"Documento anclado en una visión del cristianismo, a mi entender, completamente periclitada" La “sinodalidad”, tímido y titubeante intento por esclarecer y afianzar el quehacer cristiano
"Lo sinodal atempera la autoridad y matiza o enriquece el magisterio, pues da carta de naturaleza no solo al sentir, sino, y sobre todo, a la forma de vida cristiana, incluso la que institucionalmente corresponde también a los simples 'laicos'"
"Se palpa en todo este documento un sano afán, aunque sea titubeante y timorato, de transformar en lo posible el poder en servicio, lo cual es ciertamente muy necesario y loable"
"Al dejar de lado e infravalorar durante siglos a las mujeres, la Iglesia se ha visto privada de una gran fuerza emprendedora y seductora para que la humanidad pudiera apreciar como es debido la forma de vida cristiana"
"Al dejar de lado e infravalorar durante siglos a las mujeres, la Iglesia se ha visto privada de una gran fuerza emprendedora y seductora para que la humanidad pudiera apreciar como es debido la forma de vida cristiana"
Frente a los problemas de todo orden que hoy se nos plantean, no es de extrañar que el papa Francisco, consciente de que, viviendo en un mundo seducido e incluso abducido por lo económico y por el culto al cuerpo, muchos se alejen despreocupados del “recinto eclesial” y vivan sus vidas absolutamente despreocupados tanto del necesario sentido de la vida como de la inmensa riqueza que el cristianismo le aporta.
Frente a tan desafiante sensación, se entiende muy bien que el papa, atento a las periferias, apele con tanto tesón al conjunto de fuerzas que conforman la Iglesia a fin de que se activen como es debido los ricos carismas que el Espíritu reparte tan profusamente para bien de todos y de cada uno. De ahí su afán no sólo por situar el “poder eclesial” en la cabeza del cuerpo que es la Iglesia y en todos y cada uno de los demás miembros que conforman un único cuerpo, sino también por convertirlo en la medida de lo posible en servicio.
Lo sinodal atempera la autoridad y matiza o enriquece el magisterio, pues da carta de naturaleza no solo al sentir, sino, y sobre todo, a la forma de vida cristiana, incluso la que institucionalmente corresponde también a los simples “laicos”. Todo importa y todo tiene color y relieve en el hermoso mosaico cristiano. Es necesario, pues, aprovechar todos esos resortes, conclusión apodíctica a la que conduce un cuidadoso discernimiento de que los carismas del Espíritu no se despliegan como aguacero tormentoso sobre las propiedades de algunos elegidos, sino como suave lluvia que fecunda todos los campos.
Bien por este papa porque todo lo que aligere la jerarquía, adelgace el Derecho Canónico e incluso pulverice no pocos muros dogmáticos, que tanto encorsetan la forma de vida cristiana (Jesús mismo ya se vio obligado a deshacer muchos nudos asfixiantes para unir con un solo lazo libertador, el del amor fraterno incondicional, a todos sus seguidores, los dispuestos a venderlo todo para darlo a los pobres), hará más bella y atractiva la “forma de vida cristiana”. Ante todo y sobre todo, el cristianismo es una forma de vida sumamente atractiva y poderosa. Se palpa en todo este documento un sano afán, aunque sea titubeante y timorato, de transformar en lo posible el poder en servicio, lo cual es ciertamente muy necesario y loable.
Sin embargo, observo a través de su alambicado lenguaje, pesado y reiterativo hasta la saciedad, plúmbeo en demasía, que a veces parece amagar sin dar, por lo menos dos líneas rojas que siguen encorsetando y asfixiando la deseable forma de vida cristiana. Creo que frente a ellas reculan tanto la osadía papal como el esfuerzo sinodal aquí desplegado: una es la valoración del bautismo como sacramento de enganche o iniciación, mil veces invocado como condición imprescindible para ser cristiano; la otra se refiere al sí pero no que de hecho se le da a la mujer, envenenado tema tabú debido, seguramente, a la teología deforme sobre la sexualidad humana de la que ha venido alimentándose durante siglos un magisterio eclesial claramente misógino.
Una visión ecuánime y sosegada de la misión salvadora de Jesús no puede exigirnos que filtremos su mensaje a través de un rito que, por muy significativo y portador de gracia que sea (y que, de hecho, lo es), convierta el bautismo en una especie de enrejado que, cual muro indestructible, separa lo de dentro de lo de fuera. No deberíamos convertir el bautismo en sello selecto que diferencie a unos seres humanos de otros. ¿Por qué?
Porque la verdad más básica del auténtico credo cristiano es que Dios ha creado este mundo y, de forma especial, el ser humano, de lo que se deduce, sin vuelta de hoja, que todos los seres humanos somos hijos suyos. Ansiosos y celosos de ver lo cristiano como un “distintivo esencial”, los cristianos nos hemos constituido en “pueblo elegido”, en una especie de “gueto” que, por muy poblado que esté, nunca dejará de ser una “secta” frente a toda la humanidad. Es más, para alimentar la fantasía de vivir en una especie de jardín epicúreo o de paraíso terrenal restaurado, hemos ideado o inventado un “mundo sobrenatural”.
Pero no hay más mundo, llámese como se llame, que el único “mundo de Dios”. No viene a cuento aquí que nos paremos a valorar como es debido el bautismo y su fuerza de rito sacramental iniciático, que es mucha, sino de dejar claro únicamente que no hay absolutamente ninguna barrera entitativa entre un bautizado y uno que no lo esté, pues ambos son hijos de Dios por razón de su sola existencia. De ahí que la iglesia debiera sentirse no solo totalmente permeable a todos los seres humanos, sino también depositaria de la honrosa misión de conseguir que el amor fraternal impregne y sustente como armazón toda forma de vida humana.
Por otro lado, al dejar de lado e infravalorar durante siglos a las mujeres, la Iglesia se ha visto privada de una gran fuerza emprendedora y seductora para que la humanidad pudiera apreciar como es debido la forma de vida cristiana. La sociedad ha avanzado con mucha más fuerza y decisión en el reconocimiento de la igualdad sin paliativos ni calificativos entre los hombres y las mujeres en cuanto a sus respectivos derechos se refiere. Ya el mismo Jesús, mediatizado por una forma de vida mucho menos proclive a valorar la mujer como es debido, fue en el trato con ellas mucho más allá de lo que ha venido haciendo la Iglesia e incluso de lo que nos propone la visión sinodal de la iglesia propugnada por “Instrumentum laboris”. Cuanto más tarde la Iglesia en llegar a la total integración de la mujer en sus estructuras y en su forma de vida más perderá ella misma y más obstaculizará la obra salvadora del mismo Jesús.
Para no alargarnos demasiado en plasmar la impresión que me ha producido una lectura rápida de este documento, digamos que lo veo anclado en una visión del cristianismo, a mi entender, completamente periclitada. La iglesia sigue lamentablemente aquejada de una especie de tortícolis penosa, que la obliga a mirar continuamente al cielo y a hablarnos de una “salvación post mortem”, cuando lo que realmente debe hacer una “forma de vida cristiana” es salvarnos de la vida tan deteriorada que llevamos en este mundo. Este mundo es el escenario de nuestro amor, en el que se desarrolla una trama cuyos protagonistas son tanto el perdón, que convierte en hermano al enemigo, como la conversión, maravillosa convulsión que no solo elimina contravalores, sino que invita permanentemente a mejorar los valores.
La religiosa es una dimensión humana en la que debemos procurar que nuestra relación con Dios sea cada vez más diáfana y densa. Por tratarse de una relación que pasa forzosamente a través de los hombres, la forma de vida cristiana debe esmerarse por limpiar de contravalores todas las demás dimensiones humanas y por conseguir que sus respectivos valores sigan creciendo. En otras palabras: la forma de vida cristiana tiene que ser, en sí misma, una mejora no solo de nuestra relación con Dios, sino también de los valores de todas las demás dimensiones humanas (bio-síquica, económica, epistémica, estética, ética, lúdica y social) sin avasallarlos ni engullirlos, tal como ha venido ocurriendo durante siglos hasta que el siglo pasado los valores religiosos como hegemónicos fueron remplazados por los bio-síquicos y económicos. Pongamos como ejemplo que, aunque la productividad de una hora de trabajo nada tenga que ver con la religión, esta requiere que aquella sea la mayor posible y, sobre todo, que no sea una hora robada fraudulentamente al trabajo.
Está muy bien que se meta en danza a todo el pueblo de Dios (que debería ser toda la humanidad) a efectos de que la forma de vida cristiana impregne por completo la forma de vida humana que predomine en nuestro tiempo. A fin de cuentas, la sinodalidad no es más que un tímido intento de volver los ojos hacia el modelo Jesús, tratando de entender a fondo, a tenor del ejemplo de su vida y de la fuerza de su predicación, que topo poder (no solo el religioso, sino también el político) es servicio y que todas las relaciones humanas deben estar impregnadas de amor fraterno.
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