Lo que importa – 54 Transcendental tesitura clerical…
… de escaso impacto eclesial


Sin duda, la elección de un nuevo papa para la Iglesia católica es una noticia de primera magnitud con la que muchos cristianos se sentirán motivados para orar con especial fervor y emoción y los distintos medios de comunicación llenarán espacios, asegurándose una amplia audiencia que les producirá pingües emolumentos. Se escribirán páginas de periódicos y se llenarán espacios radiofónicos y televisivos que alimentarán a sus seguidores con cuitas y bagatelas que nada tendrán que ver, por lo general, con la auténtica condición cristiana. Además, si el elegido es de la propia cuerda, se verán aleteos del Espíritu Santo por doquier. Eso solo les bastará para sentirse reconfortados y alegres. Y, de lo contrario, tirarán de su inocencia carbonera para tragar carros y carretas proclamando que esta vez el pobre Espíritu Santo se ha despistado. Sea cual sea el mecanismo misterioso que mueve las mentes de los señores cardenales electores, enclaustrados en el cónclave, la humana debilidad de la tendencia ideológica del nuevo Pontífice, siempre claro está en el caso de que la sostenga algo más que el cristianismo, no es o no debe ser la cuestión que nos preocupe frente a la necesidad imperiosa de contar con un hombre capaz de lograr que el cristianismo afronte nuestra actual forma de vida para inyectarle luz, sentido y salvación.

A fin de cuentas, sea cual sea el elegido como Pontífice y el estrabismo que este pueda sufrir por los posibles desvíos de su mirada hacia un lado u otro, nuestro empeño ha de orientarse a buscar el auténtico cristianismo, reacio seguramente a dejarse retratar en los recintos de la Curia Romana y en las figuras de sus ocupantes, pero completamente dispuesto a hacerlo en la vida de los creyentes de mente clara y corazón generoso. Al profesar sin dolo la fe cristiana y preocuparse honestamente por su implantación, se debe discernir claramente qué es lo que realmente ilumina, da esperanza y alegra la vida no solo de los cristianos, sino también de otros muchos. Hablar seriamente de cristianismo, en el fondo y en la perspectiva, es hablar solo de Jesús de Nazareth y de su mensaje de salvación. El folclore que se alimenta de cultos solemnes y de peregrinaciones programadas a determinados lugares santos, alentado generalmente por intereses escandalosamente oportunistas, no aporta de hecho al devoto creyente y al confiado peregrino más que lo que él mismo ya ha recibido como gracia: el profundo deseo de encontrar luz y de cargarse de fuerza para transformar su egoísmo en generosidad y vivir una vida de entrega a sus semejantes.

Con lo dicho, no quiero restar importancia alguna al acontecer del previsible próximo cónclave ni achicar la trascendencia del papel que todo Papa juega en la Iglesia como su máximo dirigente. Sin duda, para el futuro de la Iglesia importa mucho, en tiempos tan convulsos como los nuestros, que el próximo cónclave cardenalicio acierte en la elección de un hombre que sea capaz de discernir claramente, por un lado, cuál es el mensaje evangélico de Jesús, y, por otro, cómo debe encajarse de forma útil en la forma de vida de los hombres de nuestro tiempo. No todo está hecho, pues cosas que parecen intocables no lo son y puede que hasta hayan perdido ya por completo su primitivo brillo y vigor. No será fácil lograrlo, dado el enorme y desproporcionado peso que lo tradicional tiene en la Iglesia, incluso en el caso de que no provenga del mismo Jesús y haya sido impuesto en determinados momentos históricos en atención a necesidades circunstanciales. Se necesita mucho coraje y audacia para iniciar, en nuestro tiempo, nuevas tradiciones que pongan de relieve lo que el evangelio de Jesús tiene también para la salvación de los hombres de nuestro tiempo.

Para no desviarnos del tema ni extendernos en demasía, digamos, por ejemplo, que ya no será posible dar ningún paso en la evangelización sin la integración plena de la mujer a todos los efectos en el seno de la Iglesia. Dios nos hizo hombres y mujeres no solo para que nos complementemos en el ser, sino también para que unamos fuerzas en el cometido de ganar a pulso una vida cuya potencialidad ha de ir siempre a mejor en todos sus frentes, incluido el religioso. En lo tocante a la clerecía, tras seguir aceptándola, aunque sea a regañadientes, como estructura y gobierno de la Iglesia, es justo y de sentido común reconocer, a la altura de nuestro tiempo, que todos los roles clericales pueden ser ejercidos a la perfección por mujeres. Nuestra sociedad clama por ello y es obvio que Jesús se sirvió ampliamente del quehacer femenino en la predicación del Reino de Dios. Quien hoy se opone a la emancipación eclesial de la mujer ni discierne el evangelio de Jesús ni entiende al hombre de nuestro tiempo. Cerrar las puertas al ministerio sacerdotal de las mujeres no tiene ningún soporte, ni evangélico ni teológico, pues solo obedece a intereses machistas puros y duros.

A estas alturas de nuestra historia, me hago de cruces de que sigamos estando como estamos y de que no haya revoluciones o revueltas femeninas en el seno de la Iglesia. Bastaría que las mujeres conscientes del problema se negaran a las prácticas comunitarias del culto para que la estrambótica clerecía que gobierna y administra la Iglesia quebrara al quedarse prácticamente sin oficio ni beneficio. No trato de alentar revueltas femeninas en el seno de la Iglesia, ¡Dios me libre!, sino de esclarecer contenidos y delinear nuevos caminos para que el Espíritu Santo trabaje cómodo y a pleno rendimiento en el seno de la iglesia de Jesús. He dicho lo dicho sin perder de vista que el auténtico ministerio sacerdotal de la Iglesia de Jesús no es el clerical, que es meramente administrativo, sino el que reside en el mismo pueblo de Dios. Y conste que no hablo de votar para elegir “ministros”, como si se tratara de una democracia, sino de que el pueblo cristiano viva su fe como la eucaristía o cuerpo místico de Cristo que es realmente. Si en nuestro tiempo se demandan claridades, dejémonos de credos para abrazar sin cortapisas de ninguna especie la diáfana forma de vida cristiana, la que, siguiendo las huellas de Jesús, obliga a venderlo todo para darlo a los pobres. Hoy, por ejemplo, para acompañar compasivamente al pueblo de Myanmar y compartir con él nuestros haberes.