismo no se cimienta en ni se construye con el armazón institucional eclesial, por muy admirable y valioso que sea y por mucho que la jerarquía clerical lo pretenda y se comporte como tal; también en que no se plasma ni se acomoda en los cientos de miles de catedrales e iglesias que jalonan el mapamundi; y, finalmente, rizando el rizo, en que no está contenido en los libros de la Escritura y, mucho menos, en los voluminosos tratados dogmáticos y jurídicos que llenan las bibliotecas y ahorman las mentes de la mayoría de sus propagandistas y ministros. En definitiva, en que el cristianismo no es ni una institución, ni un templo, ni un credo, ni ninguna otra cosa inerte, profana o sagrada, que pueda tomarse o dejarse, sino una forma de vida que sigue construyéndose hoy sobre el amor y que nos obliga, también hoy, a tomar la propia cruz y a romper los límites de la mónada que cada cual somos para convertirnos en comunidad.
Mientras esa mañana visitábamos parsimoniosamente la iglesia de las Bienaventuranzas y yo me paseaba por sus alrededores, protegido por un paraguas y con el espíritu amansado en devoto recogimiento, contemplando el mar en que habían tenido lugar tantos acontecimientos evangélicos, en mis oídos resonaba fuerte el eco del “bienaventurados” repetido de Jesús, pronunciado a escasos metros de allí, en aquella misma colina. Bienaventurados los que lloran, los que tienen hambre, los enfermos, los excluidos, los pacificadores y cuantos, confiando en Dios, pasan por este mundo sin prendarse de él.
No me cabe la menor duda de que el Evangelio de Jesús, por más que en su mente el Abba aparezca ribeteado de un hálito de justicia que meterá en vereda y “ajusticiará a los malos”, convierte en bienaventurados no solo a cuantos escuchan sus enseñanzas y se atienen a sus consignas, sino también a cuantos, a pesar de las apariencias de sus malas obras, no pueden menos de ser también ellos, a su vez, compasivos y misericordiosos con el dolor y las desgracias humanas. El Sermón de las Bienaventuranzas contiene una sublime doctrina del comportamiento humano que también hoy nos lanza un reto capaz de rectificar el disparatado rumbo que lleva nuestra sociedad.
Aunque no sea difícil encontrar similitudes entre lo que allí predicó Jesús y lo predicado por otros maestros de espiritualidad antes que él, dentro y fuera del judaísmo, lo cierto es que el conjunto de la doctrina allí expuesta hace que nos encontremos ante enseñanzas tan sublimes que solo podían ser expuestas por quien realmente tenía gran autoridad. Durante los dos mil últimos años de nuestra corta historia hemos esbozado y adoptado criterios y procedimientos, so pretexto de encaminar mejor los pasos humanos, que han servido incluso para justificar genocidios y desencadenar terribles hambrunas.
Es una pena que no hayamos querido mirarnos en el espejo que Jesús nos puso delante, en el que se refleja claramente un código de conducta que, de haber sido tenido en cuenta, no solo habría librado a la humanidad de tanto dolor y depredación, sino también la habría encaminado por una continua senda de mejora. Nuestro gran error colectivo ha sido hacer caso omiso de ese espejo tan mágico y tirar de frente, sin freno ni cortapisa, por el camino de intereses ramplones y cortoplacistas.
“Tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber; me alojasteis como peregrino; me vestisteis por estar desnudo; me visitasteis cuando estuve enfermo o preso”. Así habla Jesús (digo “habla” y no “habló”, porque sigue haciéndolo a través de sus legítimos representantes, su Iglesia, y de los cuerpos flagelados de tantos seres humanos), erigido en “juez universal” por su condición de salvador. Y lo hace como Dios, con autoridad suprema, sin apelación posible.
Los cristianos hemos exprimido y retorcido nuestra mente a la hora de definir el dogma de la Trinidad y de enclaustrar a Jesús en un trozo de pan para sujetarlo a nuestro lado y, en ocasiones, hasta hemos torturado nuestros cuerpos con rigurosas ascesis y mortificaciones cruentas para compartir sus tormentos. Pero creo sinceramente que es vano nuestro intento de querer compartir al pie de la letra un tormento que ocurrió hace ya tanto tiempo mientras que nos volvemos insensibles al sufrimiento humano que abunda por doquier a nuestro alrededor.
Aunque lo admitamos de palabra, tengo la impresión de que todavía no hemos asimilado como es debido que Jesús, a quien tanto queremos acompañar, consolar y aliviar, es justo el hambriento, el pobre, el desamparado, el enfermo y el desvalido que vive a nuestro lado y se cruza con nosotros cada día en la calle, y al que sí que podemos socorrer realmente y que con frecuencia ignoramos por completo. Católicos he conocido, tan acérrimos, tan de la letra y tan ortodoxos que examinan con lupa hasta la puntuación ortográfica en la definición de un dogma, que te preguntan a bocajarro, pretendiendo medir la profundidad de tu propia fe, si crees que Jesús es Dios y que está realmente presente en la eucaristía. Si les respondes que sí, lo que no cuesta ningún esfuerzo ni físico ni mental, no hay problema. Entonces, ellos te abren sus brazos y su corazón porque eres realmente un católico de ley y un buen creyente, aunque, por ser misógino, racista, acaparador, capaz de negarle el pan y la sal a más de la mitad de la humanidad, seas un vulgar anticristo que, ufano, se pasea de incógnito por la calle.
Insistiré todavía un poco más en que hay una realidad que duele sobremanera en la práctica de un catolicismo que se tiene por el más fiel, por el único consecuente y acertado: la de haber encerrado a Jesús, en su condición de Dios, en un trozo de pan y utilizarlo no solo como una bandera, sino también como un arma arrojadiza, como si “realmente” fuera él mismo en persona, sin apercibirse siquiera de que el Dios realmente palpitante se pasea por nuestras calles, y lo hace mostrándonos una cantidad ingente de carencias y necesidades para que podamos socorrerlo. La clave de la comprensión de la diferencia que hay entre un Jesús sacramentado y un Jesús vivo está en sus mismas palabras: en la Última Cena, refiriéndose al pan, dice “esto es mi cuerpo”, atribuyéndole al pan una función sacramental; en cambio, en el Último Juicio, al hablar del socorro prestado a cualquier necesitado, dice “a mí me lo hicisteis”, es decir, “este soy yo”. Y lo repite en forma negativa para sentenciar a quienes no le prestaron la ayuda que les pedía.
Resumiendo, en la eucaristía solo tenemos una presencia suya “sacramental”, mientras que en el necesitado su presencia es “personal”. El sacramento es solo un instrumento; el necesitado es el fin o el objetivo del sacramento. Obviamente, Dios, y Jesús en cuanto tal, no necesitan acompañamiento ni consuelo ni socorro, pero todos y cada uno de los hermanos heridos, que son sacramento de su presencia real, sí que los necesitan. Desde luego, no resulta fácil ver en los andrajos y en las llagas materia del gran sacramento de la presencia de Dios entre nosotros.
El día en que los católicos nos tomemos en serio esta verdad, tan propia y particular del cristianismo, habremos dado un paso de gigante no solo en la consolidación y perduración de nuestra propia Iglesia, sino también en la mejora sustancial de la vida humana en todos sus ámbitos. Ese día conseguiríamos de inmediato dos efectos de gran calado: el hambre desaparecería del mundo como por ensalmo y muchos de los potenciales suicidas perderían su amarre psicológico al desterrar por completo la soledad abisal que los cerca y ahoga.
Nunca ninguna religión de cuantas han existido y existen en el mundo se ha atrevido a ir tan lejos como el cristianismo al decirle al hombre que el ser humano que tiene delante, aunque sea una piltrafa de hombre, es Dios para él y que como a tal debe tratarlo, no solo curando sus heridas, sino también venerándolo como a su señor. Una bien fundada teología debería enseñarnos que no procede arrodillarse ante el pan de vida que nos es dado para ser comido, pero que sí procede hacerlo ante cualquier hombre por ser espejo o disfraz de Dios, por ser carne impregnada de su divinidad.
Tomarse el cristianismo que profesamos en serio requiere que cerremos los ojos y abramos el corazón para ver que, día sí y día también, Jesús se nos muestra hambriento, sediento, forastero, emigrante, desnudo, enfermo, preso y sufriente en su carne, redentora de cuanto padecen todos los hombres durante el peregrinaje de su vida. Cada vez que nos tomamos un minuto de nuestro tiempo o sacamos una moneda de nuestro bolsillo para socorrer a algún menesteroso, le tendemos la mano a él y le prestamos un bonito servicio. ¡Hay tantas cosas que se pueden hacer en favor de otro sin que ni siquiera cuesten un céntimo!
¡Cuidado que resulta aburrido y cansino, además de correoso y complejo, ponerse a discutir de Dios, pretendiendo encerrar lo infinito en la formulación ingeniosa de unas ideas o en la belleza de unas luminosas metáforas, y mucho más aún alzarse con la pretensión de saber cómo se comporta Dios o si quiere esto o lo otro, para terminar calentándonos los sesos, salir con la cabeza hecha un lío y, muchas veces lamentablemente, dispuestos a romper y rasgar en su nombre! Sin embargo, ahondar en Dios, siguiendo las enseñanzas de Jesús, nos resulta sumamente sencillo y fácil, pues basta dirigirse a él aureolado de una “divinidad encarnada”, es decir, revestido de una humanidad hambrienta, sedienta, enferma y excluida.
El eco de la predicación de Jesús en el Sermón del Monte sigue percibiéndose hoy nítido en los guetos humanos, en los soportales de los grandes edificios, incluidas las iglesias, y debajo de los puentes que cobijan “humanidades” que incluso nosotros, los cristianos, que nos tenemos por “sobrehumanos”, desechamos y aherrojamos fuera de nuestro quehacer, del hogar que debería ser no ya nuestra Iglesia, sino también la sociedad en que vivimos. Hablamos de los “sin techo” como metáfora de quienes, no teniendo nada, se ven obligados a vivir en la calle, pero la verdad es que tales somos nosotros mismos al perder la techumbre de la fe por permitir que ellos sigan en tan lamentable situación.
Seguramente el cristianismo es una utopía y Jesús, el mayor de los utópicos que han pisado este mundo. Pero lo cierto es que la suya es quizá la única utopía capaz de iluminar la mente humana, que camina en tinieblas por la senda de la ciencia y la tecnología buscando migajas de verdad, para abrir horizontes de esperanza y curar todas las llagas humanas. Ya nunca ningún ser humano, por mucho que berree y blasfeme, podrá acallar el eco del Sermón del Monte que suena hoy tan fuerte y urgente, también debajo de nuestros puentes. Que hoy se celebre la festividad de los “santos inocentes” añade candor y frescura a todas las reflexiones que preceden.