EL PAPA Y EL EMPERADOR CONSTANTINO

La experiencia de muchos obliga a llegar a la conclusión paleontológica, aunque para algunos, no obstante, “virtuosa”, de que impartir sugerencias y consejos en la Iglesia con destino a su jerarquía no es absolutamente rentable en esta vida, si bien la esperanza de que pueda serlo en la otra, no les eche para atrás a la hora de ejercer una tarea que se estima procedente en cualquier institución, sea o no llamada y considerada lo mismo pecadora que santa o indiferente.

Los miembros –curas o laicos- de la Iglesia, con conciencia creciente y responsable de pertenencia al Pueblo de Dios, se despiertan ya, aunque muy poco a poco, y gracias a las sugerencias, bendiciones y ejemplos del Papa Francisco, a la creencia de que la pasividad está esencialmente exiliada del seno de la institución eclesial, aún en conformidad con rituales proclamaciones de la Palabra de Dios y homilías en no pocos actos de culto.

Pero el hecho que se registra en la práctica es que la jerarquía, por jerarquía, y a todos sus niveles y efectos, es sacrosantamente intangible, poseedora y distribuidora con carácter de exclusividad del sentido y del contenido del mensaje divino, hasta llegar a opinar algunos de sus miembros que su interpretación por los seglares, aún dotados estos con grados teológicos académicos idénticos a los suyos, desvirtúa y tal vez desacraliza la Palabra encarnada en el Verbo, por más señas, y según el prontuario bíblico, nada menos que “Hijo de Dios”.

Ante tal panorama, y con multitud de datos que lo refrendan y acreditan a la perfección, asusta atisbar el convencimiento de que lo religioso, ascético, santo y cristiano sea proseguir sempiternamente recitando el rosario de “Amén” aquiescente y sumiso. Si todavía es explicable en la Iglesia esta actitud en personas mayores educadas en fórmulas y formulismos propios de otros tiempos y otras reverencias, en jóvenes de cuerpo, modales y espíritu, la invocación al “Amén” mágico y misterioso, provoca una reacción de conmiseración y rechazo, aunque una leve sombra de desacato y falta de respeto se haga irremediablemente presente a consecuencia de tan acentuados dogmatismos pretéritos.

Esto no obstante, en el panorama de la vivencia y sociología religiosa -católica, apostólica y romana- , se atisban algunas reacciones que inducen a pensar que la corresponsabilidad en la acción, interpretación y encarnación del mensaje salvador de la Palabra de Dios en igualdad con la jerarquía, los seglares han de compartirla hasta sus penúltimas consecuencias, contando además e inequívocamente con la ayuda de Dios.

El camino a recorrer es largo y proceloso. Pero apasionante a la vez, sobre todo cuando lo avala y garantiza el convencimiento teológico de que Iglesia somos por igual, los curas, los seglares -ellos y ellas-, los frailes -ellos y ellas-, los pobres y los ricos y, por supuesto, los listos y los torpes. Los cristianos, por cristianos, somos todos Iglesia, cada uno en su puesto y con sus aprestos respectivos, fieles a la historia, al evangelio y a su Fundador, sin que se les caigan los anillos al tener que recordar y proclamar, si fuera preciso –que siempre lo es- que, por ejemplo, ningún Papa es sucesor del emperador romano Constantino I “El Grande”. Nada más y nada menos lo es de todo un pescador que, junto con otros familiares y colegas, ejerció su santo oficio “piscatorio” en el mar de Tiberiades, en el marco geográfico bucólico de la región de Galilea.

El Papa Francisco nos está redescubriendo, por fin, el camino. Que lo sea irreversiblemente, Amén, es ya petición, actividad y esperanza de muchos, aún contando con que las reacciones de algunos de sus grupos están muy lejanas de ser evangélicas.
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