La creencia supersticiosa en ángeles.

Los espíritus celestiales son muchos, dicen que uno al menos por persona; desde luego, cada niño tiene el  suyo. Pero ésos son los "ángeles" porque hay otros de categoría superior, hasta llegar al trono de Dios, donde moran los "serafines". Y están los querubines y los principados y los arcángeles... Obligado es conocerlos. 

El 29 de septiembre celebra la Iglesia Católica la festividad de tres ángeles, San Miguel, San Rafael y San Gabriel. Y si lo celebra es que defiende su presencia dogmática. Digo esto y a la vez pienso en la consistencia de tal hecho: en nuestro mundo vivimos de “cosas sensoriales” y de “invenciones de la mente”. En este segundo apartado incluyo fabulaciones, invenciones, creencias varias, literatura, sueños, novelas, apólogos, cuentos… productos mentales que también sirven para vivir pero a los cuales no concedemos realidad vital alguna. Entre tales invenciones, la de los ángeles. 

Cuando uno ha dejado de dar pábulo a supercherías dogmáticas, enunciadas y preceptuadas “porque sí”, este asunto de “los ángeles” resulta ser uno de esos más intragables y absurdos que creerse puedan. ¿Alguna inteligencia mínimamente constituida puede asumir y asimilar la existencia de seres volátiles que rondan por ahí haciendo esto o lo otro, el bien o el mal dependiendo de su bondad o malicia intrínsecas? 

Lo de siempre: si como símbolos o personalizaciones del bien o del mal se enuncian, sustento de alegorías que incitan al bien, se podrían admitir. Pero no, la Iglesia afirma que esos seres están ahí, existen y a los ángeles buenos –con el “san” por delante—hay que tenerles a la vera y contra los malos, luchar. Los demás estamos de más. 

Y estamos de más porque el entramado que sustenta todas esas supercherías, a saber, la Iglesia católica que es la más cercana a nosotros, la Iglesia, decimos,  es muy dueña de celebrar lo que quiera, que para eso es también la fabuladora primera de creencias a las que amorosamente “invita” a adherirse al pueblo que quiere salvar. 

¿Nada, pues, que objetar a que induzca a los fieles a su veneración? No… y sí. Nos movemos  en un terreno donde la libertad individual ha de primar, pero también en otro,  el de la verdad que es también fundamento de la libertad, donde el fomento de la credulidad para mantener prebendas y sinecuras es censurable. 

La creencia en ángeles es… eso, una creencia. Una creencia imposible de constatar. Una creencia que es, a fin de cuentas, opinión, una creencia que por lo general hunde sus raíces en la incultura de los pueblos más primitivos, una creencia que ha sido dogmatizada posteriormente y, como dogma, impuesto a los prosélitos por parte de religiones honorables. 

Uno puede creer sin más algo que ayude mentalmente a la acción, sin implicaciones personales que induzcan a la duda.  Las fábulas, las alegorías, los apólogos, las leyendas piadosas, las historietas, incluso los cuentos morales tienen esa finalidad. Pero cuando la creencia deriva en invocación, confianza, refugio, propensión a corresponder con dádivas o limosnas… estamos ante el fenómeno característico de la superstición unida a la burocracia del creer. Y la creencia en ángeles como intermediadores entre Dios y los hombres, aquellos que cumplen o comunican a los hombres los designios de Dios, es lisa y llanamente una superstición. 

Importa poco de dónde provenga tal creencia. Espíritus puros o seres volátiles que rondan por ahí están presentes en todas las religiones de la antigüedad. El cristianismo toma los conceptos del Antiguo Testamento y de la doctrina tradicional judía sobre los ángeles (véase la obra de Saadia Gaon,  “Emunot ve deot”, “creencias y doctrinas”). Dígase lo mismo del Islam, que toma prestados conceptos de la Biblia (la creencia en los ángeles –los malakim o, en griego, “angueloi”--  está  prescrita en el “credo islámico”, la Aqidah). La posterior tradición cristiana elabora hasta el paroxismo un “corpus” doctrinal, literario o artístico complejo respecto a los ángeles (la angeología “de toda la vida”). Recordemos la triple secuencia dentro de los tres grupos de espíritus puros que revolotean en el Reino celestial: Serafines, querubines y tronos / dominaciones, principados y potestades / virtudes, ángeles y arcángeles

Aun así, las cosas no parecen estar lo suficientemente claras cuando se expurgan textos bíblicos (ver Diccionario de Teología, de Bauer. Ed. Herder, págs. 75 a 88) y se trata de hacer teología sobre ello.  Sorprende Agustín cuando en su “Sermo VII” dice: “Angelus enim officii nomen est, non naturae”. Y debiera sorprende el Diccionario de referencia cuando, tras una prolija recapitulación de citas, afirma:

Al estimar teológicamente lo que la Biblia dice sobre los ángeles hay que tener presente el género literario de cada texto. Puede tratarse de una sencilla afirmación sobre un hecho, de una narración que elabora libres imaginaciones populares (por ejm. Tobit), de concepciones vinculadas a la imagen antigua del mundo (grupos angélicos en Pablo) o de visiones simbólicas, cuyo verdadero sentido sólo debe hallarse a través del velo de la experiencia simbólica del vidente (v.g. en los apocalipsis)”. 

Y después de interpretar tantos y tantos relatos “revelados”, remite a lo que dice oficialmente la Iglesia, en evidente contradicción de lo dicho anteriormente: 

La doctrina de la Iglesia sostiene, en la línea de la Escritura que, además del mundo visible, Dios creó el reino invisible de los espíritus y que una parte de los ángeles se separó voluntariamente de Dios y se le opone en eterna enemistad”.

Sea como fuere,  la creencia en los ángeles tiene el carácter de “dogma”, es decir, algo de obligada aceptación. Existen. Y como tales, son objeto de veneración. Ahí está el domingo de marras. 

Eloy Millet Monzó en su Ensayo sobre los ángeles –lectura recomendable-- dice que “la creencia es el aspecto superior de un dogma”. Esto --si es primero el dogma y luego la creencia o viceversa--, podría ser discutible, cosa que no hace al caso. Importa lo que dice a continuación: 

Para constituir una creencia hay que disponer de un deseo como impulso primero, y a continuación se producirá un pensamiento que lo justifique y afiance.  Para un dogma basta con una autoridad y alguien que la obedezca, se sirve de la creencia para imponerse, por lo que conforma una doctrina sin posibilidad de réplica.   Tanto la creencia como el dogma tienen algo en común, es la ausencia del posible razonamiento, la diferencia esencial consiste en que la creencia aún tiene un pensamiento supeditado a un deseo, mientras que el dogma carece de estructura mental.

Más o menos lo que venimos afirmando aquí: primero, a instancias de un deseo, que no de un razonamiento o de una experiencia, se cree algo; posteriormente se define tal creencia; más tarde la misma delimitación de la creencia, la que produce el dogma, hace generar nuevas y novedosas credulidades. Es la necesidad de creer en algo, fruto muchas veces de penuria intelectual,  la que justifica una verdad que otros han definido. 

Pero, retornando a nuestro propósito inicial: ¿se necesita para algo creer en tales espíritus volanderos de estructura constitucional tan volátil? ¿Por qué “necesita” tal creencia constituirse en dogma? ¿Cree alguien que le ocurrirá algo a su mente o a su persona si desecha tales infundios? ¡Ah, el imperio de la superstición! Superstición alentada por aquellos que dejaron de servir a su propia razón para engordar el monstruo que los mantiene.

Volver arriba