"Fiados de su palabra, los cristianos no sabemos realmente qué esperamos, pero esperamos" Interrogante creciente…que se diluye en conciencia de gratuidad
"El hombre maduro, en cambio, afanado en los mil asuntos que le plantea la compleja estructura social, vive una especie de nirvana nihilista y con ganas de pillar cada noche la cama para descargar en ella las tensiones y los cansancios inevitables del día"
"Los cristianos podremos pasar siglos mareando la perdiz y escribiendo gruesos volúmenes de teología y espiritualidad, pero, al final, si lo hacemos bien, todo se reducirá a algo claro, estimulante y exigente, al “ven y sígueme” a que nos invita nuestro modelo de humanidad"
La cuestión crucial sobre quién soy, que hago en este mundo y cuál será mi destino tiene forma de un interrogante colgado de cada una de nuestras neuronas. Su peso se deja sentir más a medida que muchas de ellas se deterioran o desaparecen con la edad. Seguramente por ello, los niños viven afortunadamente ajenos a tales preocupaciones, mientras que los jóvenes se las plantean con la intensidad y el ritmo de los problemas a que ya los enfrenta una vida siempre problemática y en construcción. El hombre maduro, en cambio, afanado en los mil asuntos que le plantea la compleja estructura social, vive una especie de nirvana nihilista y con ganas de pillar cada noche la cama para descargar en ella las tensiones y los cansancios inevitables del día. Pero los mayores, sobre todo si se rebasa la media estadística de vida, que disponen de tiempo sobrado para calentarse la cabeza y ver cómo se agiganta el precipicio, sufren mucho más duramente la carencia de respuestas convincentes.
Lo peor de todo en la última etapa de la vida es que las neuronas hayan huido en tropel de la cabeza, instrumento de resonancia de cualquier música humana. De ahí que esos terribles interrogantes se agiganten con una edad que nos va robando nuestra condición hasta convertirnos, a veces, en vegetales. ¿Estará la nada esperándonos al acecho en la esquina fatal de nuestra vida? Se intenta dar muchas respuestas, pero ninguna tiene ni puede tener la consistencia necesaria, pues cuanto se nos diga sobre el “más allá” será pura fantasía, ensoñación o ansia de perdurar. Ya lo he dicho muchas veces: frente a la aguda desolación de la muerte, de mirar solo para nuestros adentros, no cabe más que una gran decepción, un frustrante desengaño, pues todavía ayer no existíamos y mañana mismo habremos dejado de hacerlo. Pero, si nos confiamos a las manos de un padre providente y a la promesa que de él nos llega a través del modelo de humanidad que es Jesús de Nazareth, entonces todo lo ilumina una “esperanza radical”, la del que espera sin méritos y sin saber siquiera qué es realmente lo que espera.
La idea de Dios le llega a Jesús envuelta en una palabrería mitológica que enmarca y adorna leyes y reglamentos para ahormar la imprevisible conducta de un pueblo díscolo e insumiso. Por conveniencia de algunos, esa palabrería se convierte, ni más ni menos, que en “palabra de Dios”. El mismo Jesús como historia nos llega a nosotros en ese mismo envoltorio verbal. Y, como no hay otra forma de hacerlo más que como relato, este se concluye revistiendo al inabarcable Dios de la fe de atributos y comportamientos humanos, aunque se trate de un ser inaudito, infinito y eterno. Por muchas vueltas que le demos, ni la infinitud ni la eternidad caben en nuestra cabeza, aunque sean miles de millones las neuronas, sometidas todas ellas a un proceso de nacimiento y muerte.
Son solo nuestras limitaciones las que nos muestran el Ser inmutable a ratos iracundo y cruel, a ratos padre misericordioso y providente. Claro que, si a las puras esencias del Evangelio cristiano nos atenemos, al final nos encontramos únicamente con la figura de un Dios que es todo él y en todo momento pura bondad y misericordia. Ello quiere decir que un acercamiento serio a Jesús pulveriza cualquier interrogante porque hace que Dios mismos se nos muestre como llanura panorámica sin aristas de donde colgar dudas n i sobre el universo mismo ni sobre la razón de nuestra propia conciencia. De ahí la urgencia que siente nuestro tiempo de un acercamiento serio a la figura de Jesús como modelo de vida humana.
Tras su desaparición visible, a la figura de Jesús se le asigna la condición de un Dios adornado con todas las características que le venía atribuyendo la palabrería bíblica y entonces sus seguidores se constituyen en una comunidad fuertemente jerarquizada y férreamente anudada por un dogma que, expresado en palabras fluctuantes, se pretende paradójicamente inmutable. La verdad se convierte entonces en un bastión y el poder correspondiente, yendo más allá incluso de lo que sería una dictadura acerada, se apropia nada menos que de las llaves del cielo, del dominio de la muerte como tránsito, comportamiento que se refleja claramente en tantos “anatemas” como se han lanzado a lo largo de la historia, mientras el ser humano queda reducido a un mindundi o muñeco de pimpampum, cuya esclavitud reporta dinero y cuya sumisión afianza el poder apetecido.
¿Qué otra cosa hemos sido más que sumisos esclavos, si no, los cristianos a través de los dos mil años de nuestra historia? Vuelven así todos los demonios a poblar la mente humana y se desencadenan los demoledores interrogantes sobre el sentido y el destino de nuestra desventurada historia, tan mísera en esta vida y tan expuesta a ser carne de cañón en la otra.
En nuestro tiempo se está produciendo una lenta catarsis en busca tanto de solidez como de honestidad. ¿Quién fue en verdad Jesús de Nazareth y qué pretendió realmente con una vida entregada en plena juventud a su pueblo, especialmente a los más desfavorecidos y excluidos? El acercamiento a él, pero no como glorioso ocupante del olimpo sideral, sentado a la derecha del Padre y revestido de majestad y dominio, sino como el hombre manso y humilde de corazón que recorrió a pie los polvorientos caminos de Palestina, predicando amor, irradiando sabiduría y remediando necesidades dolorosas, libera del gran peso del desconcierto existencial en que hoy vivimos.
Y lo hace porque se convierte en modelo de vida humana, contrapunto de tanto interrogante crucial, como viento que barre cualquier duda existencial al transformarnos en discípulos que venden cuanto tienen para darlo a los pobres y seguirle. Los cristianos podremos pasar siglos mareando la perdiz y escribiendo gruesos volúmenes de teología y espiritualidad, pero, al final, si lo hacemos bien, todo se reducirá a algo claro, estimulante y exigente, al “ven y sígueme” a que nos invita nuestro modelo de humanidad. De ese modo no habrá manera de evadirse del camino del calvario ni de zafarse de la condición de levadura que transforma la masa ni de evitar caer en tierra como grano que muere para fructificar.
Mientras el interrogante vital se agiganta a medida que se acorta la vida y nos estrella contra el muro de la muerte, el modelo Jesús genera una esperanza que lo fía todo a una voluntad a resguardo de los vaivenes del tiempo. Fiados de su palabra, los cristianos no sabemos realmente qué esperamos, pero esperamos. Algo inaudito por inaudible e invisible por deslumbrante nos espera al otro lado de la muerte, sabedores de que el solo hecho de existir, que es gracia incipiente, nos garantiza el persistir, que es gracia consumada.
Es el nuestro un juego de la Oca, que avanza de gracia en gracia y tira porque toca. No se nos consultó al venir a este mundo ni se hará al salir de él, pues se trata de un viaje de pura gratuidad que, desinflando interrogantes, genera sólida esperanza. Creerse dueño de la propia vida es un craso error que, más bien pronto que tarde, se cobrará su tributo.