NO A LA IGLESIA DEL “AMÉN”
“Así sea” o “así es”, es la traducción oficial que se le presta al término “Amén”, y la que se impuso en la Iglesia, con las incidencias correspondientes, también en la vida.
“Así sea”, o “Así es”, -AMÉN-, fue, es y seguirá siendo por ahora considerada y valorada como rotunda profesión de fe y fórmula cabal de pertenencia a la Iglesia. Pese a tantas otras versiones que la cultura religiosa en general, con inclusión de la cristiana, le confirió al Amén, el sentido y contenido literal de firme aquiescencia a cualquiera de sus enseñanzas y actividades de quienes la representan desde sus más encumbrados estamentos jerárquicos, es signo y señal patente de su ferviente común unión con la institución eclesiástica.
El Amén es palabra mágica, humana y divina a la vez, misteriosa e intraductible, con honda carga de teología y misterio, en la santa y rotunda brevedad de su expresión y, por tanto, con tan noble y entera capacidad de solidaridad y compromiso, que en la praxis eclesial nos la han convertido en un simple fonema verbal que llega a distinguir y definir la vida de manera tal para los cristianos, que los torna incapacitados para discurrir por su cuenta, trasladando a su Jerarquía tan sagrado deber y consideración. El Amén que todavía se les exige hoy a los laicos en ideas, comportamientos y responsabilidades en la gestión de la propia Iglesia, aportación al dogma y a la moral…con dificultad rebasa la categoría liviana del eco balante del redil –“beee”- , no expresado sonoramente con convicción y conocimiento de causa.
Por supuesto que a las alturas de las declaraciones, al menos oficiales, teológicas en las que nos encontramos, y al ritmo de marcha que la vida y la historia a todos los niveles les marcan a hombres y mujeres en la actualidad, la exigencia del Amén como reacción y norma de comportamiento en la Iglesia de Cristo, ni siquiera puede alcanzar categoría de herejía Su denominación objetiva y real resultará frágil e insípida. Carente de consistencia y personalidad e impropia de instituciones serias, e incluso teniendo que reconocer que también en tantas otras el grado de intensidad de pertenencia a las mismas se mide y pondera en función de la sonoridad y rotundidad con la que pronuncian y emitan su Amén a cuanto mandan y dicen quienes se intitulan sus máximos responsables, su asidua comprobación causa desconsolación infinita.
Suscita y justifica estas reflexiones, la información que me proporciona un amigo quien, por razones socio-religiosas, asistió a un funeral celebrado recientemente en una parroquia de Madrid. “Terminada la homilía, con la apostilla de que por cierto en ellas los curas siempre dicen lo mismo-, el celebrante nos pidió a los asistentes a la ceremonia, que recitáramos tres veces la palabra Amén, signo y señal inequívoca de asentimiento “religioso” por nuestra parte. Con cierta timidez, y devoto respeto a los familiares del difunto y al lugar y al tiempo tan sagrados, balbuceamos el “Amén, no del todo convencidos de la veracidad de nuestra afirmación” (Por lo visto y oído a los feligreses, siempre que predica el sacerdote de esa parroquia, el pueblo asistente ha de responder corporativamente Amén, de modo similar a como en sus asambleas y celebraciones en templos e iglesias protestantes proclaman al unísono “¡Aleluya¡” , ¡”Aleluya¡”
En la Iglesia católica, apostólica y romana sobran Amén y asentimientos, al menos en idénticas proporciones a como faltan críticas, discrepancias y oposiciones, siempre y cuando estas sean razonadas, fruto y consecuencia de la reflexión y de la gracia de Dios. Decir a todo, o a casi todo, Amén, no es cristiano ni humano. En multitud de ocasiones, no pasa de ser una ceremonia o un rito, y no es precisamente aquella o esta lo que contribuye a ser, y a comportarse, como verdaderos cristianos, a quienes aseguran ser ya creyentes. A los sacerdotes, obispos o a cualquiera que diga hablar, aunque sea “en el nombre de Dios”, también podrá ser factible negarle el Amén si se está en desacuerdo con lo que predica, o cómo lo `predica.
El Amén jamás se identificará con el balido –“beee…- de ovejas o de corderos, dado que, en la Iglesia, todos y todas somos personas, por lo que, entre otras cosas, también están de más los báculos episcopales que se usan en las más solemnes celebraciones.
“NO a la Iglesia del Amén” podría muy bien convertirse en una de las jaculatorias de mayor actualidad en la Iglesia, a la que sería posible que hasta algún obispo, con espíritu y estilo propios del papa Francisco, se prestara a enriquecer con un puñado de indulgencias…
Sin las conjunciones gramaticales “no” o “sí”, pronunciadas y vividas cuando corresponda, los cristianos no podrían ser, ni ejercer, como tales. El “no” y el “sí” hacen ser, además y sobre todo, personas.
“Así sea”, o “Así es”, -AMÉN-, fue, es y seguirá siendo por ahora considerada y valorada como rotunda profesión de fe y fórmula cabal de pertenencia a la Iglesia. Pese a tantas otras versiones que la cultura religiosa en general, con inclusión de la cristiana, le confirió al Amén, el sentido y contenido literal de firme aquiescencia a cualquiera de sus enseñanzas y actividades de quienes la representan desde sus más encumbrados estamentos jerárquicos, es signo y señal patente de su ferviente común unión con la institución eclesiástica.
El Amén es palabra mágica, humana y divina a la vez, misteriosa e intraductible, con honda carga de teología y misterio, en la santa y rotunda brevedad de su expresión y, por tanto, con tan noble y entera capacidad de solidaridad y compromiso, que en la praxis eclesial nos la han convertido en un simple fonema verbal que llega a distinguir y definir la vida de manera tal para los cristianos, que los torna incapacitados para discurrir por su cuenta, trasladando a su Jerarquía tan sagrado deber y consideración. El Amén que todavía se les exige hoy a los laicos en ideas, comportamientos y responsabilidades en la gestión de la propia Iglesia, aportación al dogma y a la moral…con dificultad rebasa la categoría liviana del eco balante del redil –“beee”- , no expresado sonoramente con convicción y conocimiento de causa.
Por supuesto que a las alturas de las declaraciones, al menos oficiales, teológicas en las que nos encontramos, y al ritmo de marcha que la vida y la historia a todos los niveles les marcan a hombres y mujeres en la actualidad, la exigencia del Amén como reacción y norma de comportamiento en la Iglesia de Cristo, ni siquiera puede alcanzar categoría de herejía Su denominación objetiva y real resultará frágil e insípida. Carente de consistencia y personalidad e impropia de instituciones serias, e incluso teniendo que reconocer que también en tantas otras el grado de intensidad de pertenencia a las mismas se mide y pondera en función de la sonoridad y rotundidad con la que pronuncian y emitan su Amén a cuanto mandan y dicen quienes se intitulan sus máximos responsables, su asidua comprobación causa desconsolación infinita.
Suscita y justifica estas reflexiones, la información que me proporciona un amigo quien, por razones socio-religiosas, asistió a un funeral celebrado recientemente en una parroquia de Madrid. “Terminada la homilía, con la apostilla de que por cierto en ellas los curas siempre dicen lo mismo-, el celebrante nos pidió a los asistentes a la ceremonia, que recitáramos tres veces la palabra Amén, signo y señal inequívoca de asentimiento “religioso” por nuestra parte. Con cierta timidez, y devoto respeto a los familiares del difunto y al lugar y al tiempo tan sagrados, balbuceamos el “Amén, no del todo convencidos de la veracidad de nuestra afirmación” (Por lo visto y oído a los feligreses, siempre que predica el sacerdote de esa parroquia, el pueblo asistente ha de responder corporativamente Amén, de modo similar a como en sus asambleas y celebraciones en templos e iglesias protestantes proclaman al unísono “¡Aleluya¡” , ¡”Aleluya¡”
En la Iglesia católica, apostólica y romana sobran Amén y asentimientos, al menos en idénticas proporciones a como faltan críticas, discrepancias y oposiciones, siempre y cuando estas sean razonadas, fruto y consecuencia de la reflexión y de la gracia de Dios. Decir a todo, o a casi todo, Amén, no es cristiano ni humano. En multitud de ocasiones, no pasa de ser una ceremonia o un rito, y no es precisamente aquella o esta lo que contribuye a ser, y a comportarse, como verdaderos cristianos, a quienes aseguran ser ya creyentes. A los sacerdotes, obispos o a cualquiera que diga hablar, aunque sea “en el nombre de Dios”, también podrá ser factible negarle el Amén si se está en desacuerdo con lo que predica, o cómo lo `predica.
El Amén jamás se identificará con el balido –“beee…- de ovejas o de corderos, dado que, en la Iglesia, todos y todas somos personas, por lo que, entre otras cosas, también están de más los báculos episcopales que se usan en las más solemnes celebraciones.
“NO a la Iglesia del Amén” podría muy bien convertirse en una de las jaculatorias de mayor actualidad en la Iglesia, a la que sería posible que hasta algún obispo, con espíritu y estilo propios del papa Francisco, se prestara a enriquecer con un puñado de indulgencias…
Sin las conjunciones gramaticales “no” o “sí”, pronunciadas y vividas cuando corresponda, los cristianos no podrían ser, ni ejercer, como tales. El “no” y el “sí” hacen ser, además y sobre todo, personas.