"Todos los dioses, los habidos y por haber, son producto de la cultura humana" ¿De qué hablamos cuando hablamos de religión?
"Podría decirse que hasta no hace mucho, hasta la Ilustración, la religión dominaba el ser y el acontecer humano: nacimiento, crecimiento y muerte, perfectamente estructurados por los sacramentos"
"Para bien o para mal, a mediados del siglo pasado, quizá por aquello de “donde las dan, las toman”, la religión se vio sometida al enorme poder del dinero que hoy mueve y dirige todo el acontecer humano"
"En el genial sistema de “valores y contravalores” de mi maestro fray Eladio Chávarri O.P., la dimensión religiosa del hombre no es, en el conjunto de la vida humana, ni el todo ni la nada, sino solo una de las ocho dimensiones valorativas que la estructuran y que copan todo posible quehacer"
"Los seres humanos no estamos tratando, ni mucho menos, a Dios como padre y a los demás como hermanos"
"En el genial sistema de “valores y contravalores” de mi maestro fray Eladio Chávarri O.P., la dimensión religiosa del hombre no es, en el conjunto de la vida humana, ni el todo ni la nada, sino solo una de las ocho dimensiones valorativas que la estructuran y que copan todo posible quehacer"
"Los seres humanos no estamos tratando, ni mucho menos, a Dios como padre y a los demás como hermanos"
Es obvio que en la página web de Religión Digital no se habla de otra cosa que de religión y que, cuando se alude a otros temas, el enfoque no deja de ser por y para la religión. A fin de cuentas, no creo desvariar mucho si me atrevo a pensar que la razón de ser de este medio estriba en esclarecer en lo posible algo que interesa a muchísimos más que los que nos movemos en estas coordenadas y en mejorar la forma particular y social de vivirlo. Podría decirse que hasta no hace mucho, hasta la Ilustración, la religión dominaba el ser y el acontecer humano: nacimiento, crecimiento y muerte, perfectamente estructurados por los sacramentos.
Así vino ocurriendo desde los tiempos en que el cristianismo fue elevado a la condición de religión oficial del Imperio Romano. Su control férreo de la vida condicionó el devenir humano entero y, no pocas veces, impidió, o al menos obstaculizó, la mejora a que aspira de por sí toda forma de vida humana. No exagera quien piense que, durante un buen puñado de siglos, la cultura occidental fue esclava de la religión cristiana hasta que la razón, aunque su intento fuera fallido, trató de desplazarla. Pero, para bien o para mal, a mediados del siglo pasado, quizá por aquello de “donde las dan, las toman”, la religión se vio sometida al enorme poder del dinero que hoy mueve y dirige todo el acontecer humano y fue “modalizada” o moldeada por las dimensiones vitales valorativas biosíquica y económica, reinas y señoras de nuestro tiempo.
En el genial sistema de “valores y contravalores” de mi maestro fray Eladio Chávarri O.P., la dimensión religiosa del hombre no es, en el conjunto de la vida humana, ni el todo ni la nada, sino solo una de las ocho dimensiones valorativas que la estructuran y que copan todo posible quehacer. Recuerdo para los seguidores de este blog que las otras siete dimensiones, que él utiliza como base de desarrollo de su pensamiento sobre los valores, son la biosíquica, la económica, la epistémica, la estética, la moral, la lúdica y la social-política. Para encuadrar bien el ser del hombre y encauzar su permanente desarrollo debemos tener en cuenta que cada dimensión valorativa tiene voz de solista en la orquesta humana. Chávarri defiende esa autonomía con un “axioma protector”, a tenor del cual ninguna dimensión valorativa puede ser reducida a otra, sustituida por ella o desarrollada en un marco que no sea el propio a la hora de estructurar el proyecto de mejora de nuestra actual forma de vida. ¿A qué forma de vida se refiere? Al igual que durante siglos los valores religiosos sometieron a su imperio todos los demás valores de la vida humana, ahora son los valores biosíquicos y económicos los que están haciendo lo propio. Para mejorar la forma de vida humana que llevamos debemos procurar que todas las dimensiones vitales, cada una con su cometido y dentro de su propio campo, en el que hay millones de valores y contravalores en juego, conformen la figura humana que deseamos.
Nos enfrentamos, pues, a dos enormes retos: el de conseguir que las dimensiones valorativas humanas no se pisen el terreno unas a otras y el de ir alcanzando en cada una de ellas cada vez más altas metas, más y mejores valores. La perspectiva de mejora de la vida humana no tiene límites ni en cuanto a nuestra capacidad (potencialidad orgánica) ni en cuanto a que podamos agotar las fuentes tan ricas en valores que son la cultura de la que nos nutrimos, la naturaleza que nos sustenta y la metahistoria que elonga nuestra existencia más allá del tiempo a base de la esperanza radical con que nos enriquece precisamente la dimensión valorativa religiosa.
Para Chávarri, “la vitalidad religiosa hace referencia a alguna religión, la cual nace, crece, permanece o muere en correlación con el nacimiento, crecimiento, permanencia o muerte de una o de varias divinidades” (Los Valores y los Contravalores de nuestro mundo, página 101). Pero, ¿de dónde proviene esa dimensión valorativa religiosa? “La tendencia firme, aunque muy oculta –sigue Chávarri-, de no adaptarse a los ecosistemas presentes, negándose con tenacidad a ser determinado por ellos de una vez por todas, ha permitido al hombre encontrarse con las divinidades e implicarlas con firmeza en la aparición de la vertiente religiosa o teologal de su vida” (pág. 103).
En definitiva, podría decirse que somos “religiosos” porque no somos plantas ni animales y porque, en nuestro caminar autónomo por la vida, al depender solo de nuestra razón e industria, no nos ha quedado otra, para encontrar nuestra propia razón de ser y aliviar nuestra impotencia connatural, que acudir a fuerzas superiores a nosotros mismos, que supuestamente dominan el mundo y en cuyas manos sentimos que está nuestro destino. Otra cosa es, claro está, lo que, en tan arriesgada búsqueda, hayamos considerado como “Dios” único o “diosecillos” de variado pelaje, para rellenar las enormes oquedades con que nos topamos en cuanto a lo que somos y a lo que hacemos. De ahí que nos hayamos sentido “religiosos” desde el momento mismo en que fuimos capaces de dar el primer paso autónomo, como seres racionales emancipados de los ecosistemas, y que continuemos siéndolo también en nuestro tiempo, por más que algunos se desgañiten gritando a los cuatro vientos su supuesta condición de “ateos”.
Desde luego, todos los dioses, los habidos y por haber, son producto de la cultura humana, si bien no todos tienen la misma razón de ser, la misma raigambre y la misma proyección. Es obvio en el caso de las religiones ancladas a dioses variopintos, surgidos como remedio a las necesidades acuciantes y a los miedos enquistados de sus seguidores. Pero también debería serlo en el caso de las religiones de un Dios único (judaísmo, cristianismo e islán), aunque cada una de ellas se sienta inspirada por un Dios común, pero con matices determinantes, que se da a conocer mediante revelaciones realizadas por profetas o mensajeros exclusivos.
Lo obvio es que el de Dios es un concepto que surge en la mente humana en cuanto la evolución de las especies la eleva sobre los ecosistemas, lo mismo si se fija en el sol como fuente de poder superior que si, abstrayéndose de cuanto la rodea, esboza un ser completamente autosuficiente. Somos nosotros mismos los que hemos creado a Dios y, al hacerlo, hemos caído en la cuenta de que nos hemos convertido realmente en sus criaturas. La verdad palmaria es que el de “Dios” es un concepto que, naciendo en la mente humana, sublima y da razón de todo lo existente, razón que, en última instancia, nos lleva a preguntarnos, a la inversa, que, si bien los hombres no podemos existir sin un Dios que dé razón de nuestra existencia, de qué podría servirle a Dios existir en un mundo sin hombres.
Si desde esta atalaya contemplamos el Dios de los cristianos, a quienes creemos en él nos debería resultar fácil deducir que, a la postre, ese Dios nuestro lo es, además, no solo de los judíos y de los musulmanes, sino también de todos aquellos que, para sobrevivir a través de la historia, se han ido fabricando innumerables ídolos o han prescindido olímpicamente de plantearse estas cuestiones. La única diferencia que como cristianos tenemos con los judíos y musulmanes es que la figura de nuestro Dios nos llega íntegra a través del “acontecimiento” Jesús de Nazaret.
Conceptualmente, no es difícil deducir que en el Universo entero no hay cabida más que para un solo Dios absoluto, razón por la que cualquiera otro que pretenda exhibir tal categoría se convierte automáticamente o en un intruso o en un sucedáneo. Como el ser es competencia exclusiva del único Dios posible, en cuya órbita gira todo lo existente, incluidos nosotros mismos, todo es a fin de cuentas “cristiano”, pues el anclaje en él se produce a través de “Cristo”, fruto teológico maduro del ser y de la obra de Jesús de Nazaret.
Viniendo al meollo de nuestra reflexión de hoy, recordemos que la vitalidad religiosa debe limitarse al ámbito de una de las ocho dimensiones valorativas de la vida humana que hemos señalado, aunque todo el obrar humano esté tiznado o impregnado de lo divino. Por no poner más que un ejemplo, digamos que debemos comer moderadamente para que la comida sea realmente un valor cuya función primaria es nutrir el cuerpo (dimensión biológica), pero que ese acto debe favorecer la salud, hecho que entraña una obligación de carácter moral. Ahondando en esa misma línea, podríamos decir incluso que producir comida y compartirla se convierte en el sacramento más determinante del cristianismo a tenor de lo del “pan de vida” eucarístico y del “me disteis de comer” del juicio final.
Tras todo lo dicho, no resulta difícil ver que a nuestra Iglesia se le plantean hoy dos retos descomunales: primero, replegar alas para resituar toda su actuación en la dimensión valorativa religiosa, que es su ubicación adecuada, y, segundo, purificar y potenciar sus propias esencias (su testimonio evangélico), que, como hemos dejado ya constancia repetidas veces en este blog, se limitan a o resumen en tratar a Dios como padre y, lógicamente, a nuestros semejantes como hermanos.
Hablo de retos tremendos, pues, para conseguir el primero, son muchas las alas que debe replegar la Iglesia, pues hoy nos sigue predicando un Evangelio revestido con demasiados ropajes o adherencias de intereses espurios, que tienen mucho que ver con el prestigio, el poder y el dinero, y, para alcanzar el segundo, debe revolucionar las conciencias de todos los hombres, pues los seres humanos no estamos tratando, ni mucho menos, a Dios como padre y a los demás como hermanos. Prueba fehaciente de su quiebra es que se haya declarado la brutal guerra de Ucrania en un teatro impregnado de supuesto cristianismo y que muchos niños sigan muriendo de hambre en un mundo en el que la tecnología puede producir alimentos sobrados para el doble de la población actual del planeta.
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