Grandes problemas teológicos: la fiesta de la Circuncisión de Jesús.

Circuncidar no es otra cosa que cortar, en tiempos de Jesús al recién nacido, un anillo de carne del pene. A fuerza de oír la palabra “circuncisión” se olvida lo que esto lleva consigo. Parece primar lo que de festivo tenía, pues al mismo tiempo se le imponía el nombre al recién nacido. Entre los cristianos hasta se oculta o se confunde con dicha imposición del nombre de Jesús o aquello de “presentación en el templo”, confusión añadida porque entre los judíos esto se hacía a los 40 días del nacimiento y no a los ocho.

La Fiesta de la Circuncisión se vino celebrando en la Iglesia Católica el 1 de enero hasta que en 1969 se cambió por la de Santa María Madre de Dios. Los motivos habría que buscarlos en las mentes rectoras de la Iglesia en ese tiempo –Pablo VI al frente--, pero algún elemento de vergüenza ajena se esconderían en tal decisión.

Tal práctica, por más que la lleven a efecto millones y millones de personas en todo el mundo y sea práctica sagrada en distintas religiones con una antigüedad milenaria –ya se practicaba en Egipto unos 2.300 años a.C.--, no deja de ser una salvajada, una mutilación sin sentido, excepción hecha de aquella que se prescribe por motivos médicos. Es un acto cualitativamente igual al que se realiza con la ablación del clítoris en las niñas.

Una sociedad que no tuviera prejuicios ni miramientos frente a las religiones debería prohibir estas prácticas. ¿En qué cabeza cabe que seccionar precisamente algo relacionado con la procreación sea signo de alianza “exclusiva” con Dios? Leemos en Génesis 17, 10 este aberrante texto: “Este es mi pacto, que guardaréis entre mí y vosotros y tu descendencia después de ti:Circuncidaréis, pues, la carne de vuestro prepucio, y será por señal del pacto entre mí y vosotros”. ¿Alguien en su sano juicio puede mantener tamaña martingala? Pues sí, ahí están millones de judíos y musulmanes.

Estas consideraciones que haría cualquier persona normal vienen a chocar frontalmente con lo que tal hecho significó para mentes de clérigos, monjes, monjas y fieles recalentadas por la fe en un pasado no tan lejano.

Recordemos lo que suponía para aquellas pías gentes la posesión de una reliquia de santo. Recordemos las peregrinaciones a determinados santuarios poseedores de reliquias especiales: ¿cuál no podría ser la excitación espiritual ante el prepucio del mismísimo Jesucristo?

Porque no olvidemos que ese aro carnoso no terminó en el cesto de desperdicios… La “tradición” lo certifica, desde que la anciana que practicó el Mohel lo depositó en una redoma con aceite de nardo. Su conservación estuvo asegurada según aseguran fehacientemente testimonios venerables dignos de toda credibilidad. Santas hubo, siempre religiosas profesas, cuyo dedo anular gozó de tal abalorio. Las andanzas del “santo prepucio” han sido objeto de tratados entre novelescos e históricos, pero eso no es lo importante.

Si ya es novelesco su andadura diacrónica, el absurdo llega a límites hilarantes si llevamos la cuestión a consideraciones teológicas. Consideraciones que no son nuestras, sino de sabios y santos teólogos, padres de la Iglesia y demás sesudos doctores. El mismo Tomás de Aquino emitió doctrina sabia al respecto. En esencia todo se resume en el hecho de que el “santo prepucio” es carne del Hijo de Dios, no sujeta a corrupción; tuvo que reintegrarse a él; tuvo que ascender con él al cielo; es carne sentada a la diestra de Dios Padre. Más aún, si Jesucristo se entrega todo entero en la santa comunión, lógicamente debe integrar en él su “santo prepucio”. Y aquí está el interrogante: ¿cuándo se reintegró al cuerpo de Jesús? ¿Cómo ascendió al cielo? Y mil preguntas más.

Todo esto estuvo en la mente de santos varones hasta que llegó al mundo Agnes Blannbekin († 1715), más propiamente hasta que esta monja ascendió al grado de confidente de Dios. Ella fue la que solventó toda duda: el “santo prepucio” resucitó el día de la Resurrección de su propietario. Y felizmente está en el cielo.

Leemos en crónicas dignas de todo crédito el tormento a que se vio sometida sor Agnes (Sor Cordero) durante años, especialmente el día en que la Iglesia celebraba la fiesta de Circuncisión del Señor:

“…ella pasaba cavilando sobre el destino de aquel preciosísimo fragmento del órgano viril del Redentor. Un día, al comulgar, comenzó a pensar en dónde estaría el prepucio. ¡Y ahí estaba! De repente sintió un pellejito, como una cáscara de huevo, de una dulzura completamente superlativa y se lo tragó. Apenas lo había tragado, de nuevo sintió en su lengua el dulce pellejo y una vez más se lo tragó… …Y le fue revelado que el prepucio había resucitado con el Señor el día de la Resurrección. Tan grande fue el dulzor cuando Agnes tragó el pellejo, que sintió una suave transformación en todos sus miembros”.


Lógicamente esta revelación supuso una inmensa aflicción para los veintiún santuarios siguientes: Charroux, Amberes, Niedermünster, París, Brujas, Bolona, Besançon, Nancy, Metz, Le Puy-en-Velay, Conques, Lnagres, Anvers, Fécamp, Hildesheim, Auvergne, Stoke on Trent, Newport, Burgos, Compostela y Calcata: cada uno de ellos veneraba el “santo prepucio”.

Lean lo que sucedió en Calcata en enero de 1984 en relación al “santo prepucio”. ENLACE.
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