Desayuna conmigo (domingo, 15.3.20) La samaritana habla de Jesús
Experiencia espiritual
Hay una buena sobrecarga de teologías en las lecturas litúrgicas de este domingo y es curioso que todas tengan que ver con el tema del agua, un elemento tan determinante de la vida humana. De haber predicado en nuestro tiempo, uno puede preguntarse qué habría dicho el mismo Jesús sobre tener que lavarse con tanta frecuencia las manos para evitar contagios mortales o sobre el hecho de que miles de mujeres tengan que caminar kilómetros en busca del agua necesaria para sus vidas y cargarla en cántaros sobre sus cabezas. ¡El agua que tanto despilfarramos en unos sitios y que tan cara resulta en otros!
En el Génesis es el mismo Moisés quien hace brotar agua de una roca para saciar la sed de un pueblo a punto de rebelarse. Por otro lado, san Pablo habla en la epístola a los Romanos de “la justificación por la fe”, una fe que es vida derramada en nuestros corazones por el Espíritu Santo en el bautismo. Tan bella concepción de la “justificación” terminó siendo la piedra de escándalo de la fractura protestante, una época saturada de tantos intereses en la que nadie se paraba a escuchar a nadie y que originó una polémica de locos entre quienes estaban a favor de la Reforma protestante o de la Contrarreforma tridentina.
Juan, por su parte, se nos muestra como un gran maestro de teología en el relato del encuentro de Jesús con la samaritana, una de las más bellas narraciones de la Biblia, emulando la belleza de la parábola del buen samaritano, narrada por Lucas. Contando una e interviniendo en la otra, Jesús parece tener alguna debilidad por los samaritanos, herejes y despreciables para los judíos, hasta convertirlos en ejemplo para sus seguidores a la hora de socorrer a sus prójimos (buen samaritano) y de cómo deben entender su propia identidad de Mesías y convertirse en acueductos del “agua viva” para sus conciudadanos, la única que sacia la sed para siempre (la pecadora samaritana).
Su propia identidad de Mesías, el agua viva que mana de su costado como de un pozo y la adoración en espíritu al Padre en lo sucesivo son temas sumamente densos de la teología cristiana. En la parábola mencionada, el samaritano es el paradigma del creyente, el único cuyo comportamiento agrada a Dios; en el encuentro con la samaritana, tras su inaudito diálogo con una mujer extranjera y pecadora, Jesús la convierte en mensajera de la buena nueva que es él mismo, demostrando con ello que el agua viva que sacia la sed para siempre está destinada también a su pueblo, tan despreciado, postergado y humillado por los judíos. Tres temas, pues, que una serena reflexión en nuestro tiempo puede convertir en fuente inagotable de aguas vivas.
La casualidad hace que, en medio de estas consideraciones y valoraciones teológicas, nos encontremos hoy con que se celebra el día mundial de los derechos del consumidor. Mientras el cristianismo consiste esencialmente en “partir y compartir”, que es lo que el mismo Jesús hace en la institución de la eucaristía, los españoles nos hemos lanzado poco menos que a la rapiña acaparando productos de gran consumo hasta vaciar las estanterías de los grandes almacenes.
De nada nos sirven ni los consejos de moderación en la compra de productos de primera necesidad que nos dan sabiamente los políticos y los demás responsables del suministro, ni la bella predicación de Jesús sobre cómo, siendo nosotros muchos más importantes que las aves del cielo y los lirios del campo, Dios se ocupa de alimentar a unas y de vestir a otros sin que tengan que afanarse por ello.
A pesar de esas compras compulsivas, es obvio que, tras el paso del coronavirus, el consumo va a sufrir un retroceso tal que hará tambalearse la economía mundial, si bien deberíamos confiar en que nuestra propia racionalidad y esfuerzo nos ayudarán a salir airosos del trance. El mismo Einstein nos auguraba ayer en la foto que publicamos que la crisis nos hará más fuertes y fomentará el progreso. A nosotros, los cristianos, la liturgia de este domingo cuaresmal nos incita a beber “agua viva”, la que sale del pozo de Jesús, un agua que contiene todas las vitaminas, apaga definitivamente la sed y nos nutre para ser luz de caminos humanos y fuerza que mueve corazones.
También hoy nos sale al paso la rendición de cuentas del ricachón de Aristóteles Onassis, el magnate griego que murió un día como hoy de 1975. Es obvio que ningún cristiano puede alegrarse de la muerte de nadie, pero lo cierto es que las muertes de los ricos consuelan a los pobres y a cuantos se ganan la vida con el sudor de su frente. He hablado de consuelo, pero más bien debería decir alivio, pues alivio es saber que el final de la vida resulta doblemente penoso para los ricos, como si la vida quisiera cobrarles un tributo especial por lo que han tenido y ajustar la balanza de sus despilfarros antes de que partan. ¡Qué duro será para ellos ver que la muerte no les hace ninguna reverencia y que los trata exactamente igual que a los seres “inferiores” con quienes convivieron!
¡Hermoso domingo este de cuaresma, que, recluyéndonos en casa por el coronavirus, nos somete, por así decirlo, a unos ejercicios espirituales de reflexión enriquecedora! Seguro que pronto superaremos del todo la crisis que tan duramente nos atenaza estos días y también seguro que, al salir de ella, seremos mejores personas y estaremos dispuestos a mejorar, siquiera un poquito, el basurero de mundo en que nos toca vivir. Tenemos demasiada sed y la fuente de agua viva aporrea hoy fuertemente a nuestra puerta.
Correo electrónico: ramonhernandezmartin@gmail.com