A salto de mata – 42 ¿De la nada a la nada?
Viaje alucinante
Que venimos de la nada es un aserto que aceptamos sin dificultad porque no deja de tener su lógica que un ser temporal comience a existir en un momento determinado. Pero la verdad es que, cuando el tiempo se retrotrae a las coordenadas del ser, la explosión metafísica consiguiente debe de ser muy superior a la de una hecatombe nuclear, pues el tiempo queda entonces reducido a mera circunstancia del ser que lo engendra, lo alimenta y lo absorbe. Aunque no tengamos capacidad alguna para entender la eternidad, no podemos menos de imaginarla como una poderosa máquina que produce tiempo y lo engulle como si ella no fuera más que un presente continuo, sin alteración posible.
Dicho con otras palabras, en la eternidad todo acontecer se reduce a un instante inmutable en el que el pasado y el futuro se ven despojados de su especificidad, como si se tratara de un desarrollo sin principio ni fin, en el que toda potencialidad se torna automáticamente acto. En un escenario como ese es fácil entender que todo es ser y que la nada, como carencia de ser, queda reducida por propia definición a la entidad que pueda tener una “pura negación dialéctica”. Si llevamos ese pensamiento a sus últimas consecuencias, dejamos en el aire la afirmación tan repetida de que “Dios nos creó de la nada” y se nos impone pensar en algo más lógico y reconfortante, como que “Dios nos crea de sí mismo”. De hecho, cuando decimos que somos “creación de Dios” afirmamos implícitamente que su ser interviene en el nuestro y lo acompaña.
Pero, si aceptamos tan buenamente que “venimos de la nada”, ¿por qué nos aterra pensar que un día podamos volver a ella? ¿Por qué nos incomoda tanto pensar que volveremos a ser lo que suponemos que ya fuimos, como cuando, en consonancia con el ritual penitencial, el Miércoles de Ceniza nos recuerda que polvo fuimos y somos y que en él nos convertiremos? Aparte de la imposibilidad de hacer tan insensato recorrido, porque no hay camino posible que parta de la nada y concluya en ella, el miedo que tenemos a desaparecer definitivamente proviene seguramente de que, al nacer, vamos adquiriendo conciencia de ser, conciencia que nos atrapa de tal manera que no nos permite otro horizonte que el de perpetuarnos, el de seguir siendo más allá de la muerte.
Realmente, lo que nos aterra del más allá no es la nada, un concepto que de ninguna manera podemos llenar de contenido, sino el vacío o, más bien, el precipicio imaginario al que nos parece que nos precipitaremos al morir, cuando perdamos toda autonomía. Al maestro de novicios que tuve en su día, un hombre ciertamente muy espiritual y con un gran sentido del humor, le gustaba hablarnos de la muerte como de la última fotografía de nuestra vida. De despistarnos en ese momento, podíamos tener durante toda la eternidad una cara sucia o tonta. Y, claro está, a nadie le gustaría verse desfavorecido durante tanto tiempo. Hay mucha tortura psicológica en tan atrevida instrucción espiritual, hasta el punto de que uno podría preferir la nada a verse eternamente con cara de adefesio.
Nacemos ciertamente al ser o comenzamos a existir en un momento determinado. Pero, como con la nada no puede hacerse nada, la lógica nos lleva a pensar que, no pudiendo proceder de ella, debemos hacerlo del ser que nos regala la existencia. Y como hemos dado en llamar Dios a ese ser tan generoso, debemos concluir con buena lógica que procedemos de él. Pero, si venimos de un Dios que nada en la eternidad, debemos concluir que el ser que recibimos también lleva aparejada la eternidad y todo el arsenal de sus bondades. En otras palabras, existimos desde siempre y lo haremos para siempre porque nadie, afortunadamente, podrá librarnos de la formidable encerrona de ser en que nos hallamos desde mucho antes de nacer y hasta mucho después de la muerte.
Y así nos topamos con la extraña curiosidad de que nuestra eternidad particular “comienza” con nuestro ser. Y lo mismo ocurrirá al final de una vida que indefectiblemente desembocará en la eternidad. Por ello, aunque nada fuéramos antes de nacer, salvo en la mente de Dios, y nada volvamos a ser tras la muerte, salvo en el ser de ese mismo Dios, el ser que se nos ha regalo y en el que vivimos es también eterno de pleno derecho. Es cierto que nadie ha visto a Dios ni sabe, por tanto, cómo es, ni tampoco qué pasará exactamente tras la muerte de cada uno de nosotros. Todo lo que se nos cuenta sobre cielos, purgatorios e infiernos, es pura especulación y fantasía. Pero no es menos cierto que “existimos” y que, por ello, no solo somos fiel reflejo del enigmático rostro de nuestro Hacedor, sino también que no podemos tener otro destino que el de su propio seno.
Para lo que hoy nos importa y tomando como punto de partida reflexivo que “venimos de la nada”, no debería aterrarnos lo que muchos agnósticos piensan: que el final de la vida es la nada o que la muerte pone fin a todo. Desde luego, mejor sería eso, que en última instancia podría ser valorado como el “descanso en paz” con que tantas veces identificamos la muerte, que un posible destino horroroso de eterno sufrimiento. Pero, echémosle cara a la “nada” como destino, idea que bien podría tener incluso un precioso sentido místico y expresar una reconfortante verdad teológica. Aunque todo lo que se nos cuente sobre el “más allá” sea pura especulación, nos empeñamos en imaginarlo como un “más acá” prolongado, como si en él pudiéramos cultivar las mismas ideas y alimentar los mismos sentimientos, cosa que resultaría de todo punto imposible porque allí toda verdad se vuelve resplandor y toda aspiración queda colmada, lo que hace que desaparezcan las ideas y se volatilicen las ansiedades.
En ese ignoto “más allá” no cabe una forma de vida como la nuestra porque, al vivir en él al estilo divino, dejamos de ser sus actores y protagonistas. Y puesto que allí todos seremos de Dios, ni siquiera cabrá que sigamos hablando de los míos o de los nuestros. Si los saduceos del Evangelio se armaban un lío con la resurrección y el matrimonio, nosotros no lo hacemos mejor con la forma en que solemos concebir el “más allá” al seguir plasmando en él todas nuestras limitaciones intelectuales y sentimentales. El cambio de forma de vida que la muerte introduce en nuestro proceso es radical: poniendo fin a nuestra autonomía, desborda sus límites al hacer que la parte se vuelva todo; transforma el tiempo en eternidad y la nada imaginaria, con la que tanto jugamos dialécticamente mientras vivimos, florece en ser, en todo el ser.
De ahí que la idea de “volver a la nada”, a lo que paradójicamente decimos que ya fuimos, tenga un precioso ribete místico en el sentido de que, sin meternos en la boca del lobo de otro peligro dialéctico como sería caer en un panteísmo ramplón, nos veamos sumidos plenamente en Dios. A quien no le aterra volver a la nada debería reconfortarlo saber que el salto tan trascendental de la muerte lo transformará de alguna manera en Dios y que la nimiedad de un pequeño ser, que ha vivido un corto período de tiempo, añade con su existencia una milésima de micra o un ligero matiz a la divinidad, pues toda existencia humana, por muy deteriorada que esté, deja forzosamente huella en ella. Esta atrevida especulación sobre la nada que fuimos, somos y seremos, entraña una quietud y un gozo desbordantes no solo porque da sentido a nuestra insignificante vida, sino también porque le augura un destino glorioso. Si el lector despeja la aridez de la extemporánea especulación de esta reflexión, podrá adentrarse sin prisa en su embriagador contenido, al igual que le sucede a quien la escribe, al sumergirse en un océano de luz y bonanza que ninguna guerra ni ningún malnacido podrán destruir jamás, por más que las ininterrumpidas guerras se empeñen en arruinarnos la vida y una ingente multitud de malnacidos traten de que la pasemos llorando.