Orar la vida
Una amiga me dijo hace unos días -en broma- que me iba a cobrar ‘derechos de autor’ porque una de las reflexiones hechas en este espacio, correspondía a un hecho vivido por ella. Tiene razón porque siempre escribo sobre algo que me ha impactado de mi vida o de la vida de los otros. En efecto, todo lo que vivimos, cuando lo reflexionamos, nos da muchas enseñanzas. En realidad, eso era lo que hacía Jesús, tomaba ejemplos de la vida cotidiana y, a partir de ahí, hablaba de Dios a sus contemporáneos. En eso consisten las parábolas: la oveja perdida, la semilla que crece, el tesoro que se encuentra, la red repleta de peces, el grano de mostaza, el trigo y la hierba mala, etc., no son más que ejemplos sencillos a través de los cuales Jesús enseñaba que Dios es misericordioso, que él siempre está presente, que su acción puede pasar desapercibida pero que es actuante, que él busca vencer el mal a fuerza de bien, etc. Ninguna imagen dice todo lo que Dios “es”, pero cualquier imagen nos enseña mucho sobre Dios.
Pues bien, los hechos de nuestra vida han de ser materia de nuestra oración. Muchas veces en ella pedimos por nosotros, por las situaciones que vivimos, por los problemas de los amigos, etc., y todo eso está muy bien. Sin embargo, la oración es ante todo, un “diálogo”, es decir, un hablar y un escuchar, un pedir y un recibir, un acoger y un entregar.
¿Cómo no sólo pedir sino también escuchar a Dios? La Palabra de Dios, sin duda, es un medio privilegiado para el encuentro con él pero también son igualmente importantes, los acontecimientos que pasan en nuestra vida y en la de los otros.
En la oración podemos recordar lo vivido durante el día y simplemente preguntarle al Señor: ¿Cómo te hiciste presente en este acontecimiento? ¿Qué me quisiste decir con esto? Estas son preguntas que tal vez ya las hacemos pero que podríamos hacerlas en la oración de cada día y descubrir así la manera real y fuerte como Dios actúa y está presente en todo lo que vivimos.
La experiencia cristiana nos lleva a ver todo con los ojos de la fe, es decir, a buscar y descubrir la presencia de Dios en todo y a dejarnos enseñar, dejarnos conducir y, sobretodo, abrirnos a los nuevos horizontes que la vida nos trae. La oración es diálogo que nos puede cambiar por dentro, cuando encontramos el sentido de las situaciones que vivimos. Pero se necesita volver sobre nuestra vida, meditarla, reflexionarla, no para darnos la razón o para justificar nuestras acciones, porque ¡atención! ese peligro también existe, sino para preguntarle al Señor qué podemos aprender de cada situación y cómo él hubiera actuado en ella. En fin, las enseñanzas son innumerables y la vida es siempre una parábola capaz de enseñarnos cosas nuevas.
Acostumbrémonos a tomar como materia de oración nuestra vida. Con seguridad nos entenderemos más a nosotros mismos, entenderemos a los otros y encontraremos alguna “salida” a todas las situaciones. En este horizonte, la Palabra de Dios dará mucho fruto porque es “semilla que cae en tierra buena” (Mt 13,8) y no haremos dicotomías entre la oración y la vida, entre pedirle a Dios solución a nuestros problemas y no hacer nada de nuestra parte para cambiar actitudes, posturas, sentimientos y decisiones.
“No digan muchas palabras como hacen los paganos (Mt 6, 7) nos dice Jesús al hablarnos de la oración. Por el contrario, “cierra la puerta y reza a tu Padre que comparte tus secretos” (Mt 6,6). Ese contemplar la vida con lo que conlleva y que Dios conoce, nos revelará su presencia en nuestra propia existencia.
La oración es diálogo transformador. Con humildad pidámosle al Señor que nos enseñe a “orar la vida” para que cambiemos y crezcamos cada día. Nuestra realidad necesita ser transformada y nuestra vida es un “necesario” punto de partida.