Jean Meslier: la repugnancia de la función.
Con reiterada frecuencia y al oír el modo como algunos pastores de almas predican las enseñanzas del Evangelio y cómo vierten palabras sobre palabras en sus homilías, he llegado a pensar: “Ese cura no se cree lo que dice”.
Basta sólo, para confirmar lo dicho, parar mientes en el tono, la convicción, el fervor implícito y necesario que las palabras del preste presuponen. El contraste con cualquier discurso de personas convencidas de lo que dicen es sobradamente evidente.
¿Será cierto que pueda haber curas y párrocos que piensen y sientan como el famoso prelado que hoy traemos a cuento? También de eso estoy convencido.
Jean Meslier fue párroco del pueblecito de Ètrepigny, que se encuentra muy cerca de la frontera con Bélgica, en las Ardenas. Apenas si su población, hoy, llega a los 200 habitantes.
En el Prólogo de su TESTAMENTO (1), el cura ateo de Etrepigny confiesa post mortem a sus feligreses lo que sigue:
...Y respecto a los falsos y fabulosos misterios de vuestra religión y de todos los demás piadosos pero vanos y supersticiosos deberes y ejercicios que vuestra religión os impone, también sabéis, o al menos habéis podido observar fácilmente, que yo no me aferraba a la beatería y que no me hallaba dispuesto a manteneros en ella ni a recomendaros su práctica.
Sin embargo, yo estaba obligado a instruiros en vuestra religión y a hablaros de ella al menos algunas veces para Jean Meslier cumplir mejor mal que bien este deber al que me había comprometido en calidad de cura de vuestra parroquia, y en tal circunstancia me disgustaba verme en esta enojosa necesidad de actuar y hablar enteramente contra mis propios sentimientos, me disgustaba tener que manteneros en necios, errores y vanas supersticiones e idolatrías que odiaba, condenaba y detestaba en el corazón.
Pero os aseguro que no lo hacía jamás sino con pena y una repugnancia extrema; ello porque también odiaba enormemente todas estas vanas funciones de mi ministerio y particularmente todas estas idolátricas y supersticiosas celebraciones de misas y estas vanas y ridículas administraciones de sacramentos que me veía obligado a haceros.
Las he maldecido en el corazón miles de veces cuando me hallaba obligado a hacerlas y particularmente cuando debía hacerlas con un poco más de atención y con un poco más de solemnidad que de ordinario, pues al ver en tales ocasiones que ibais con un poco más de devoción a vuestras iglesias, para asistir a ellas en algunas vanas solemnidades o para oír con un poco más de devoción lo que se os hace creer como la palabra de Dios mismo, me parecía que abusaba mucho más indignamente de vuestra buena fe y que, por consiguiente, era mucho más digno de condena y reproches, lo que aumentaba a tal punto mi aversión contra esta clase de solemnidades ceremoniosas y pomposas y contra las funciones vanas de mi ministerio, que, cientos de veces, ha faltado poco para hacer estallar indiscretamente mi indignación sin poder casi en estas ocasiones ocultar más mi resentimiento ni contenerme la indignación que tenía.
Sin embargo, he procurado contenerla y trataré de contenerla hasta el fin de mis días, pues no quiero exponerme en vida a la indignación de los sacerdotes ni a la crueldad de los tiranos, que no encontrarían, a su parecer, tormentos lo bastante rigurosos para castigar tal pretendida temeridad.
Me tiene sin cuidado, amigos míos, morir tan pacíficamente como he vivido y además, al no haberos dado nunca motivo para desearme el mal ni para regocijaros si me ocurriera algo malo, no creo tampoco que os quedarais tranquilos si me persiguieran y tiranizaran por este motivo, con lo cual he decidido guardar silencio al respecto hasta el fin de mis días.
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(1) Jean Meslier. Crítica de la Religión y del Estado. Antología. Ed. Península. Barcelona, 1978.