Fécula y Bromuro

El de la sexualidad fue, es y será tema de actualidad sempiterna en la Iglesia. Los medios de comunicación así lo testifican en diversidad de versiones. Predicaciones, cartas pastorales, homilías, “post”, confesonarios, sermones, avisos y manifestaciones para- litúrgicas… son instrumentos y medios por los que la llamarada de la sexualidad no se apaga nunca en el proceso de la educación de la fe y en la proclamación de las verdades eternas. Diríase que cuando a clérigos y a obispos no les entusiasman, o no les interesan, otras verdades incomparablemente más comprometidas también para ellos mismos, y más en consonancia con el testimonio y el menaje de Cristo Jesús, suben al “ómnibus” del aleccionamiento y aprendizaje del sexto mandamiento de la Ley de Dios inscrito en las tablas de piedra de Moisés, del que se consideran expertos.

En mi archivo periodístico conservo copia de una entrevista efectuada en el año 1,969 a Marc Oraisón, sacerdote, médico, psicoterapeuta y uno de los hombres “conciliares” más conocidos en Francia y en todo el mundo, recordándome que las escenas vividas por él en el Santo Oficio Romano, al condenar este uno de sus libros dedicados a la sexualidad y la Iglesia.

“El marco era grandioso y triunfalista, por emplear una palabra del Concilio. Me encontraba solo, perdido en un amplio salón, profusamente decorado, sentado sobre un canapé: Pizzardo, jefe supremo del Santo Oficio, después del Papa, y Ottaviani, su adjunto. Empezó a hablar el primero; todavía resuenan en mis oídos algunas de sus frases. Esta fue la idea general: mi libro era pernicioso y “perturbaba las costumbres”; ponía la moral en peligro; para una buena educación de la sexualidad, nada mejor que el miedo al infierno y una alimentación a base de féculas. En cuanto a los futuros sacerdotes, me dijo textualmente: “Para la pureza en los seminarios, no hay como el terror, los “spaghetis” y las alubias verdes…” Entonces el cardenal Ottaviani, que no había dicho nada, me explicó lisa y llanamente que mi libro estaba en “el Índice de Libros Prohibidos”.

Confieso que la “alimentación a base de fécula” –además, por supuesto, del miedo al infierno-, me era desconocida hasta entonces. Mis referencias patrióticas estudiantiles, propias de los campamentos en el servicio castrense, se centraban en exclusiva en las inyecciones de bromuro que, convenientemente dosificas, se inoculaban en el organismo de los militares presuntos, con la intención de “angelizarlos”, evitándoles malos pensamientos y pésimas tentaciones y así graduarse en la asignatura de la educación sexual.

Al experto teólogo, conocedor de las realidades humanas, -hombre y mujer- le pregunté qué era eso del amor, contestándome sorprendentemente de la siguiente manera: “amar es querer que el otro sea una persona autónoma”. Al pedirle un consejo para los jóvenes, estas fueron sus palabras: “Les aconsejo que permanezcan constantemente jóvenes, abiertos a todo, aún a lo que ni siquiera conocen, y dispuestos siempre a problematizar aún aquello que ahora tienen”

Sus últimas palabras fueron estas: “al cristiano le es indispensable creer y proclamar que cada uno de nosotros está hecho para “desaparecer”, después de haber dado su “grito”, porque les toca a los otros proferir el suyo y reclamar el derecho, la ocasión y el puesto para hacerlo así. La suprema demostración del amor es, pues, saber reconocer esta situación objetiva. Esto es, sencillamente, saber retirarse a tiempo, o lo que es lo mismo, aprender a gritar en silencio…”

Una muy buena lección eclesial y humanística de la sexualidad, y de otras asignaturas “religiosas”, por parte de un sacerdote a quien empotraron un día en el Índice de Libros Prohibidos de Nuestra Santa Madre la Iglesia.
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