¿Qué culpa tiene Francisco?
| Pablo Heras Alonso.
Me he recluido en Semana Santa en el pueblo de mis amores, despoblado no sólo de gente sino también de recuerdos, que se van con los mayores que desaparecen. Y entre los recuerdos más obsesivos por imprescindibles en la vida de los pueblos están las celebraciones litúrgicas, que todavía ponen orden en el sucederse de los días.
Dicen que ya no hay suficientes sacerdotes para atender a los miles de pueblos de la vieja Castilla. Puede ser, aunque también les choca, y así lo dicen, la multitud de canónigos que se arraciman en cualquier fasto catedralicio.
A lo anterior se añade que apenas si a celebraciones dominicales se personan una decena de feligreses. Quizá los próceres magnates del arzobispado burgalés digan que, para tan poca gente, no merece la pena hacer el esfuerzo. Signo más de despoblación.
En blogs aledaños he leído loas y panegíricos, supuestamente merecidos, sobre el papa que se nos ha ido. Algunos hacen referencia general a la "Organización de la credulidad" y todos, respecto a Francisco, tienen un tinte excesivamente irenista o cuando menos optimizante. Tampoco hay mucho donde elegir a la hora de opinar: preguntas sobre el Papa que se ha ido y sobre la Iglesia española. Ninguna sobre la realidad en que se debate la Iglesia.
Si hablamos de Iglesia-Católica-Apostólica-Romana hay preguntas necesarias relacionadas con la "catolicidad", con la occidental, sí, pero también con el resto del mundo. Y hay otras referidas a otros aspectos a tener en cuenta, entre ellos el paso por el Vaticano de los últimos papas, también Francisco, que se nos fue este lunes al amanecer el día.
¿Cuál es la otra noticia relevante sobre la Iglesia en este abril de 2025? En realidad no es noticia puntual y ni siquiera noticia; es la constatación de un hecho muy grave para el credo, el lento pero imparable declive de la Iglesia en occidente y, para nosotros, España. Por poner un indicador, su declinación sigue el mismo índice que el de defunciones, dado el carácter abuelístico de la presencia de rectores y fieles en el rito dominical.
Los Jerarcas de la Credulidad, como parecen vivir en la burbuja, en el claustro o en el batiscafo de su reducido mar de coral; como no tienen visión real de la realidad; como sus juicios homiléticos no tienen nunca contestación, piensan que siguen siendo importantes para la sociedad y que "su" verdad es "la" verdad”. Ellos, los próceres obispos y cardenales, lo mismo que nuestro gobierno civil: en el poder se vive muy bien, ¿para qué hacerse preguntas tontas?
Se creen importantes a la vista del enorme gentío que desfila ante el lecho mortuorio de Francisco; se creen importantes porque la Semana Santa se adjetiva así “todavía”; se sienten importantes porque son el centro del magnificente ceremonial fúnebre; o porque en este semana, qué coincidencia, las ciudades se adornan con el rito festivo y folklórico de lo sacro, sin darse cuenta de que, para muchos, todo se ha convertido en un folklore de otra cosa, de las saetas frente al rito del dolor: una madre que llora la muerte desgraciada de su hijo, como si vieran en todo ello a las madres de Gaza ante el cadáver del hijo “muerto por error o salvajismo”.
Y en el día a día del sucederse sociológico de lo sacro, nos encontramos con este rosario de realidades que desgranamos asépticamente en los siguientes apartados que, por supuesto, mentes lúcidas y críticas de su entorno pueden alargar:
- parroquias que se quedan sin cura
- iglesias que amenazan ruina
- seminarios vacíos
- cierre de conventos
- descenso persistente de la asistencia dominical
- nula atención a sus prédicas morales
- contestación social a lo que dicen
- miedo a los medios de comunicación
- envejecimiento del clero
- feligresía de edad media tan envejecida como el clero
- deserción de la juventud
- desconocimiento de la doctrina cristiana por parte de los feligreses
- ausencia de la Iglesia en los programas escolares
No es culpa de Francisco, por supuesto, pero algo tendrían que decir esos siete papas que se han sucedido en nuestro “breve” caminar por la vida, la nuestra, a los que se les puede preguntar qué han hecho para que la Iglesia se vaya difuminando sin pausa en tan pocos años.
Pío XII, que tuvo que bregar en un mundo desquiciado cuando todavía la Iglesia era fuerte y pujante; Juan XXIII, que lúcidamente se dio cuenta de hacia dónde caminaba el nuevo mundo que nacía de las ruinas de Europa; Pablo VI, papa que no supo cómo hacer realidad las conclusiones del Concilio; Juan Pablo I, que, vete a saber, igual se despidió de este mundo a la vista de lo que se le venía encima; Juan Pablo II, de muy difícil catalogación, que aunque participó en el desmoronamiento del sistema comunista, a la vez veía cómo el mundo occidental se alejaba no de él, que ante los suyos fue un líder carismático, sino de la mismísima Iglesia; Benedicto XVI, un raro espécimen de vuelta a los orígenes, de vuelta a la profundidad de los misterios, clarividente respecto al organigrama envenenado del Vaticano; y por último, Francisco, que quiso hacerse uno más en un mundo ya olvidado de las recetas eclesiales y reprobado por un amplio sector de la Iglesia por proclive a recetas izquierdistas.
La Iglesia se enfrenta a un reto descomunal, el de hacerse presente, insustituible, faro de verdad no sólo ante su grey –dicen que 1.400 millones de fieles que van dejando de ser incondicionales, o sea fieles— sino sobre todo ante los nuevos desafíos del mundo. Buena le espera al papa que acceda a recoger el testigo petrino.